El Estado autonómico y el consenso

Hace hoy exactamente cuarenta años de la firma de los acuerdos autonómicos de 1981, que, entre otras cosas, fijaron el mapa autonómico español y establecieron el calendario para la tramitación de los estatutos de autonomía pendientes de aprobación. Suscribieron los acuerdos Leopoldo Calvo-Sotelo, como presidente del Gobierno, y Felipe González, como secretario general del PSOE. No era la primera vez que los dos grandes partidos se ponían de acuerdo sobre la importante cuestión territorial: el título VIII de la Constitución, sobre la organización territorial del Estado, fue uno de los grandes frutos del consenso constituyente. Tampoco fue la última vez: en febrero de 1992, el propio Felipe González, ahora como presidente del Gobierno, firmó con el Partido Popular otros acuerdos autonómicos que permitieron la asunción de nuevas competencias por las comunidades autónomas que habían seguido la vía del artículo 143 de la Constitución.

Tres reflexiones pueden hacerse en este aniversario. En primer lugar, habría que insistir en la importancia de restaurar el consenso en materia territorial. A continuación, convendría recordar las dificultades que rodearon el consenso inicial, de manera que la evidente dificultad que hoy existe para restaurar aquel consenso no sirva de pretexto para no intentarlo. Por último, se impone una defensa del Estado autonómico, sometido hoy a críticas que no son siempre justas. Ha sido mucho y bueno lo obtenido al amparo del consenso de 1978, renovado y ampliado en 1981 y en 1992.

Tras la entrada en vigor de la Constitución y la aprobación de los estatutos vasco y catalán a finales de 1979, el proceso autonómico español comenzó a empantanarse con diversos problemas que no se encauzaron definitivamente hasta el verano de 1981. Se trataba de un desarreglo general cuyos síntomas más conocidos se dieron en la accidentada y conflictiva tramitación de los estatutos de Andalucía y de Galicia. Así, en un estéril debate parlamentario sobre el estatuto gallego que se prolongaba de madrugada, Santiago Carrillo, siempre fino observador del ambiente político, dijo que «recordaba esta noche con cierta nostalgia los tiempos del tan denigrado consenso, porque entonces nos poníamos de acuerdo sobre ideas, sobre concepciones, para asegurar la democracia en este país». En efecto, había empezado la época del desencanto y el consenso constitucional, tan en boga un año antes, necesitaba renovarse. Y se renovó con los acuerdos autonómicos de 1981, que, como escribió mi padre con característica metáfora de ingeniero de Caminos, contribuyeron «a que el curso del proceso autonómico se serenase y pasara (…) de un régimen turbulento a un régimen laminar».

Se dirá que en la actualidad los valores del consenso no parecen ilusionar a nadie en un panorama político coloreado por la confrontación y en el que las franjas extremas cuestionan las realizaciones de la Constitución de 1978. Y aquí entra en escena la necesidad de hacer la apología del Estado autonómico como uno de los principales éxitos de nuestro ordenamiento constitucional. Cabe empezar destacando la estabilidad de la organización territorial autonómica española. El sistema regional francés, cuyo establecimiento es unos años posterior al nuestro, sufrió en 2015 una radical reforma que redujo el número de regiones de la Francia metropolitana de veintidós a trece. Por el contrario, el mapa autonómico español no ha cambiado desde 1981 y tiene visos de adquirir la misma intangibilidad que la división provincial de 1833. Ello obedece, sin duda, a que nuestra geografía constitucional cuenta con un amplio respaldo social, tanto en cada una de las comunidades autónomas como en el conjunto de España.

Desde el punto de vista político, y dado que la vitalidad de una democracia depende en gran medida del número de ciudadanos que se deciden a participar activamente en los asuntos públicos, lo que España debe a las autonomías tiene un valor incalculable, porque han generado auténticos viveros de vocaciones políticas que antes no existían. Por lo demás, la vocación política autonómica puede llegar a tener una dimensión nacional que resulta de gran utilidad. En este sentido, ha habido y hay presidentes autonómicos que, mientras gobiernan de forma efectiva y duradera su respectiva comunidad autónoma, hacen oír en ocasiones señaladas una voz interesante y distinta en el ámbito general español.

Por supuesto, los viveros autonómicos de ciudadanía activa no se agotan con las vocaciones políticas más destacadas. Durante los últimos cuarenta años, numerosas comunidades autónomas han introducido y desarrollado políticas públicas de gran valía, a las que han dedicado su vida profesional muchos políticos y funcionarios. Ocurre que el inventario de esas políticas que funcionan está por hacer. La información correspondiente es difícil de obtener, a pesar de los meritorios esfuerzos de las entidades y de las publicaciones que se dedican a la evaluación de las distintas políticas públicas. Así, al albur de los azares de la vida profesional y de las aficiones, se puede ir uno enterando, por ejemplo, de lo exitoso de la política musical de cierta comunidad autónoma, de la calidad de la gestión urbanística de otra, o de los buenos resultados de la protección del patrimonio histórico en una tercera.

En realidad, si tal información no adquiere mayor relevancia, se debe en gran medida a esa cultura política que durante muchos años ponía el máximo valor en la obtención de transferencias de competencias, que se exhibían como trofeos de caza, y no en su ejercicio. Ni que decir tiene que, desde hace casi diez años y por la fuerza de las cosas, los políticos independentistas de Cataluña no tienen todo el tiempo que deberían para dedicarse a las políticas públicas de que son responsables. Pero eso no era así en la Cataluña anterior a 2012, ni lo es en las demás comunidades autónomas. Confiemos en que el reflujo de la marea independentista coincida con una plena madurez del Estado de las autonomías en toda España, de modo que la energía política se ponga en ofrecer los mejores servicios a los ciudadanos. El modelo, que se basa en el principio de subsidiariedad, es bueno y está ensayado. No hace falta más que gestionarlo con buen sentido y vocación de consenso, como hicieron nuestros gobernantes al suscribir aquellos acuerdos autonómicos en julio de 1981.

Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín es jurista.

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