El espíritu del imperio de la ley

Convocado por la Asociación Mundial de Juristas (World Jurist Association) se celebra hoy en Madrid un homenaje a Ruth Bader Ginsburg, mítica jueza de la Corte Suprema estadounidense y auténtico icono mundial de la lucha por la igualdad de género. Representantes de diversos Tribunales Internacionales debatirán, en un acto apenas sin precedentes, sobre el presente y el futuro del Estado de derecho. Testigo y protagonista será el rey Felipe VI, galardonado por la mencionada asociación, como lo fuera también la jueza Ginsburg, con el Premio Mundial a la Paz y la Libertad, que en su día compartieron con Winston Churchill, René Cassin y Nelson Mandela. El monarca es jurista de formación, y podrá conversar así con sus colegas internacionales sobre lo que los anglosajones denominan rule of law y los latinos el imperio de la ley. Cuestión que algo tiene que ver con los recientes indultos a los dirigentes del movimiento independentista catalán, pero también con algunas aventuradas estupideces pronunciadas por representantes políticos de toda laya.

El espíritu del imperio de la leySobresale entre estas últimas la comparación que el ministro Ábalos hizo entre Mandela y Oriol Junqueras, al que estoy convencido de que la comunidad jurídica nunca distinguirá con un premio semejante al que recibieron los galardonados por la WJA. Contra quienes creen que la frase fue un lapsus o, peor aún, el fruto de la ignorancia, hay motivos para asegurar que se trataba de un intento de introducir el llamado conflicto catalán en el imaginario europeo e internacional. Los brujos visitadores de La Moncloa, y algún que otro de sus momentáneos inquilinos, vienen rebuscando precedentes útiles para explicar en España y fuera de ella las decisiones del Gobierno, no tanto en el caso de los indultos como en el de la cacareada mesa de diálogo con la Generalitat. El Acuerdo de Viernes Santo sobre Irlanda del Norte, el referéndum pactado en Escocia, o el apartheid sudafricano son eventos que algunos miembros del aparato del Partido Socialista y los asesores de imagen del presidente evocan a la hora de inventar sus estrategias. El último en concurrir a ese esfuerzo de internacionalización, con imprudencia manifiesta, ha sido mi amigo António Guterres, secretario general de Naciones Unidas. Al hilo de recabar una solución dialogada con Marruecos en el conflicto del Sáhara, deslizó una inconveniente declaración que se ha interpretado como apoyo a la mesa de diálogo de La Moncloa con el Govern. Y puesto que del Sáhara hablamos ya hubiera gustado a muchos que las fórmulas que emplea Sánchez para referirse al intento secesionista de Cataluña se pudieran parecer en algo a la encendida defensa que hizo de la unidad territorial española ante la reciente invasión pacífica de Ceuta, rechazada casi al grito de “¡a mí la Legión!”.

La permanente obsesión por el relato, a la que me he referido varias veces, está llevando al Gobierno a cometer tropiezos históricos, jurídicos y lingüísticos sin cuento. Cuando el presidente habla del espíritu constitucional de concordia y se refiere a la etimología de la palabra refiriéndose al corazón, se echa en brazos de un populismo bastante cursi. Concordia es palabra puramente latina y, desde que se redactara el Diccionario de Autoridades hace tres siglos, significa unanimidad, conformidad o acuerdo. No tiene que ver con referencias sentimentales a la víscera cardiaca, relativas a la cordialidad, pero no a los pactos políticos, ni tampoco con las concordancias de cualquier género, incluidas las gramaticales aunque su origen etimológico sea idéntico. O sea que el diálogo es importante como dijo Guterres, pero solo como vehículo para alcanzar acuerdos en cuya aplicación no se puede vulnerar el imperio de la ley. Ni en su letra ni en su espíritu.

La concordia constitucional no responde tanto a un sentimiento como a un pacto que establece las reglas del juego en la convivencia. La democracia es un método que permite a los ciudadanos elegir a sus gobernantes en elecciones secretas y periódicas y, sobre todo, decidir cómo y cuándo pueden echarlos. También establece la forma en que esa ciudadanía (We the People en palabras de la Constitución americana) puede controlar los excesos, abusos y mentiras del poder. El espíritu de las constituciones democráticas al que apela nuestro presidente no es otro que el que ya describiera Montesquieu, precisamente en su obra El espíritu de las leyes: la separación de los tres poderes básicos del Estado. Para garantizarla se necesitan instituciones fuertes, pero el Poder Ejecutivo frecuentemente trata de evitarlas. Una enfermedad frecuente de las nuevas democracias es la inversión del papel de los parlamentos. Mediante un sistema de partidos esclerótico y tribal y el uso engañoso de las leyes electorales, lejos de ejercer estos el control de los gobiernos es el Ejecutivo en muchos casos el que controla el Parlamento. La independencia del poder judicial es por lo mismo esencial para el mantenimiento de la democracia. Como es el último baluarte al que la ciudadanía puede acogerse frente al abuso del poder, este trata habitualmente de controlarlo también. En España tenemos un ejemplo estremecedor en la incapacidad del PSOE y el PP para renovar el gobierno de la Justicia y el propio Tribunal Constitucional. Las responsabilidades afectan por igual a los dos partidos, pues ambos pretenden controlar y prever las decisiones de los órganos colegiados. Lejos de contribuir al funcionamiento institucional adecuado, que garantice la independencia judicial, tratan de designar mediante acuerdos a veces inconfesables candidatos identificados con sus posicionamientos ideológicos y, sobre todo, pretenden evitar que el contrario coloque a los suyos. Este auténtico clientelismo es otra forma de corrupción política.

Sobre estas cuestiones y amenazas, que afectan a culturas, regímenes y países muy diferentes, van a versar también los debates de esta semana en Madrid. Se trata de fomentar e instrumentar la lucha contra el abuso del poder, que se escuda a veces en la inobservancia de un principio moral básico de la democracia: el fin nunca justifica los medios. Ni siquiera cuando se exhibe como pretexto la voluntad general o la utilidad pública ni aunque la meta perseguida sea apreciada como conveniente o beneficiosa para la comunidad. Un gobierno democrático no lo es tal si se muestra dispuesto a vulnerar el imperio de la ley. Es lo que hicieron los secesionistas y lo que de continuo prometen volverán a hacer, afirmando con descaro incluso que la democracia está por encima de ordenamiento legal. El propio Pedro Sánchez lo definió con claridad en su libro Manual de resistencia cuando denunciaba que la peculiaridad del conflicto catalán “es que quienes estaban al frente de las instituciones fueron quienes las quebraron”. En no pocos países a ese comportamiento se le llama simple y llanamente traición. Y defendió además abiertamente la aplicación del artículo 155 de la Constitución “cuya pertinencia —dijo— queda acreditada para el futuro porque ha demostrado ser proporcional a la envergadura del desafío”. Esperamos no reniegue de sus propias palabras ni a la hora de establecer el diálogo ni a la hora de exigir a los responsables del desastre que devuelvan el dinero público que robaron para financiar su ambición de poder.

Por lo demás, en un póstumo libro de Ruth Bader Ginsburg, escrito con su ayudante y amiga Amanda L. Tyler, catedrática de Derecho en Berkeley, y presente hoy en Madrid en el homenaje a su maestra, he encontrado dos citas que me parecen ilustrar mejor que nada estas reflexiones: “La Constitución promete a cada cual iguales oportunidades para aspirar, lograr, participar y contribuir a la sociedad basándose en sus talentos y capacidades individuales”. Mas no debe olvidarse que “el arco de la moral universal, aunque largo, termina siempre doblándose en el sentido de la justicia”. Ruth Bader Ginsburg dixit.

Juan Luis Cebrián

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