El espíritu de la Transición

La Transición española atrajo la atención de historiadores, científicos sociales y dirigentes políticos de otros países porque fue tomada como un modelo exitoso del que podían extraerse claras lecciones.

Han pasado ya cuatro décadas desde que comenzó, forma parte de la historia, pero en los últimos años se ha convertido también en objeto de controversia política para examinar y enjuiciar los defectos de nuestra democracia. Hay lecturas para todos los gustos, desde las que plantean la necesidad de una “segunda Transición” a quienes, ante la crisis actual y las dificultades para formar gobierno, reivindican su supuesto “espíritu” de convivencia y reconciliación. Suelen ser lecturas sesgadas, alejadas del conocimiento histórico y puestas al servicio de los proyectos políticos del presente.

Vistas las cosas desde su fruto final, todo parece, efectivamente, feliz. Porque aunque hubo que superar numerosos conflictos y obstáculos como montañas, desde una larguísima dictadura se pasó en tan sólo unos años a una democracia plena. Nada que ver con la traumática historia de España hasta entonces. Pero, ¿fue ese milagro consecuencia del llamado “espíritu de la Transición”?.

Poco espíritu de convivencia y reconciliación tenía el presidente del primer Gobierno de la Monarquía, Carlos Arias Navarro, nombrado por Franco, ratificado por el nuevo Rey, enemigo de cualquier cambio que amenazara la perpetuación en el poder de la élite política de la dictadura. Y es verdad que otros ministros de ese Gobierno, viejos servidores de Franco, presentaban un perfil más reformista, pero prescindieron de la oposición para su proyecto de reforma política y basaron su autoridad en el control del aparato represivo y de la Administración del Estado franquistas. Ante el aluvión de protestas, conflictos y demandas de todo tipo, la política de orden público de Manuel Fraga Iribarne seguía basada en la represión, la cárcel, las sanciones administrativas, las multas y la censura.

Con esos protagonistas, la reforma no podía ir más lejos. El Rey exigió a Arias su dimisión el 1 de julio de 1976 y nombró a Adolfo Suárez, un joven falangista católico que había pasado por la secretaría general del Movimiento.

Suárez tomó la iniciativa y en menos de un año puso en marcha un proyecto de Ley para la Reforma Política, que sirvió de guía hasta las elecciones generales de junio de 1977, en un escenario sembrado de miedo, terrorismo, recuerdos constantes al pasado traumático y llamadas a la paz, al orden y a la estabilidad. La Unión de Centro Democrático (UCD) de Suárez, constituida cinco semanas antes por grupos de origen muy distinto, ganó las elecciones con el 34,4% de votos y 165 escaños, pero para gobernar no tuvo que pactar con la oposición, el PSOE, 29,3% de los votos y 119 diputados, sino que le bastó el apoyo de los 16 diputados de AP, 13 de los cuales habían sido ministros de Franco.

Y aunque Suárez volvió a ganar en las elecciones de marzo de 1979, las que siguieron a la aprobación de la Constitución, de nuevo sin mayoría absoluta, su figura se deterioró con la misma rapidez con la que había brillado y tuvo que dimitir menos de dos años después, el 29 de enero de 1981, en medio de una profunda división en su partido, de enfrentamientos personales y de presiones de sus principales dirigentes. Cuando se celebraron las siguientes elecciones, en octubre de 1982, UCD, ese conglomerado de facciones y dirigentes procedentes la mayoría del franquismo, apenas sobrevivió con un 7% de los votos y Suárez había creado un nuevo partido, de escasa y corta vida política.

Resulta curioso que quienes más apelan ahora a ese “espíritu de la Transición” sean los herederos directos de AP, el partido que ni siquiera votó unánimemente la Constitución —cinco de sus 16 diputados los hicieron en contra—, y que con la “mayoría natural” que reclamaba Fraga contribuyó a dinamitar a la UCD para recoger después los restos de su naufragio.

La Transición, conducida desde arriba por las élites políticas procedentes de la dictadura, empujada desde abajo por la oposición democrática y una amplia movilización social, puede ser modelo de muchas o pocas cosas, dependiendo del relato, pero será difícil encontrar las virtudes de su supuesto espíritu de pacto, y de superación de los intereses partidistas, en aquellos Gobiernos. A no ser que se defienda la leyenda rosa del pasado ejemplar.

Julián Casanova es, junto con Carlos Gil Andrés, autor de Historia de España en el siglo XX (Ariel).

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