El espejismo posterrorista

Ibon Etxezarreta es un etarra atípico. El 29 de julio de 2000, en Tolosa, él conducía el coche en el que huyeron los asesinos de Juan Mari Jauregi después de dispararle dos veces en el bar del frontón Beotibar. Fue condenado a 43 años por aquello, pero estando en la cárcel se arrepintió de lo que había hecho, se puso en contacto con Maixabel Lasa, la viuda de Jauregi, y acabó reuniéndose con ella varias veces. Incluso ha participado en alguno de los homenajes que se han tributado a su víctima. Con ocasión de uno de ellos, escribió una carta a la prensa: “Por encima de las crueldades que he realizado durante mi militancia –decía su texto– soy persona y me he dado cuenta del daño causado con esos atentados. Escuchar sus testimonios me ha afectado y me ha dolido”.

Ibon Etxezarreta tiene ahora una perspectiva distinta de su propia existencia: “Escuchar el testimonio de lo crudo que fue que perdieran a su familia te llega, te pones en la piel del otro, genera empatía –le contó el año pasado al periodista Pedro Simón–. Por encima del daño generado, algunos somos personas. Y escuchar testimonios te llega. En la cárcel puedes hacer tiempo sin querer plantearte nunca qué has hecho, poner la mente en blanco a piñón fijo. Hablar es necesario. Nosotros podemos pasarnos años y años en la cárcel sin pararnos a pensar qué hemos hecho ni quién está detrás de ese dolor. Puedes saber un nombre, pero no sabes nada de esa persona ni de su sufrimiento. Desconoces todo, es más: es que prefieres no verlo”.

“Prefieres no verlo”. Ese espontáneo resumen que hacía Ibon Etxezarreta de la postura compartida por tantos miembros de ETA es probablemente un modo de blindarse frente a la gravedad de sus actos, el recurso más inmediato para apagar la voz de la propia conciencia. En la reciente película que recrea las peripecias de Pablo Escobar, el narco colombiano le aconseja a uno de sus hombre que no converse demasiado con el campesino al que debe eliminar: “No hables nunca con un hombre al que después vas a disparar”, le advierte con el mismo tono de voz que emplearía para transmitirle una recomendación gastronómica.

Varias generaciones de etarras actuaron durante décadas con esa estrategia para que los hombres, las mujeres y los niños que iban enviando al cementerio no les crearan dudas o remordimientos. Lo malo es que tampoco ahora quieren saber nada de ellos.

El carácter puramente estratégico del alto el fuego ha impedido cualquier avance de carácter moral en estos cinco años de posterrorismo. Sólo algunos presos han cambiado la razón oficial de la tregua (“Ahora mismo la violencia ya no es eficaz”) por una razón individual más elevada: “Matar y amenazar a otras personas no está bien”. Y la ominosa hipoteca que ha extendido ETA sobre el conjunto del país no se cancelará de verdad hasta que todas aquellas personas que un día decidieron que estaba justificado eliminar físicamente a sus adversarios desanden el camino que les condujo a esa convicción.

Eso, claro, tiene que ver con al arrepentimiento. Y con descubrir a las personas concretas que han padecido sus crímenes, su chantaje, sus intimidaciones o su matonismo: es decir, con las víctimas. “Si algún día los de ETA tienen la valentía de escuchar a las víctimas, se les va a derrumbar todo”, le explicó otro Iñaki Rekarte, otro exmiembro de ETA, a la periodista Leyre Iglesias.

Hay seguramente mas valentía y más audacia en la reflexiones entrecomilladas de Ibon Etxezarreta y de Iñaki Rekarte que en la decisión que años atrás les llevó a empuñar una pistola. Debe de ser difícil cuestionarse la propia biografía y constatar que uno ha estado avanzando durante muchos años en la dirección equivocada. Sin embargo, esa es justamente la tarea pendiente: hasta que los argumentos estratégicos no se conviertan en razones morales, deberemos conformarnos con un sucedáneo de la paz, con un espejismo más o menos brillante y atractivo.

El historiador Gaizka Fernández Soldevilla explica de forma muy didáctica en La voluntad del gudari cómo el 7 de junio de 1968 Txabi Etxebarrieta decidió de forma “libre y voluntaria” asesinar al guardia civil José Pardines Arcay, que estaba tratando de comprobar la matrícula falsa de su Seat 850 Coupé. Aquel primer crimen fue a su vez el desenlace de toda una serie de decisiones anteriores que se justificaron apelando al franquismo, a Argelia, a Indochina, al proletariado, al euskera o a la batalla de Roncesvalles, pero en aquel escenario hubo otras muchas personas que se sintieron interpeladas por las mismas injusticias, idénticos ideales y parecidos agravios históricos —reales o ficticios—, y que sin embargo trataron de alcanzar sus aspiraciones sin utilizar la violencia y sin necesidad de matar a nadie.

Esa diferencia radical se hizo aún más manifiesta cuando llegaron la democracia, los partidos políticos, la Constitución y las autonomías: ETA prefirió volcarse entonces en la “acción” para postergar cualquier debate de carácter ideológico, como ha afirmado en alguna ocasión Florencio Domínguez. Aunque ya no hay vuelta atrás para tantas personas asesinadas, es preciso que los asesinos -y también quienes alentaron o justificaron sus fechorías- se enfrenten de verdad a sí mismos, a su pasado, a sus crímenes, por mucho que la mayoría siga prefiriendo no verlos, como admitía Ibon Etxezarreta.

Ese sí que podría ser el comienzo de una nueva etapa.

Javier Marrodán es periodista y coautor del libro 'Relatos de plomo. Historia del terrorismo en Navarra'.

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