El espejismo regenerador

Pasados ya sobradamente los primeros 100 días del Gobierno de Pedro Sánchez, parece que la esperanza que despertó fue más un espejismo que otra cosa. No ya porque son patentes los previsibles problemas derivados de la falta de una mayoría suficiente para un proyecto de Ejecutivo estable -que tampoco era el objetivo, al menos inicialmente, dado que la moción de censura tenía como principal finalidad acabar con el insostenible Gobierno de Mariano Rajoy-, sino porque cada día pesan más la herencia y las hipotecas del viejo sistema de partidos. Bajo la apariencia de modernidad que tanta ilusión despertó tanto en cuanto a los perfiles de determinados ministros (y sobre todo ministras) como en cuanto al lenguaje y los gestos, late el alma del turnismo y del clientelismo de siempre.

Sigue funcionando la ocupación de las instituciones por el partido ganador, ya se trate de empresas públicas, del CIS o de cualquier otro organismo público; el cambio de los principales niveles directivos en todos los Ministerios ha sido similar al que realizó en su día Rajoy, y parece tener menos que ver con méritos profesionales que con criterios de afinidad o de pura y simple amistad; funciona a pleno rendimiento el denominado puente de plata, de manera que los puestos funcionariales más apetecibles se adjudican a dedo a los ex altos cargos del PP descabalgados (hoy por ti, mañana por mí). Y ahí siguen los pactos de toda la vida con el PP para repartirse el órgano de gobierno de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial, con la necesaria colaboración de unos cuantos jueces ambiciosos y con ganas de hacer carrera de la única forma en que es posible en España, mediante la proximidad al poder político a través de asociaciones judiciales. Las tímidas reformas regeneracionistas anunciadas -muy bien acogidas por la opinión pública- son rápidamente descafeinadas o postergadas, y los estándares éticos proclamados se rebajan una vez se constata que su falta de adecuación a la realidad social supone un coste político inasumible.

De nuevo, se echan en falta las políticas públicas coherentes y a largo plazo, de manera que con algunas excepciones todo se reduce a una política de gestos y en ocasiones de gesticulación. En definitiva, las grandes cuestiones siguen pendientes y el clientelismo patrio sigue campando a sus anchas, rindiendo pleitesía a los nuevos titulares del Poder. Como siempre. Lo más curioso es ver cómo el PP y el PSOE intercambian sus papeles como Gobierno y oposición sin ningún pudor. A las primeras críticas, la vicepresidenta cuestiona la libertad de expresión, exactamente como hacía el PP de Rajoy. Los filibusterismos y las triquiñuelas parlamentarias que emplea el nuevo Gobierno para aprobar las normas cuando no dispone de las mayorías necesarias o quiere evitar los debates parlamentarios no tienen nada que envidiar a las del PP en su momento. El abuso de los decretos-leyes es constante, entre otras cosas porque todo el mundo sabe que hasta que el Tribunal Constitucional se pronuncie faltan muchos años y para entonces nadie asumirá responsabilidades políticas por las normas declaradas inconstitucionales, todo al más puro estilo Rajoy. Se vetan iniciativas de la oposición que pueden molestar al Gobierno -como la proposición de ley sobre transparencia universitaria- con la excusa de que aumentan el gasto, sea o no cierto. Igual que hacía el PP cuando estaba en el Gobierno. Y, mientras tanto, normas imprescindibles para combatir de forma eficaz contra la corrupción, como la que establece la protección de los denunciantes, duermen el sueño de los justos en el Congreso desde hace más de dos años. Claro que por el camino se van quedando el Estado de derecho y la confianza en las instituciones, pero esto no parece importarle mucho a nadie. En definitiva, aunque no lo expliciten (que a veces sí), está claro que nuestros viejos partidos siguen pensando que el fin justifica los medios. Y el fin, como ocurría también con el PP de Rajoy, parece ser mantenerse en el poder una temporada, aunque no se sepa muy bien para qué.

De nuevo es el problema catalán -que es, en definitiva, el problema español- el que evidencia con más fuerza todas las limitaciones del sistema de partidos actual. El PSOE se aferra al viejo esquema de siempre que tan bien funcionó hasta que los nacionalistas catalanes rompieron el tablero. Más allá de la retórica se sigue intentando el intercambio de favores -normalmente dinero, competencias o retirada de recursos ante el Tribunal Constitucional- a cambio del apoyo a un Gobierno minoritario. Estos acuerdos se venden como muestra de la existencia de una voluntad negociadora pero lo que no se atisba por ninguna parte es la existencia de una estrategia política más a largo plazo, salvo las vagas referencias de costumbre al federalismo o a la reforma constitucional, o a la ley de claridad canadiense como si fueran ensalmos que harían desaparecer el secesionismo por arte de magia.

Incluso se habla de retomar iniciativas cuyo fracaso ha sido evidente, como la recuperación del Estatut declarado inconstitucional en 2010. Mientras tanto, se mira hacia otro lado cuando la desagradable realidad viene a desmentir el discurso oficial y a poner de manifiesto día tras día la existencia de una fractura política y social creciente en Cataluña, ahora aderezada con toques de violencia e intimidación tolerada, cuando no alentada por las propias instituciones autonómicas al servicio del independentismo. La postura de Sánchez en este sentido también empieza a recordar a la de Rajoy: es mejor no hacer nada mientras que la cosa no pase a mayores. Y, por otra parte, la actitud más abierta y dialogante del nuevo Gobierno no parece que haya dado muchos frutos y que el apoyo independentista tiene más que ver con el temor a que un adelanto electoral les lleve a un escenario mucho peor que con una voluntad de alcanzar acuerdos.

Claro está que nadie sabe muy bien en qué momento los ciudadanos se van a cansar de gobiernos incapaces no ya de resolver sino incluso de debatir de forma responsable sobre los problemas básicos que les afectan, ya se trate de la creciente desigualdad, de la digitalización y su amenaza para el empleo tal y como lo conocemos, de la brecha generacional, de la reforma educativa, de la cuestión demográfica, de la sostenibilidad del Estado del bienestar, de la neutralidad y la profesionalidad de las instituciones, de la lucha contra el clientelismo o incluso de la seguridad de las personas no siempre garantizada por lo que estamos viendo en algunas partes del territorio nacional. La desconfianza en el sistema de partidos no para de crecer y ciertamente hay motivos sobrados para que así sea. Y sin embargo, sin partidos que funcionen razonablemente no puede sobrevivir la democracia representativa liberal que es el modelo más idóneo para abordar este tipo de retos por la sencilla razón de que es el único modelo político con la suficiente flexibilidad y pragmatismo para permitir -una vez escuchadas todas las voces- una integración razonable de los intereses de unos, y aunque no sea satisfactorio por completo para nadie, proponer soluciones que nos permitan seguir conviviendo.

Pero, además de unos partidos responsables y con visión de largo plazo, necesitamos también una Administración despolitizada y profesional. Hay que recordar que incluso el mejor Gobierno posible no puede hacer nada si no cuenta con un instrumento eficaz para gestionar y ejecutar sus políticas. Y una Administración pública tan politizada y tan desmotivada como la nuestra sencillamente no lo es. Cabe preguntarse, por ejemplo, cómo es posible que nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores tenga que distribuir como argumentario un powerpoint de un profesor de la Universidad de Córdoba para combatir las mentiras independentistas sobre la calidad de la democracia española. Tenemos además una bomba de relojería en el seno de nuestra Administración con un envejecimiento de plantillas que va a llevar a la jubilación en la próxima década a un millón de empleados públicos, entre ellos buena parte de los que forman parte de los niveles superiores de la Administración. Deberíamos tomarnos en serio de una vez la necesidad de poner al día nuestro sector público y de repensar el modelo de Administración Pública necesario para afrontar los retos apuntados. Lo que está claro es que mientras los organismos públicos sean sólo un botín a repartir entre los partidos y no separemos las carreras políticas de las funcionariales no podremos avanzar.

Por último, hay que señalar que todas las cuestiones apuntadas no se van a resolver ni por un partido de izquierdas ni por uno de derechas, por muchos escaños que tengan, ni tampoco por un bloque de derechas y otro de izquierdas conformado por más de un partido. Por la sencilla razón de que se trata de abordar decisiones que necesitan de grandes acuerdos transversales que superen el eje izquierda-derecha y la política turnista y cortoplacista de siempre. Los nuevos partidos, por su parte, deben de evitar replicar el comportamiento político de aquellos a quienes aspiran a sobrepasar lo que no es fácil dado que los incentivos para hacerlo son muy grandes. En definitiva, estamos hablando de redefinir nuestro Estado social y democrático de derecho para adaptarlo a las necesidades de la sociedad española, tal y como otras generaciones hicieron hace ahora 40 años. Nadie puede quedarse fuera de esa gran tarea.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora de ¿Hay derecho? y miembro del consejo editorial de EL MUNDO.

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