El espíritu republicano de Dilma Rousseff

El mayor elogio que en Brasil se puede hacer a un político es decirle que tiene “espíritu republicano”. Y al revés, la mayor crítica es que carezca de él. De la presidenta Dilma Rousseff se afirma que lo posee. Si ello supone en los ciudadanos colocar el bien común por encima mismo de los intereses puramente personales, para un político, y más para un presidente de la República, significa colocar el bien general del Estado por encima de todos los intereses.

Decir que la mandataria brasileña posee espíritu republicano supone, pues, que estaría colocando los fines por encima de los medios; el interés del país por encima de los de su propio partido; que está privilegiando la legalidad y la eficiencia, así como la moralización de la vida pública, lo que no siempre le es fácil en un país en el que la corrupción se come miles de millones de dólares cada año.

Tener espíritu republicano significa que en ningún momento puede olvidarse que Brasil es un país laico donde las diversas creencias no deben influir a la hora de legislar sobre las libertades individuales y colectivas. Y significa defender la igualdad para todos, sin excepciones, así como la libertad de expresión y de movimientos.

Como decía Churchill, “sin libertad no existe la república”.

Dicho esto, habría que explicar por qué a la presidenta Dilma se la ve en Brasil como a una política con espíritu republicano.

Esa su conciencia republicana queda a veces patente paradójicamente a través de las críticas que se le hacen, más desde dentro que desde la oposición.

Se la critica a veces por sentirse, más que algunos de los presidentes que la antecedieron, presidenta de la República y no solo primera ministra.

Quizás de esa conciencia que ella revela, de que conoce la fuerza y el poder que en este país posee la presidencia de la República, le vengan las críticas de no ser más gestora que política... O de no aparecer a veces en total sintonía con su partido, el Partido de los Trabajadores (PT). O de no escuchar las sirenas de los que preferirían de ella un mayor control de los medios de comunicación. Es conocida su frase “prefiero el ruido de los periódicos al silencio de las dictaduras”. Una dictadura que ella sufrió en su carne.

Dilma es consciente del poder que tiene. Sabe usarlo hasta el punto de que, a veces, hasta algunos ministros se quejan de ser poco escuchados. Y sabe dar un puñetazo sobre la mesa. Es consciente de que en sus manos está todo el poder ejecutivo. En las suyas y no en las de los partidos.

Al mismo tiempo agrada el respeto que manifiesta por la independencia de los otros dos poderes: el legislativo y el judicial.

Se había corrido días atrás la voz de que no asistiría en los días próximos al acto de toma de posesión del nuevo presidente del Supremo, Joaquim Barbosa, el duro juez instructor del proceso del Supremo que ha condenado a 25 personas entre políticos, empresarios y banqueros por corrupción. Entre ellos a personajes importantes del partido de Dilma y Lula. Enseguida hizo saber que “nunca había pensado en no acudir al acto”.

Esa cierta distancia de algunas posturas radicales de su partido, incluso en su modo de abordar la política económica, algo parecido a lo que ya había hecho su predecesor Lula da Silva al llegar a la presidencia, es uno de los puntos a su favor.

Dilma tiene hoy una conciencia fuerte de que es en primer lugar presidenta de todos los brasileños. De los que entonces la votaron y de los más de 40 millones que le negaron entonces el voto y que hoy se lo están ofreciendo en los sondeos, facilitándole un segundo mandato.

Que una presidenta llegada de la lucha armada, que había militado en los grupos marxistas radicales, apoye hoy la política económica abierta de su antecesor Lula y que no haya cerrado las puertas del país a las empresas extranjeras, es otro de los méritos que se le atribuyen junto con su indiscutible sentido democrático.

A Dilma le quedan dos años de gobierno y un gran desafío. Tiene que acabar con la paradoja de que Brasil sea hoy el sexto mayor receptor de inversiones extranjeras del planeta, con un total de 60.000 millones de dólares en 2012 y, al mismo tiempo, que figure solo en el puesto 130 entre los 185 del mundo con buen ambiente para hacer negocios (Doing Business), quedando al lado de Uganda, Etiopía y Kenia. Todo ello debido al marasmo de la burocracia y de laberintos fiscales, así como a la fragilidad de las infraestructuras básicas del país.

Si en los dos años que le quedan de mandato, Dilma consiguiera reducir solo a la mitad esa maldita burocracia y abrir carreteras, ferrocarriles, puertos y aeropuertos más modernos y funcionales, Brasil se convertiría aún más en la verdadera meca de los empresarios nacionales y extranjeros, ya que es un país rico de materias primas, con uno de los mercados internos mayores del mundo ansiosos aún de comprar y poseer.

Y Brasil tiene el valor añadido de ser hoy seguramente el más democrático de los países emergentes y en desarrollo, lo que no es poco.

Juan Arias

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