El español Junqueras tiene prisa en irse

Tengo la impresión de que a Oriol Junqueras, presidente de ERC, le pueda parecer ofensivo que le llame español. No pretendo molestarle, pero tiene un DNI y pasaporte español, ha votado y jurado la Constitución y ha representado a nuestro país en la Comunidad Europea. El problema es que Junqueras no sólo quiere dejar de ser español, sino que también España deje de serlo. Algo parecido a que el centímetro apostatara del sistema métrico decimal y deseara independizarse como milímetro. El sistema métrico decimal, antes de desaparecer, tendría algo que decir, así como todos los afectados.

No espero que Oriol Junqueras respete esta idea. La legitimidad de su proceso, proclama, radica también en el derecho a decidir, pero en el suyo y con el perímetro de provincias y ciudades que él perfila; a quienes ya ha dicho que no ofrecería el mismo derecho que él invoca. Tampoco quiere saber nada de las leyes mientras no le amparen. Leyes que cuando interesa son para él esenciales. Cataluña –expone orgulloso en sus conferencias–, al contrario que las monarquías europeas, nunca admitió aquello de que el conde ha muerto, viva el conde, porque: «Su sucesor, para serlo, tenía que jurar cumplir con la Constitución y las leyes» (sic).

Junqueras redactó una tesis doctoral de cuatrocientas páginas para demostrar el retraso que el pensamiento económico español había supuesto para la economía catalana. Pese a que en ella nos maltrate, Junqueras es persona culta, trabajador concienzudo y de ciertos modales. Pero su obsesión identitaria conlleva dislates que a título de defensa tenemos que señalar.

El primero es que pastorea a los catalanes con un tono y una superioridad episcopaliana insoportable. Les riñe para que abandonen el rigor emocional (la vehemencia de ser independientes) y pasen al rigor intelectual (la razón de poder lograrlo); de esta forma pretende transmitir, engañosamente, que él ya lo ha hecho y situarse por encima de los demás.

El segundo es presuponer que la parroquia es tonta. Predica que, aunque Europa exige para una nueva adhesión la unanimidad de los países integrantes, como España es democrática —es para lo único que lo piensa— entendería que Cataluña saliera de España si así lo decidiera; comentario que supera la ficción de aquel que mató a su padre y luego pedía piedad para este pobre huérfano. Refuerza su teoría con que en Europa le han asegurado que lo único que necesitan para ser aceptados es un democraticmandate. Si Junqueras tuviera mercancía buena que vender, desenfundaría adnauseam su retahíla de datos, a la que es tan aficionado, y nos diría que fueron Barroso o Van Rompuy los que se lo anticiparon, el escrito que lo acreditaba y el color de los calzoncillos que llevaban. Pero no lo hace. Y cuando intenta enmascarar su omisión, rara en un historiador que se nutre de fuentes, se refiere al apoyo de la jurisprudencia internacional, que a su vez se alimenta de sentencias, sin citar ninguna. En su página web, sus familiares manifiestan algo que seguro que es cierto: «Oriol desde niño siempre supo explicar las cosas». Aquí no lo hace, y no lo hace porque, facundia aparte, ignorar la Constitución o los Estatutos Europeos o el buen sentido económico es poco serio.

El tercer desvarío es denunciar, por donde pasa, medias verdades sobre el expolio, el miedo y la rémora que España les ha ocasionado. Desmesuras porque, si a Cataluña el sistema de financiación autonómico le substrae millones a cuenta de la solidaridad, a Madrid le retienen el doble. ¿Miedo en Cataluña? Sí, pero lo sufren más los que desearían discrepar. Y ¿rémora? Cataluña fue luz de España, pero el nacionalismo ha empobrecido su pensamiento y su economía.

Del cuarto absurdo dio cumplida cuenta el canal 24 Horas de Televisión Española. Respondiendo a un periodista catalán de LaVanguardia sobre su plan B, para el caso de que la iniciativa del referéndum le fallase, sentenció: «Más democracia» (sic). La debilidad del argumento choca con el empeño que pretende, y se concilia mal con el estilo de una persona que se fue varios meses al Vaticano a planificar su tesis doctoral, cuando ahora lo encomienda todo a la comprensión de sus seguidores: un saltad y fiaros de mí. A unque inadvertidamente, Junqueras y Mas están corriendo una carrera, pero con cronos diferentes. Los dos tienen prisa, pero sus prisas son distintas. Mas tiene urgencia para negociar con Rajoy sus problemas de financiación y Junqueras intuye que Escocia rechazará en el 2014 separarse del Reino Unido. Como la noticia sería devastadora, amenaza a Mas c o n nuevas e l e cc i o nes para acelerar la consulta catalana. Junqueras —no carente de humor— admite que con la «pela» «esta vez no nos van a comprar». Pero Mas tiene pocas salidas para no carbonizarse, y estas pasan por Rajoy. Cuando Mas lo acepte —saberlo ya lo sabe— la solución no debería estar lejos. Junqueras lo barruntó accediendo en su acuerdo de estabilidad a que el referéndum pudiera posponerse, pero está en una situación winwin, en la que siempre gana, y el fracaso lo compensaría con más votos.

Creo que a Junqueras le mueve más el amor por su tierra que su odio al concepto de España. Y me congratulo, pero su despropósito es que está asentando en Cataluña la idea totalitaria de que la independencia lo justificaría todo. No exagero. Decía Julián Marías en ABC que para saber si un lugar al que viajábamos era libre había que preguntarse: ¿qué puedo hacer, qué no puedo hacer y qué me pueden hacer? Pues bien: quienes hayan ido últimamente a Cataluña, que se respondan.

Junqueras, pudiéndose nacionalizar andorrano, prefiere la frustración de ser español, porque como historiador el morbazo de cambiar su historia le pone. Acaso encuentre en ella la raíz de sus frustraciones seculares: ¿egocentrismo, indecisión, frivolidad? No lo sé, tal vez, pero no casarían bien estas características con una crisis que exige ombligos globales, valientes y rigurosos.

José Félix Pérez-Orive Carceller.

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