El espionaje volvió a la política colombiana

Duque, de fondo, observa el abrazo del excomandante del ejército colombiano Nicacio Martínez (al centro) con su reemplazo, Eduardo Zapateiro (a la izquierda). Credit Raúl Arboleda/Agence France-Presse — Getty Images
Duque, de fondo, observa el abrazo del excomandante del ejército colombiano Nicacio Martínez (al centro) con su reemplazo, Eduardo Zapateiro (a la izquierda). Credit Raúl Arboleda/Agence France-Presse — Getty Images

El poder en Colombia nos vigila a todos y a sí mismo. El 18 de diciembre pasado, poco antes de las nueve de la mañana, una comisión de la Corte Suprema de Justicia con cincuenta policías judiciales allanó el Batallón de Contrainteligencia Militar, donde hacían interceptaciones ilegales contra políticos de oposición, magistrados, generales y periodistas. En supuestos tiempos de paz, los militares colombianos continúan operando como en los días más oscuros de la guerra contra la insurgencia.

Pero las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) desaparecieron, disminuyeron los combates y el país se asomó al periodo menos violento de su historia moderna. Ahora, con la oportunidad de superar los antiguos métodos de la guerra y avanzar en su institucionalidad, la sociedad colombiana necesita aprovechar los tiempos de paz para fortalecer su democracia todavía inmadura.

La investigación publicada el 13 de enero en la revista Semana reveló que el comandante del ejército, Nicacio Martínez, salió del cargo —en diciembre— por su responsabilidad en la campaña de espionaje y no debido a los “motivos personales” que alegó. Pero el reporte demuestra un asunto mucho más grave: la vigencia de la guerra sucia, ejercida por el Estado. Y también la fragilidad de la política colombiana, que no termina de sacudirse las maneras más primitivas de la guerra.

El Acuerdo de Paz firmado con las Farc hace más de tres años dejó al ejército sin su principal adversario. Y ahora, con las manos más libres, el gobierno colombiano podría combatir otros frentes que siguen activos, como el Ejército de Liberación Nacional —la nueva guerrilla más grande del país, que opera en la frontera con Venezuela—, los grupos paramilitares y las bandas criminales que dominan diversas zonas financiados por el narcotráfico. O podría, además, adaptarse al nuevo panorama y redistribuir los enormes recursos asignados a la seguridad para invertir en herramientas institucionales distintas a los fusiles.

Lejos de eso, el gobierno de Colombia repite vicios que este país pretendía superados. Por ejemplo, la práctica de vigilar de forma ilegal con grandes cantidades de dinero oficial. O la de promover en la estructura militar a los responsables de estos procedimientos, como hizo recientemente el presidente, Iván Duque. Según el reportaje, los equipos utilizados en la operación fueron financiados por la inteligencia de Estados Unidos y tenían como objetivo reforzar la vigilancia y la seguridad nacional.

Por el contrario, las nuevas escuchas ilegales, según la investigación, tenían como objetivos a periodistas; a militares inconformes con las directrices que les exigen bajas a toda costa; a políticos de oposición, o a una magistrada de la Corte Suprema de Justicia. El reportaje sugiere que la inteligencia militar trabajaba al servicio de una parcialidad política, y utilizaba equipos de alta tecnología que fueron comprados para otro fin. En esta suerte de Watergate andino, un militar que habló con la revista dijo que la orden era entregarle información a un político del partido de gobierno, Centro Democrático.

Las interceptaciones ilegales, conocidas en Colombia como “chuzadas”, por desgracia tienen mucha historia en este país. En febrero de 2009, durante el gobierno de Álvaro Uribe, la misma revista reveló pruebas de que el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), el organismo encargado en ese entonces de las labores de inteligencia, había espiado a opositores, magistrados y funcionarios del Estado. En 2011, el DAS fue suprimido por el sucesor de Uribe, Juan Manuel Santos.

A finales de diciembre, Iván Duque despidió al general Nicacio Martínez con honores, como un héroe; pero también ha promovido a otros altos oficiales señalados como responsables de ejecuciones extrajudiciales durante el gobierno de Uribe, su mentor político. El verdadero salto evolutivo de la sociedad colombiana exige justicia en estos casos y la salida del escenario de un cuestionado establecimiento bélico que incluye a militares y civiles todavía con poder.

Sobre las ejecuciones no hay cifras concluyentes, pero la Fiscalía colombiana ha identificado a 2248 víctimas entre 1988 y 2014. Durante la gestión de Duque, nuevos asesinatos atribuidos al ejército han sido probados, como el de Dimar Torres, un excombatiente de las Farc. La violencia oficial en Colombia es un ciclo incesante donde la agresión nunca desaparece; simplemente perdura y se adapta con mínimos cambios de forma.

Iván Duque, casi un desconocido hasta la campaña presidencial de 2018, ganó la presidencia con el respaldo de Uribe, el político más influyente de la vida pública colombiana en los últimos veinte años. Pero Duque no solo heredó los votos. Su gobierno, pretendidamente moderno y con la mirada puesta en el futuro, ha rescatado distintas prácticas que fueron habituales en el mandato de su mentor.

A las ejecuciones extrajudiciales debemos sumar el asesinato de 160 excombatientes de las Farc desde la firma de la paz; 19 líderes sociales en lo que va de 2020 y 83 indígenas solo en 2019. Esta violencia impune y su clima de zozobra en las zonas rurales del país son la principal amenaza contra la implementación del Acuerdo de Paz. Naciones Unidas ha pedido al gobierno un esfuerzo para proteger a los activistas.

En este país urge impulsar una paz que fue acordada, pero que aún no se implementa de forma efectiva. El asunto pasa por cumplir lo firmado, pero también por atender la vieja deuda social que Colombia tiene vigente. Además, es preciso que Duque, su gobierno y su partido despeguen la vista del espejo retrovisor y se sacudan la influencia del viejo establecimiento político. El presidente que habla del porvenir debe comprometerse con él más allá del discurso. Un buen inicio sería investigar, sancionar a los responsables de las “chuzadas”, dejar de elogiarlos y proscribir para siempre el espionaje del ejercicio político. Una Colombia en paz exige superar los métodos de la guerra.

Sinar Alvarado es periodista y escribe sobre Colombia para medios internacionales.

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