El espíritu de Lincoln

La deriva secesionista, transformada en desafío, ha explicitado abruptamente, en un contexto económico adverso, las disfunciones constitucionales, políticas y financieras del Estado de las Autonomías, así como las insatisfacciones sociales, y hasta psicológicas, de una ciudadanía desorientada, insatisfecha y entristecida. Una formulación, la de las autonomías, novedosa entre las formas de distribución territorial del poder, más allá del uniformizador Estado centralizado y de la inoperante Confederación de Estados, que pretendía resolver la cuestión pendiente de nuestro modelo de organización territorial. Frente a las pretensiones, de unos, de suavizar los rasgos centralizadores del Estado unitario heredado del franquismo, al hilo de una descentralización administrativa, con la traslación del menos ambicioso Estado integral (II República) o Estado regional (Constitución italiana), y las aspiraciones, de otros, de implantar un modelo federal, estigmatizado entonces, tras el cantonalismo de la I República, y el cainismo frentista de la II, se esbozaba una regulación novedosa.

Se aspiraba a diseñar, poco se vislumbraba más de un modelo difuso y abierto en pos de salvar el consenso, que garantizase el intangible principio de unidad –«España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho…» (artículo 1. 2 CE) y «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española…» (artículo 2)–, pero que diera satisfacción a las aspiraciones de autogobierno de las comunidades históricas (Cataluña y el País Vasco). Sin embargo, los deseos no se han cumplido. Las comunidades históricas no se encuentran satisfechas dentro del marco legal a causa de un homogeneizador «café para todos» y de la perenne idiosincrasia reivindicativa de erigirse en EstadoNación. Mientras, el resto de las comunidades autónomas, que no han quedado inmunes al virus identitario y de exaltación de los rasgos diferenciadores y centrífugos, frente a los comunes y centrípetos, encuentran dificultades para articular lealmente, ¡ay, la lealtad!, un discurso integrador, plural, solidario y eficiente.

La malhadada crisis económica, que se extiende sobre una atribulada ciudadanía con enorme virulencia, es una excusa ideal para que una clase política victimista, endogámica y apegada a cortoplacistas réditos electorales apele a los sentimientos más viscerales, y hasta a la mitología, mientras responsabiliza y hasta criminaliza de los problemas, de los comunes y de los propios, al actual modelo constitucional. Al tiempo, la crisis sirve de caldo de cultivo para crear, extender y espolear la creencia de que la responsabilidad se encuentra en España, y de que los problemas derivan de un Estado que pone coto a la recuperación y cercena los derechos. Una falsaria descripción de la realidad. En vez de desplegar, todos juntos, los de aquí y los de allí, los unos y los otros, políticas de compromiso, unidad y esfuerzo, asistimos a propuestas egoístas, insolidarias y anacrónicas.

La pretensión es un despropósito. Constitucionalmente, porque, como dice la Constitución ¡que nos dimos todos!, también los que hoy la ningunean, la soberanía se atribuye al pueblo español. «La soberanía nacional reside –prescribe el artículo 1.2– en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado». Es la Nación española la que sancionó nuestra forma de organización política. En la Constitución no hay contenidos intangibles, pero requiere, si desea revisarse, de la participación de todos y por la forma establecida. Lo contrario es abrir las puertas, ¡ojo al efecto llamada!, a la desestructuración constitucional, la disgregación territorial y la demolición del Estado.

Históricamente, la realidad histórica es tozuda. Cataluña no ha sido un Estado-Nación. Integrada en la plural Corona de Aragón, fue uno de los territorios que conformaron la Monarquía de España. Nada que ver, pues, con el acuerdo de Londres y Edimburgo para celebrar un referéndum. Escocia sí fue un Estado con monarca privativo, desde 1314 hasta 1707, cuando decidió incorporarse al Reino Unido, al tiempo que Gran Bretaña carece de una Constitución racionalizadora y escrita. De la misma manera, tampoco hay cabida para imposibles e insolidarios pactos fiscales. Socialmente, tensiona la vida política, crispa la convivencia y nos acerca al abismo de la desunión. Internacionalmente, es irrealizable. La Unión Europea se construye sobre Estados preexistentes (artículos 4. 2 y 49 TUE), y no ampara –tampoco las Naciones Unidas– veleidades secesionistas en sociedades democráticas que protegen los derechos de todas las comunidades. Y económicamente, supondría un empobrecimiento de España y la ruina de Cataluña. Un referéndum que no cabe asimismo plantear, ya que solo puede instarse «por el Rey, mediante propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizado por el Congreso de los Diputados» (artículo 92.2 CE).

Esto es lo que reseñó la alocución hace unas semanas de Don Juan Carlos, en tanto que Jefe del Estado, y «símbolo de su unidad y permanencia» (artículo 57. 1 CE). Además, políticamente, su admonición fue pertinente, pues a muchos ciudadanos podría haberles llamado la atención, precisamente, su silencio; ya conocen el adagio: quitacetconsentirevidetur, «el que calla otorga». De aquí que los tiempos retrotraigan al espíritu del presidente Abraham Lincoln y su inquebrantable defensa de la Unión: «Una Unión indestructible, de Estados indestructibles».

¿Qué hacer? Primero, firmeza, siempre prudente, y esfuerzo de conciliación, dentro de la legalidad, en defensa de la Constitución. El ordenamiento jurídico prevé la facultad de solicitar del Tribunal Constitucional la suspensión de tan espuria consulta (artículo 161. 2 CE), el recurso ante la jurisdicción contenciosa administrativa de los actos nulos (artículo 62. 1 b LRJ-PAC) y hasta la suspensión total o parcial de la autonomía (artículo 155). Segundo, inteligencia política y grandeza de espíritu. Aunque estamos abocados –necesitamos un pacto de Estado entre nuestras dos grandes formaciones políticas, a las que hay que incorporar a los mayores partidos posibles– a una revisión de la Constitución, tras la confusión reinante después de la reforma de los Estatutos de Autonomía y las disfunciones sobrevenidas. Hay que redefinir la distribución de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas y las relaciones entre la legislación estatal y autonómica, rediseñar la hipertrofiada organización institucional autonómica, asegurar la unidad de mercado y modificar el Senado. De no ser así, seguiremos con la maldición orteguiana de la España invertebrada.

Pedro González-Trevijano, rector de la Universidad Rey Juan Carlos.

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