El espesor de la historia

Solemos caracterizar nuestra época por la idea de una especie de compresión del tiempo que motiva que el presente, incluso la actualidad, parezcan empequeñecer el futuro y convertir el pasado en una realidad mucho menos inteligible que en épocas pasadas. Por eso, nuestra reflexión adquiere tintes de indiferencia a largo plazo, de modo que nos parece justificado formular juicios definitivos sobre fenómenos que, sin embargo, merecerían valoraciones prudentes y matizadas. Aún peor, evitamos volver nuestros pasos sobre nuestras valoraciones anteriores aunque de hecho deberían ser revisadas en profundidad.

Tal es el caso, sobre todo, a la hora de analizar una movilización en caliente y expresarnos sobre el fondo de la cuestión a fin de recalcar las características que nos parecen esenciales, incluso estructurales, sin advertir que otras dimensiones de la acción, que aparentemente revisten menor importancia o incluso aparentan ser de muy escasa entidad, son susceptibles de adquirir luego importancia o bien pueden sobrevenir transformaciones realmente importantes.

El espesor de la historiaHe aquí un par de ejemplos de esta cuestión.

En el 2011 se produjo una oleada de luchas en todo el mundo que adoptaron la forma de la indignación : los indignados en España, por supuesto, pero también Occupy Wall Street en Estados Unidos, el movimiento de las tiendas en Israel, el de los estudiantes en Chile, etcétera. Entre las características esenciales de los protagonistas de las acciones o movimientos respectivos hay una que merece toda nuestra atención: en conjunto, han mostrado un gran reparo con relación a los partidos políticos, que habrían podido garantizar, aunque fuera de modo muy parcial, la atención a sus demandas. Los protagonistas en cuestión han surgido del ámbito exterior de la política, al margen de ella, aspecto que a juicio de ciertos observadores era uno de sus principales motivos de atracción.

Ahora bien, ¿qué observamos en la actualidad? La única experiencia en que un movimiento de este tipo ha sabido realmente mantenerse es la de España. Y en este país una fuerza política, Podemos, se ha presentado recientemente, y de modo exitoso, en una especie de prolongamiento de la acción de los indignados. Es cierto que no está exenta de críticas, incluso por parte de los indignados, pero sea como fuere existe una cierta dimensión política que ha venido a reemplazar en medida apreciable a la pureza prístina no política o antipolítica, y cabe proponer la hipótesis, al menos de forma prudente, de que tal dimensión ha permitido que el movimiento perdurara.

Consideremos a continuación las revoluciones en el mundo árabe y musulmán: en un principio, desde la revolución llamada del jazmín en Túnez, numerosos observadores expresaron su entusiasmo a la vista del carácter democrático de la acción, sin hablar de los admirados por el uso hábil e inteligente de internet y de las redes sociales. Luego hubo que matizar inevitablemente el juicio y constatar que, a la par de acabar con un régimen autoritario o de oponerse a él, la propia acción revestía otros significados. Pudo presenciarse, en efecto, el auge más o menos radical del islamismo y se abrió paso la violencia. En Egipto, los militares en el poder no han diferido mucho de todo cuanto encarnó el régimen de Hosni Mubarak; en Libia, el caos sucedió a Muamar el Gadafi; en Siria, la guerra civil no ha puesto fin al poder de Bashar el Asad y el país se hunde en la violencia, etcétera. Únicamente Túnez se ha librado de momento de lo peor.

Los diversos sentidos positivos de los momentos iniciales, el llamamiento a la democracia, las demandas de respeto y de dignidad eran, en efecto, muy tangibles y con razón las recalcaban los observadores. Sin embargo, después de tres o cuatro años, un lapso de tiempo muy corto desde el punto de vista histórico, el diagnóstico debe ser necesariamente más complejo. ¿Y qué se dirá, por ejemplo, dentro de cinco, diez o veinte años ?

Podemos, por supuesto, hacer comentarios en caliente, siempre que estemos bien informados; las lecciones que cabía extraer de los acontecimientos señalados, en su inmediatez, merecen ser retenidas aún al día de hoy. En el caso de los indignados o de Podemos, la perspectiva o el prolongamiento político de las luchas en cuestión sigue siendo un tema importante de debate en el seno de estos movimientos, como también de reflexión desde una perspectiva externa: ¿es necesario, parafraseando a Hegel, valorar el “alma bella”, la pureza de una acción que se mantiene al margen de todo compromiso con la política? ¿No es menester, por el contrario, dar pruebas de realismo y de pragmatismo para considerar la posibilidad del tránsito a lo político? Y, en el caso de las revoluciones en tierras árabes o musulmanas, ¿no es menester decir en voz alta, aunque aún reste tiempo para verlo hecho realidad, que estos movimientos han propiciado la percepción del aliento poderoso de aspiraciones democráticas y han acabado con regímenes autoritarios que parecían haber nacido para perdurar? ¿Por qué no pensar que, en otros contextos históricos, podrían restablecer sus aspiraciones iniciales? ¿Por qué caer en un pesimismo excesivo? ¿Por qué ceñirse, hoy como ayer, a la actualidad, en esta ocasión en lo que concierne a su faz sombría siendo así que en épocas anteriores presentaba una imagen luminosa?

Cabe extraer, al menos, dos lecciones de este puñado de observaciones. La primera es que deberíamos hacer gala de modestia y de un sentido más aguzado del matiz a la hora de entender el presente, siempre complejo y ambivalente. Un presente más fácil de analizar si se considera el espesor histórico en el que se sitúa, tanto antes como después de los acontecimientos. La segunda lección se refiere, hablando con mayor precisión, a las escalas del tiempo que deberíamos articular cuando se trata de fenómenos tan importantes como los evocados en estas líneas: el corto plazo no debería impedir la consideración del plazo medio, por ejemplo unas decenas de años, ni tampoco el plazo más largo. No sabemos qué juicio histórico podrá aplicarse dentro de cincuenta o cien años a, por ejemplo, las luchas que nos han servido de ejemplo a nuestro propósito. Sin embargo, podemos considerar los últimos cincuenta o cien años para intentar situarlas con relación, por ejemplo, a los grandes movimientos que han sido testigos de la descolonización, el fin de las dictaduras en América Latina o la caída del imperio soviético a la hora de reflexionar sobre las revoluciones árabes o musulmanas o sobre el movimiento obrero, los movimientos del 68 o los nuevos movimientos sociales de los años setenta y los de los indignados. Y nada nos impide que consideremos nuevos escenarios y panoramas para pensar el porvenir, tanto a medio como a largo plazo. En consecuencia, ha llegado el momento de dejar de ceñirse a las certidumbres que generan análisis indiferentes a la historia que se hace o que podría hacerse y de recobrar el sentido de la distancia histórica.

Michel Wieviorka, sociólogo; profesor de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.

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