El Estado autonómico y la unidad de España

Por Santiago Carrillo, ex secretario general del PCE y comentarista político (EL PAIS, 24/11/03):

La unidad de España es un viejo problema que ha acompañado el desarrollo de nuestro país a través de siglos y que está en el fondo de casi todos los grandes conflictos civiles registrados. Es profundamente falsa la idea de que los Reyes Católicos nos dejaran en herencia un sistema unitario idílico en el que los habitantes de esta piel de toro nos hayamos sentido siempre españoles a parte entera. Cada periodo de libertad vivido ha visto replantearse diferencias sofocadas generalmente por la fuerza.

En la transición democrática de los años setenta del siglo XX, volvieron a reaparecer en condiciones nuevas. La experiencia dolorosa y próxima de la Guerra Civil nos había vuelto a todos más juiciosos y responsables Y conseguimos un acuerdo general sobre la base de superar el Estado centralista y de crear el Estado de las autonomías. No fue cosa fácil, y quizá hubo mucho de improvisación. Pienso que alguno de los que apoyaron el sistema autonomista se siente ahora como el aprendiz de brujo; desencadenaron energías y situaciones que no habían imaginado. Hubo entonces quienes manifestaron su oposición hacia esta solución dada por la Constitución del 78; algunos de los más intransigentes tienen hoy un papel decisivo en la dirección del Partido Popular. Pero en 1978 el clima de cambio les había dejado muy reducidos como fuerza parlamentaria. La UCD de la época no era el Partido Popular; con hombres como Adolfo Suárez al frente, la UCD actuó claramente como un partido reformista, abierto a la idea de cambios profundos en el Estado. Y esos cambios, como se demuestra tras 25 años de experiencia, han sido fundamentalmente positivos. Yo pienso que muy positivos. Los progresos de todo tipo alcanzados hasta aquí se deben en una parte muy considerable a las autonomías. Hasta Fraga, que reconoce sus discrepancias con el sistema, en el momento en que se aprobó, desde sus muchos años de presidir la autonomía de Galicia, se ha convertido en autonomista, ¡que ya es decir! Hace casi un año, en unas declaraciones a María Antonia Iglesias, publicadas en EL PAÍS, llegó a afirmar: podemos "entre todos, repensar una España que ya no puede ser la misma que cuando se hizo la Constitución. Porque ha ido creciendo, se ha ido arraigando el principio de autonomía, y eso es bueno".

En esas declaraciones, refiriéndose a Euskadi, Fraga se declara partidario del diálogo como método, incluso con los dirigentes del PNV. Y, a modo de conclusión filosófica, resume el cambio como un proceso civilizador llevado a cabo por los españoles, empezando por él mismo. "Dicho de otro modo", afirma, "reconozco que yo era el primero que tenía que civilizarme".

La existencia de las autonomías ha cambiado radicalmente el contenido y los problemas de nuestro Estado. Chaves, presidente de Andalucía, habla hoy de esta región como de "un poder". ¿Quién se hubiera expresado así hace 25 o 30 años, cuando la noción de poder se identificaba exclusivamente con el poder central?

Bono confiesa que se ha transformado en un regionalista. "Cuando tomé posesión de mi cargo juré defender a Castilla-La Mancha, no al PSOE ni al Gobierno central, sea del partido que sea", declaraba recientemente el presidente castellano-manchego. Relatando su propia experiencia, Bono encadena: "Los ministros en general no veían con buenos ojos el poder emergente de las comunidades autónomas, aunque se trataba de un proceso imparable. Las comunidades autónomas iban creando su poder, su presupuesto, mientras algunos ministros creían que el Estado acababa y empezaba en el paseo de la Castellana".

Poco a poco vamos dándonos cuenta de que, al crear el Estado de las autonomías, hemos puesto en pie diecisiete poderes, con personalidad más o menos acusada; y que estos poderes tienen su propia dinámica. El Estado de las autonomías no fue una pura formalidad como quizá esperaban algunos; cambió hasta las estructuras de los partidos, que, con mayor o menor convicción, se transformaron en partidos federales y vieron aparecer en su seno nuevas jerarquías, no previstas en los Estatutos, pero tan reales como la vida misma. Hasta ahora, el único partido que ha resistido a esa evolución es el Popular, que quizá por eso se ha convertido en un bloque de toda la derecha española o españolista, lo que ayuda a comprender mejor el sentido de su política, que parece orientada ante todo a recuperar un fuerte poder centralista. Pero estoy convencido de que hasta el Partido Popular va a conocer cada vez más en sus propias estructuras las modificaciones que supone el nuevo Estado de autonomías.

Es la existencia de éste -y no el capricho de unos u otros- lo que ha puesto sobre la mesa el tema de las reformas constitucionales y otras. Resulta que la Constitución no desarrolló en su texto todas las novedades que iban a surgir de esta transformación, en parte porque eran difícilmente previsibles, en parte porque quizá muchos de los que la hicimos teníamos una mentalidad más jacobina que federalista. Todos hemos tenido que aprender estos 25 años.

En la Constitución del 78 se introdujo, con el de regiones, el término de nacionalidades. Lo cierto es que existían y existen nacionalidades históricas, con su idioma, su cultura, sus características económicas y otros rasgos propios que la existencia de un Estado común no había borrado.

Parece lógico que en las nacionalidades históricas, donde actúan importantes partidos nacionalistas que incluso ocupan el Gobierno autónomo, sea donde surgen con más fuerza problemas de encaje con el Estado común. Esto es lo que está sucediendo en Euskadi con el famoso plan Ibarretxe. Desde Madrid tendríamos que hacer un esfuerzo para ser objetivos en el enfoque de la cuestión.

Pero el Gobierno del PP rompió el diálogo institucional con el Gobierno vasco; declaró la guerra al plan Ibarretxe y lanzó la acusación de que el plan se apoyaba en el terrorismo etarra. Hizo aprobar en el Parlamento, con el voto del PSOE, la llamada "Ley de Partidos Políticos", que no ha servido más que para convertir en más inextricable la situación, provocando un grave conflicto con el Parlamento de Euskadi. (¿Por qué no se tuvo en cuenta la experiencia de Gran Bretaña, donde el Sinn Fein, brazo político del IRA, no fue ilegalizado y terminó teniendo un papel positivo en las negociaciones de paz?). El Gobierno tocó a rebato en "defensa de la unidad de España", intentando convertir este tema en el sujeto central de las próximas elecciones generales. Resignándose a que esta posición le hiciera perder votos en Euskadi, calculó que, excitando el nacionalismo españolista contra el vasco, podría alcanzar la mayoría en las elecciones generales en España; los ciudadanos españoles, ante el peligro para la unidad de España, olvidarían la guerra de lrak, el Prestige, el decretazo y la política internacional errática de Aznar.

Pero hoy en día ése no es el problema real que amenaza a España. Ibarretxe ha afirmado que su propósito no es romper la unidad española; que lo que desea es un debate sobre el encaje de Euskadi en el Estado español. Lo inteligente desde Madrid hubiera sido, para comenzar, aceptar el diálogo. Puede ser que el proyecto vasco no encaje total o parcialmente con la Constitución; lo dicen algunos juristas. Pero por el momento no es más que una propuesta, y, en tal caso, cuando muchos, incluyendo a Fraga, están proponiendo reformar la Constitución, ¿por qué no dialogar con los nacionalistas y con el Gobierno vasco aunque su propuesta sea dudosamente constitucional?

Yo he participado con Ibarretxe en un debate en la Universidad de Granada y anteriormente en algunas conversaciones. No he discutido en detalle su plan, porque ni siquiera estaba definitivamente formulado. Pero he sacado claramente cuatro conclusiones: 1. Ibarretxe, al proponer su plan, trató de suscitar un debate, de que surgieran contrapropuestas, de intentar consensos y de dialogar con el Gobierno de Aznar, que le dio con la puerta en las narices. Ha intentado también, infructuosamente, dialogar con la dirección del PSOE. 2. Ibarretxe comprende que Euskadi no puede separarse de España, que, si esa cuestión se plantease en referéndum ante los vascos, la mayoría se pronunciaría en contra. 3. Ibarretxe no intentará ninguna consulta popular sobre la cuestión mientras haya terrorismo, y 4. Ibarretxe afirma que sólo trata de lograr un encaje en el Estado que respete hasta el máximo posible el autogobierno y la personalidad del pueblo vasco. ¿Por qué negarse en redondo a toda discusión con él? Una ruptuta sólo estaría justificada políticamente cuando se hubieran agotado todas las posibilidades de entendimiento.

Los juristas dicen que la Constitución no reconoce otra soberanía que la del pueblo español, el pueblo vasco no tiene derecho a ejercer la soberanía. Pero la política no puede ponerse anteojeras. ¿Se imagina alguien que una España democrática y pacífica sea viable si los ciudadanos vascos, catalanes, gallegos o andaluces no estuvieran de acuerdo con su Estatuto de autonomía?

Ahora, cuando diversas comunidades, incluida la andaluza, están pensando en la ampliación de sus Estatutos, es insensato políticamente negarse a dialogar.

Que se nieguen Aznar y el PP yo lo comprendo. Es su arma electoral, con ella piensan repetir mayoría parlamentaria. Con ella y con los "ataques anticipativos" piensan reducir el Estado de las autonomías, las libertades de los pueblos de España, a la más mínima expresión.

Lo que no me cabe en la cabeza es que la izquierda, los sectores progresistas de la sociedad, se plieguen, sean prisioneros de una política que nos precipita en una grave división. Empezando por la izquierda vasca, ¿por qué negarse a debatir? La izquierda vasca tiene en su mano corregir, modificar el plan de Ibarretxe, combatir con razones y argumentos todo lo que en él sea negativo. Negándose a hacerlo y acudiendo a uno u otro tribunal para condenarlo y reprimirlo con la fuerza del Estado se confunde con la derecha y da muestra de no confiar en sus propias razones.

Y en el plano estatal me pregunto por qué el PSOE se pliega a la política del PP y no aprovecha las propuestas de diálogo del lehendakari para ver si hay una vía de solución por el procedimiento de más Estatuto.

En definitiva, el problema político vasco no puede encontrar una solución sólida más que a través de un compromiso entre demócratas nacionalistas y no nacionalistas. Un compromiso en el que unos y otros tendrán que aceptar concesiones mutuas. Eso es lo que habría que impulsar desde Madrid y desde los sectores de izquierda y progresistas de España.

Vamos hacia un momento en que la política española tendrá que abordar cambios incluso en la Constitución para completar el Estado de autonomías. Una tarea así no se resolverá con descalificaciones autoritarias, sino con inteligencia y espíritu de diálogo. Como hicimos en la transición. Si durante ésta fuimos capaces de hacer acuerdos con los reformistas del franquismo, ¿por qué no habríamos de hacerlos con nacionalistas periféricos que fueron históricamente nuestros aliados en la lucha por la democracia?