Ayer falleció en Madrid, a los 103 años de edad, el novelista, catedrático, pensador y académico don Francisco Ayala y García-Duarte. Colaborador de ABC desde diciembre de 1981 publicamos, en su memoria, a continuación, la última Tercera que nos envió.
Días atrás, en la perezosa desgana de una convalecencia, hojeando libros diversos, cayeron mis ojos en un tomo de cuentos de Henry James, sobre el titulado «An International Episode», y, sin ánimo de enfrascarme en él, me detuve por un momento a leer su comienzo. Es ése un relato donde, una vez más, el escritor norteamericano se plantea el tema de la difícil, ambigua y a veces penosa relación entre sus compatriotas y el Viejo Mundo. Aquí, en el cuento a que me refiero, imagina el primer encuentro de dos jóvenes aristócratas ingleses con la gran urbe transatlántica, y, por lo pronto, en la primera página del cuento describe el espectáculo ofrecido por su calle mayor, la vía transversal que cruza Manhattan, tal cual lo percibiría la mirada de esos dos caracterizados europeos. A través de esa mirada extranjera traza el neoyorquino James una estampa deliciosa de su propia ciudad, cuyo texto me entraron ganas de traducir de inmediato; y así lo hice -con perdón- en los términos que siguen.
«Hace cuatro años -en 1874-, dos jóvenes ingleses tuvieron ocasión de ir a los Estados Unidos. Mediado el verano cruzaron el océano y, llegando a Nueva York el primer día de agosto, recibieron el choque de la alta, la tórrida temperatura. Desembarcaron en el muelle y subieron a uno de los elevados coches que llevan pasajeros a los hoteles, y entre empujones y traqueteos siguieron por Broadway adelante. Sin duda que el aspecto de Nueva York en mitad del verano no es el más atractivo, aunque quizá no hay nada que pueda llamar más una atención despierta. De muy otro color y sonido que los de una típica calle inglesa era el interminable y brusco canal, lleno de incongruencias, por el que avanzaban nuestros dos viajeros -mirando a ambos lados la áspera animación de las aceras; la heterogénea arquitectura de tonos vivos; las gigantescas fachadas de mármol blanco que, acicaladas con letreros áureos, parecían reverberar a la crudísima luz; los diversos toldos, estandartes y flámulas; el extraordinario número de omnibuses, carros de caballos y otros democráticos vehículos; los vendedores de líquidos refrescantes; los blancos pantalones y grandes sombreros de paja de los policías; el paso ligero sobre el pavimento de los muchachos a la moda; la común impresión de brillo, novedad y frescor que daban tanto la gente como las cosas. Los jóvenes habían cambiado pocas observaciones, pero al cruzar Unión Square, frente al monumento a Washington, en la sombra misma proyectada por la propia imagen del «pater patriae», uno de ellos le indicó al otro: «Horrible extraño lugar».
Todavía se encuentra en esa plaza, en ese que puede seguir pareciéndole un «extraño lugar» al visitante, el monumento a Washington, que había sido instalado ahí en 1856, pero, sin duda, que cuanto lo rodea ha de haber cambiado mucho de entonces acá. Y, sin embargo... Viejas fotografías de Nueva York, cuyo museo municipal preserva y exhibe cuidadosamente sus recuerdos, nos permiten reconocer, en vistas tomadas durante una época lejana aunque quizá no tan remota como aquélla, los altos, abarrotados coches del servicio público, los carros de caballos, el variado atuendo de los transeúntes deambulando por las calles de esta metrópolis; pero lo que la fotografía de épocas pasadas pudo recoger mediante los matices que van del blanco al negro carece de esa colorida vivacidad que el talento literario del gran escritor ha infundido a su descripción: el abigarrado y chillón desfile de heterogéneos edificios, el resplandor agobiante del estío y, en medio del confuso tráfico, esos inverosímiles policías con pantalón blanco y grandes sombreros de paja.
Sin duda, que todo es hoy muy diferente; y, sin embargo... Precisamente en esos mismos días, cuando en mi ociosa mente daba vueltas la página de Henry James, acertó a venir a verme en casa un joven español recién llegado a Nueva York, y me comunicaba su impresión de la ciudad, y de esa Broadway, vista por él, no bajo los rigores de agosto, como la vieron hace ciento veinte años los ficticios ingleses de James, o como yo mismo la vi hace cuarenta, sino en el clima placentero de un otoño templado. Y aunque tanto la literatura como las artes plásticas han familiarizada todo el mundo con la realidad de este país, y el mundo todo tiende a homologarse haciendo que las ciudades de cualquier parte se parezcan cada vez más las unas a las otras sin que pueda darse ya el contraste que tanto chocó a los personajes jamesianos habituados a las típicas calles inglesas de su fecha, el Broadway de hoy produjo un impacto en mi joven visitante curiosamente análogo, a juzgar por sus palabras, al que se desprende no tanto de las expresiones un poco teñidas de esnobismo de los jóvenes ingleses como la descripción que el novelista hace en la página traducida por mí. Las palabras del muchacho español reflejaban cierta sorpresa admirativa ante el no intencionado atrevimiento de los contrastes, ante la fresca energía del conjunto, ante la bronca vitalidad del ambiente. Se ve que, si casi todo ha cambiado desde 1870 y apenas se mantiene todavía el monumento a Washington en la Unión Square, ese algo difícilmente definible, pero fácil de percibir, que sería el espíritu del lugar, perdura a través del tiempo y de cuantas mudanzas el tiempo trae consigo.
Son éstas, ya lo sé, reflexiones vanas; pero no siempre va a procurar uno ocuparse de graves cuestiones.
Francisco Ayala, de la Real Academia Española.