El español, patrimonio común

Como Doña Rosa está harta de decirlo, según la memorable primera línea de «La Colmena», no perdamos la perspectiva. Cuando se trata del español -así se conoce fuera de España el castellano- esa acertada recomendación obliga a tener muy presente un hecho inequívoco: es el producto más internacional de España y de todos los países que lo tienen como lengua propia. El más internacional por la riqueza y la irradiación del patrimonio cultural con él acumulado y que con él se expresa. El más internacional por el número de sus hablantes, repartidos por el ancho mundo. Y el más internacional, también, por su condición de soporte -materia prima, instrumento o incentivo- de actividades económicas cuya proyección rebasa las fronteras nacionales.

Integrada en el grupo de las cuatro lenguas «mundiales» o «mayores» -junto al chino, hindi e inglés-, es hoy la segunda lengua de comunicación internacional, solo aventajada por el inglés. Un hecho inequívoco.

Dos procesos relativamente novedosos dibujan, además, un horizonte promisorio para su crecimiento a medio plazo. Uno es el formidable avance conseguido en la normativización consensuada, gracias al desarrollo del programa de política lingüística panhispánica desarrollado desde 1999 con la participación de las veintidós corporaciones que integran la Asociación de Academias de la Lengua Española. Sus frutos están a la vista: gramática, ortografía y diccionario comunes. La posición aventajada que ello proporciona al español en su condición de lengua internacional es innegable. No se olvide que los lenguajes matemático y musical, los más normativizados, son también los más universales.

El español, patrimonio comúnDel segundo proceso, que pertenece al campo de la demolingüística, las noticias más recientes nos han llegado con ocasión de las elecciones en Estados Unidos. Si en 1960, cuando Kennedy fue elegido, apenas sumaban medio millón los hispanos con derecho a votar, en este noviembre han podido acudir a las urnas 32 millones, siendo, por cierto, decisivo el voto de la minoría hispana para la victoria de Biden en Estados devenidos clave, como Nevada y Arizona. Mucho más que una promesa: asentado de hecho como segunda lengua de parte significativa de los Estados Unidos, el español tiene asegurado ser la segunda lengua internacional durante todo el tiempo que se prolongue la preponderancia económica y la hegemonía política y militar de ese gran país. Geopolítica, economía y demolingüística tienden siempre a entrelazarse.

Así pues, ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de la «lengua vehicular» objeto de espurio mercadeo en el proyecto de Ley Celaá? De un idioma con excelentes cartas presenciales. Lengua plurinacional y multiétnica, el español reúne además importantes atributos -cohesión, limpieza y simplificación ortográfica- que, al facilitar su aprendizaje y potenciar su funcionalidad, le hacen precisamente apto como idioma vehicular. Es, sin exageración, «la otra» lengua internacional de alfabeto latino, «la otra» lengua de Occidente: si el inglés es la lengua sajona universalizada, el español es la lengua románica universalizable.

Desde la óptica cultural, el alto valor de tal patrimonio común -de todos sus hablantes, en cualquier latitud- no ha dejado nunca de reconocerse. A sus dimensiones económicas, siempre más olvidadas, ahora se les presta cada vez mayor atención. Una larga investigación sobre el tema que he codirigido ofrece resultados contundentes, en particular respecto a la capacidad del español para actuar como palanca de intercambios comerciales y flujos de inversión. El español multiplica por cuatro los intercambios comerciales entre los países hispanohablantes, y compartir el español multiplica por siete los flujos bilaterales de inversión directa exterior (IDE), actuando así la lengua común de potente instrumento de internacionalización empresarial, con ahorros muy significativos en el capítulo de costes de transacción, ahorro que se acerca al 2 por ciento del total de ingresos de algunas empresas multinacionales. Dicho de otro modo: eje vertebrador por excelencia -como lengua común- en el terreno cultural, su capacidad dinamizadora de intercambios y oportunidades de inversión facilita también avances de las economías que hablan español en el mercado mundial. ¿Es todo ello lo que se quiere recortar o entorpecer?

Si se atiende al interés general, justo habría que proceder en la dirección opuesta: esta lengua global que es el español, con tanta fortuna en su devenir histórico, pues su expansión durante siglos se ha hecho sin especiales apoyaturas administrativas de promoción, se merece una política de altura. El español ha de considerarse como bien preferente a todos los efectos -también por los Ministerios de Economía y Hacienda- y su proyección internacional, una tarea a largo plazo, con las prioridades que ello comporta en el campo de la enseñanza del idioma, en la elección de las lenguas de trabajo en foros internacionales y en el apoyo, claro está, a todos los procesos de creación cultural y comunicación científica. Una política que transcienda las alternancias gubernamentales y los ciclos políticos, ganando potencia y continuidad. Es lo que demanda el interés general, repito.

El mismo que a la vez exige que la tarea de impulso del español se haga compatible con el cultivo de aquellas otras lenguas nativas con demostrada vitalidad. Todo el orbe hispánico es, por fortuna, plurilingüe. Se incurre en un grave error, con efectos socialmente regresivos -mayores perjuicios para quienes tienen menos recursos-, cuando se provoca la pérdida de competencias en el uso del español al querer privilegiar otras lenguas vernáculas de alcance más reducido. La promoción de éstas no ha de redundar en peor dominio de la lengua mayoritaria -y común, como lo es el español en España-, que abre puertas y posibilidades en una economía y una sociedad globales. Sin duda, visto lo visto estos días en el Congreso de los Diputados, aquí radica uno de nuestros más graves problemas en términos de cohesión nacional: el deficiente desarrollo de una cultura que haga perfectamente compatible el plurilingüismo, tanto a escala de toda la nación como de sus comunidades bilingües, con el mejor dominio general del español.

Quien ama una lengua, ama todas las lenguas. Cada una ha de servir no para aislar, sino para ampliar oportunidades. ¿Cómo, en un mundo crecientemente intercomunicado, puede jugarse al «cerrojo idiomático» (la expresión es de Menéndez Pidal), utilizando la lengua como arma arrojadiza? ¡Correr hacia atrás a toda velocidad!

José Luis García Delgado es catedrático de Economía de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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