El espíritu de la Transición

La decisión electoral de la ciudadanía española el 20-D nos ha dejado un tablero parlamentario endemoniado a la hora de plantear la gobernabilidad del país y su agenda política para los próximos años. Es obvio que no estamos en la situación previa a la formación de los gobiernos minoritarios en 1978, 1993, 1996, 2004 ó 2008. Lo de este final de 2015 se parece mucho más al contexto político de la formación del primer gobierno constituyente de la Transición democrática de 1977. Primero, por la fuerte polarización política entre derecha e izquierda; segundo, por la emergencia de un discurso/estrategia muy parecido a la disyuntiva entre reforma o ruptura de entonces, al atribuirle a la etapa bipartidista última el carácter de “régimen obsoleto” por parte de los nuevos actores (Ciudadanos y Podemos), aunque particularmente el segundo; tercero, por la fuerte fragmentación política que eleva la temperatura de la competitividad electoral y complica la definición de alianzas; cuarto, por el agravamiento de la cuestión territorial en Cataluña y el papel reforzado de un nacionalismo radicalizado en la formación de mayorías; quinto, por el acompañamiento, como entonces, de una crisis económica no resuelta o, si se quiere, mal resuelta y que no ha conjurado el peligro de recaída; y sexto, por el grave deterioro de la confianza institucional, causado por una corrupción escandalosa, la ausencia de transparencia y el abuso partidista del espacio público.

Es cierto que contamos con una Constitución y unas instituciones que funcionan; un Estado de bienestar, con problemas de sostenibilidad pero que produce resultados; una experiencia de gobernabilidad y rendimiento institucional envidiables, que han producido en poco tiempo una modernización indiscutible y unas cotas de bienestar y cohesión social inimaginables; unos agentes sociales responsables y un diálogo social sostenido en una España, básicamente, reconciliada. Todo ello con el acompañamiento de una ciudadanía moderada y pragmática, comprometida aunque no muy activa, pero que ha sabido movilizarse cuando la situación lo ha requerido y con una conflictividad social que no ha llegado a la violencia o a la desestabilización social. No vivimos bajo la amenaza de involución o la resistencia de poderes fácticos no democráticos y tenemos la fortuna de haber doblegado al terrorismo interior, aunque no hayamos desenraizado, del todo, su mala hierba ni suturado las heridas que ha causado, a pesar de que ahora tengamos que lidiar con la amenaza de la radicalización y el terrorismo yihadista. Estamos en la UE, la OTAN, formamos parte de alianzas internacionales comprometidos con la defensa de las libertades, el desarrollo y la paz mundial, por lo que somos reconocidos y respetados.

Contamos, por tanto, con un gran capital político a preservar, pero que nos sirve de palanca para afrontar los nuevos retos. Tenemos incertidumbres, como entonces, pero hoy son muy distintas, lo que no implica que no sean abordables, ni superables. Para ello, al igual que en la Transición, necesitamos élites, ni más ni menos inteligentes, pero si alentadas por idéntica generosidad y el mismo imperativo del acuerdo y del consenso por encima de la necesidad de competir urbi et orbe o de recurrir al acoso y derribo del definido como “enemigo” y, por lo tanto, sin vetos al que no es más que un conciudadano adversario o competidor.

Con un compromiso ciudadano moderado y activo desde 2011 y una movilización electoral modesta en términos relativos (73%), las urnas nos han dicho a todos que no podemos seguir como si nada pasara. El cambio cualitativo en el sistema de partidos expresa, claramente, la exigencia de que hay que cambiar la forma de hacer política sin rupturas. Con casi 13 millones de votos, el 51% del apoyo electoral y el control del 61% de la representación parlamentaria, los dos grandes partidos (PP y PSOE), que han monopolizado el sistema institucional desde la transición, tienen la responsabilidad y la oportunidad (quizás la última) de seguir encabezando la agenda de reformas requerida. Al tiempo que una parte significativa de sus electorados les ha retirado el apoyo: 3,5 millones al PP (el 33% desde 2011) y casi 6 millones al PSOE (el 51% desde 2008), respectivamente.

Al margen de los que se hayan quedado en la abstención o los que tengas otras procedencias, la mayoría (de esos casi 9 millones) han entregado su descontento y el control de sus demandas de cambio a dos actores nuevos (Podemos con un 21% de los votos y 69 escaños y C’s con el 14% y 40, respectivamente), que, sumando algo más de un tercio de los votos entre ambos (34,6% de los votos y un 31% de los escaños) tienen la capacidad y la responsabilidad de condicionar, si no protagonizar, el juego político a partir de este momento. Ellos son los grandes beneficiarios, por el centro reformista y la izquierda rupturista y antisistema, de las carencias, incumplimientos y contradicciones de la gestión de socialistas y populares. Pero la aritmética y la política también han dicho que unos y otros tienen que contar con los nacionalistas (sobre todo vascos y catalanes), quienes, algo debilitados y más radicalizados, son necesarios, también, para abordar los grandes problemas del país e imprescindibles para encauzar la endiablada agenda territorial.

En estas circunstancias, nuestras élites políticas tienen que elegir entre una dinámica centrípeta y moderada u otra centrífuga y pendular, por un lado, y entre una estrategia de largo alcance y con sentido de Estado o el corto plazo y los puros intereses competitivos y partidistas, por el otro. En la transición, y a la vista del mal recuerdo republicano, se optó por descartar las segundas. Por lo demás, la primera es la que predomina, normalmente, en la formación de mayorías o en la gobernabilidad de las democracias consolidadas de la Europa continental, que se refuerzan con políticas de gran coalición en determinadas situaciones excepcionales (por ejemplo, Alemania o Italia) o en la propia UE.

Todo apunta a que nuestra situación es excepcional y que lo que está en juego no es, simplemente, un programa de gobierno para cuatro años, sino mucho más: una densa agenda reformista y de acuerdos de Estado que requiere el concurso de una mayoría cualificada, que va más allá de una simple mayoría ajustada e inestable de gobierno bipolar. En 1977 ésto se hizo con un gobierno minoritario en un ambiente de consenso y lealtad recíproca. El momento es histórico y, como entonces, requiere responsabilidad, moderación, generosidad y pacto por parte de nuestras élites, arrinconando las viejas mañas partidistas y las tentaciones ideologizantes y polarizadoras para conjurar el peligro de vetos, revanchismos y estrategias antisistema.

Francisco J. Llera es catedrático de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco y Director del Euskobarómetro.

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