El espíritu de la Transición

El tiempo siempre dice la verdad. Cumplidos treinta y cinco años largos de Constitución, España es ahora mejor que entonces y ocupa el lugar que merece en Europa y en el mundo. Nadie de buena fe y con ánimo sereno puede negar la evidencia. Sin embargo, el espíritu flaquea. Prudencia nunca sobra, porque en España la moderación es un milagro: conmigo o contra mí, ideologías excluyentes, prejuicios tribales… A pesar de todo, la sociedad es más madura de lo que parece. En plena crisis económica y con dosis notables de desafección política, no tenemos partidos populistas, xenófobos o contrarios a la Europa posible y no imaginaria. Deberían tomar nota nuestros ilustres socios y vecinos. Eso sí, seguimos anclados en el eterno debate territorial, una y otra vez en primera línea. Recordemos el único principio intangible: el fundamento de la democracia es la soberanía nacional y no la yuxtaposición de una pluralidad de poderes originarios inexistentes. En plena zozobra colectiva, murió Adolfo Suárez y descubrimos el orgullo legítimo por el éxito de la Transición. Por desgracia, también los peores buscan un hueco: hay oportunistas, jugadores de ventaja y manipuladores de «intereses siniestros», como diría Bentham. Será mejor no hacerles caso…

El Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y la Fundación Universitaria San Pablo CEU organizamos conjuntamente unas jornadas académicas bajo el rótulo inequívoco de «Homenaje a Adolfo Suárez». Profesores y periodistas comparten espacio con protagonistas de aquella época que recordamos con nostalgia, pero también con sus hijos e incluso con sus nietos. La Transición fue un hermoso gesto de generosidad colectiva, construido sobre la renuncia a los dogmas y verdades absolutas y la modulación de creencias dignísimas. Todos, casi todos, hicimos un esfuerzo de comprensión hacia las razones y los sentimientos ajenos. Todos, casi todos, hemos sabido honrarnos a nosotros mismos a través de ese elemento común de afecto y liberalidad. Hace muchos años, el 27 de diciembre de 2000, escribí en esta Tercera sobre el principio del honor en Montesquieu como sustento de la Monarquía. Desde esa perspectiva, la función del Rey como árbitro y moderador logra el encaje de una institución marcada en origen por la magia y la sacralidad en la concepción positivista del Estado constitucional. Si me permiten el juicio de un historiador de las ideas, estamos ante un milagro jurídico-político: románticos e ilustrados, historicistas y racionalistas, bien avenidos por una vez.

La España constitucional ha sido, es y será un éxito de todos y para todos los españoles de buena fe. Somos, por cierto, una abrumadora mayoría. La Constitución de 1978 es la mejor de nuestra historia, aunque –al margen de la Pepa– la competencia es más bien discreta. Tenemos un marco muy razonable de convivencia que funciona mucho mejor de lo habitual en estas tierras. En el origen, Don Juan Carlos encontró a la persona adecuada en el sitio preciso. Adolfo Suárez es el ejemplo perfecto del político que conjuga los conceptos clásicos del Renacimiento: virtud, fortuna y necesidad. Su habilidad natural supo atraer a los hados imprevisibles y vencer las trampas y asechanzas del sectarismo de uno y otro signo. Dilthey afirma que la vida es una trama misteriosa de azar, destino y carácter. Nuestro personaje es un arquetipo. Sagaz e intuitivo; inteligente para gestionar las emociones; también valiente, como aquel infausto día en el hemiciclo del Congreso. Toda una lección de dignidad.

El espíritu de la Transición sigue vigente. Lo digo con plena conciencia del problema territorial que nos abruma y de la tristeza cívica que (a ratos) nos invade. Es imprescindible mantener el consenso sobre lo fundamental y, ante todo, sobre las reglas del juego. A partir de ahí, desde el respeto a la ley, existe un amplio margen para el debate sobre políticas públicas. La Transición supo guardar bajo siete llaves algunos demonios históricos que pretenden salir ahora por la puerta de atrás. Sin embargo, ya hemos ganado la batalla colectiva contra el dogmatismo y la intolerancia. El terrorismo nos ha inmunizado contra la exaltación de la violencia como arma política. Por ese camino no volveremos nunca más. Los desleales al proyecto común prefieren una España convulsa y crispada. No conviene hacerles el juego. Se trata de argumentar y de convencer, una y mil veces, con firmeza y con perseverancia. Como profesor que soy, me preocupan especialmente los jóvenes. Vivimos tiempos de inquietud democrática y la política sufre un evidente desprestigio, atizado por gentes cuyas intenciones no siempre son respetables. Algunos disfrutan ahora con la revisión de aquellos años fundacionales. Unos se acuerdan de los «poderes fácticos» y otros abominan del «café para todos» que entonces jaleaban. Comprendo que a cierta edad todos sentimos nostalgia de las viejas polémicas, apasionantes, pero ya prescritas. Porque los jóvenes nos contemplan con indiferencia y, si no queremos decepcionarles, habrá que mirar al futuro y hablar en su propia lengua.

Las señas de identidad constitucional siguen siendo válidas: Estado social y democrático de Derecho, Monarquía parlamentaria, unidad, autonomía y solidaridad. Más allá de aventuras indeseables, no existe otra opción para una sociedad desarrollada en pleno siglo XXI. Con todos sus defectos, España sigue ahí, por encima de los tópicos absurdos o interesados. Como todas las demás, la nuestra es una historia feliz y desgraciada, cuajada de éxitos y de fracasos, audaz y valiente, pero también repleta de errores y de rencores. A la altura de cualquier otra y, por cierto, mucho mejor que la mayoría. Una sociedad dispersa, a veces poco y mal vertebrada, pero forjada en el sacrificio de las clases medias y en un patriotismo natural, lejos de pasiones telúricas y retóricas patrioteras. Bastante tenemos con la crisis económica y con el rumbo incierto que nos imponen algunos valores posmodernos que arraigan con excesiva facilidad. Admiramos, cómo no, a las gentes del 98 por su talento literario, pero no compartimos el pesimismo estéril que tanto daño nos hace en los peores momentos. No podemos derrochar energías limitadas ni cargar con el lastre de la eterna disputa territorial. Por eso, los ciudadanos exigen con razón que los políticos resuelvan problemas reales.

Más allá del ruido artificial, la sociedad española ofrece lecciones diarias de prudencia y buen sentido. Reconoce como merecen a los protagonistas de aquella Transición que nos ha permitido un éxito colectivo como nación y como Estado. A veces nos cuesta asumir la madurez que impone la primacía del sentido de la responsabilidad sobre los aspavientos inútiles. Termino con Borges, tan lúcido como siempre: «Hoy, si se emprende una aventura, sabemos que acabará en fracaso»

Benigno Pendás, director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

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