El espejismo del gasto social

El discurso político está repleto de argumentos presuntamente inconcusos y, sin duda, rentables a efectos electorales, pero que encierran espejismos que es preciso desvelar. De uno de estos espejismos, como es el del rentámetro, me ocupé hace ya tiempo en este mismo diario. Trataré ahora de otra verdad aparente, que a la postre resulta ser una falacia, como es la que relaciona directamente la magnitud de los gastos sociales con el volumen del Estado de bienestar. Reducido a sus términos esenciales, el argumento sería sencillo: a más porcentaje del PIB en gastos sociales, se correspondería un mayor grado de bienestar.

Es ésta una aseveración recurrente que he oído por última vez, hace unas semanas, de labios de quien, a la altura del año 1993, ostentaba una de las más altas responsabilidades gubernamentales en el ámbito de la política social.

Realizaba, en efecto, la ex ministra en cuestión un análisis somero de la evolución del gasto social, en cuyo curso enfatizó el hecho de que en 1993 se alcanzó el porcentaje máximo - un 24%- del PIB dedicado a gastos sociales, muy superior al actual.

Pues bien, si yo fuera la ex ministra, me cuidaría muy mucho de poner el acento en el dato referido, ya que tal récord de gasto social coincidió - y no precisamente por casualidad- con otra marca histórica: la de trabajadores desempleados, a cuyo máximo del 24,58% se llegó en el primer trimestre de 1994. En otras palabras, el culmen del gasto social, alcanzado en 1993, era debido primordialmente al desmesurado incremento del desempleo. A este respecto, es ilustrativo analizar la evolución de los gastos corrientes en protección social desde 1980 hasta 1993. Para el conjunto de los países de la Unión Europea (de doce miembros), estos gastos, en porcentaje del PIB, subieron 4,6 puntos en este periodo, pero si se excluye la protección por desempleo, el aumento fue tan sólo de 3,8 puntos. En España, durante el mismo periodo, los gastos sociales experimentaron un incremento de 5,8 puntos, que se redujo a 3,7 puntos si se excluye la cobertura del desempleo. En conclusión, el aumento de los gastos en protección social y la aparente convergencia española con los demás países de la UE se debió fundamentalmente al incremento de las prestaciones por desempleo, a causa del paro masivo existente a la sazón.

Así las cosas, conviene recordar que, en su formulación clásica, el Estado de bienestar no se limita a la provisión pública de una serie de servicios, destinados, entre otros fines, a la garantía de rentas, sino que se extiende asimismo tanto a los sistemas asistenciales dirigidos a aliviar la pobreza como, ante todo, al mantenimiento del pleno empleo o, cuando menos, de un elevado nivel de empleo. Por definición, donde hay desempleo masivo no puede existir Estado de bienestar, ya que su finalidad no es garantizar la cobertura del paro a través de prestaciones sociales, sino mantener la ocupación en un nivel que permita reducir el desempleo, si no hasta el 3% que propugnaba Beveridge, cuando menos a cifras no muy alejadas de este porcentaje. Las prestaciones por desempleo no son otra cosa que un sucedáneo. Es más, el incremento de estas prestaciones y, por ende, del total de gastos sociales, a causa del aumento de la tasa de paro, lejos de reforzar el Estado de bienestar, pone en evidencia su fracaso.

A la hora de evaluar el grado de implantación del Estado de bienestar, habrá que tenerse en cuenta, por tanto, las tres patas que lo sostienen y no limitar el análisis al porcentaje del PIB dedicado a gastos sociales. Desde esta perspectiva, cabe preguntarse si era mayor el bienestar en 1993, con un gasto social equivalente al 24% del PIB y una tasa - teórica- de desempleo también del 24% de la población activa o, por el contrario, en la situación actual, con un gasto social en torno al 20% del PIB y una tasa de paro del 8,5% de dicha población. Para mí, la respuesta es inequívoca: no añoro en modo alguno el escenario de 1993.

Así pues, la consideración exclusiva de la magnitud del gasto social puede llevar a conclusiones erróneas, de modo que para llegar a una valoración más ajustada a la realidad sobre el grado de bienestar es menester no sólo saber cuánto se gasta, sino cómo y en qué se gasta, además de contemplar la totalidad de los elementos que definen el Estado de bienestar. Y respecto de cada uno de estos elementos, resultará preciso tomar en consideración tanto los aspectos cuantitativos como los cualitativos.

Si no se hace así, podría llegarse incluso al dislate de predicar inconscientemente las bondades del desempleo como factor de incremento del bienestar. En esta trampa dialéctica cayó, en efecto, en cierta ocasión el Comité Español para el Bienestar Social. En efecto, ante las elecciones de junio de 1993, la Hoja Informativa de tal asociación aleccionaba sutilmente a sus lectores a votar a una determinada opción política, invocando para ello la necesidad de preservar y de garantizar los logros obtenidos en el camino hacia el Estado de bienestar. ¿Y cuáles eran esos logros? La respuesta se encontraba unas líneas más atrás: "Hoy, en España, existen dos pensionistas... y un parado por cada cuatro trabajadores en activo".

En resumen, no hay una relación directa entre volumen de gasto social y nivel de bienestar. Al analizar éste, para no caer en espejismos, no debe considerarse sólo dicho volumen, sino también otros factores. De lo contrario, como le sucedió al comité de marras, una tasa de desempleo del 25% podría ser tenida por una conquista del Estado de bienestar.

Manuel Aznar López, miembro correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.