El estado de ¿qué nación?

El debate parlamentario que comenzó ayer, teóricamente de periodicidad anual, fue adoptado en la época de Felipe González, al estilo de los que se celebran en Estados Unidos, teniendo lugar el primero de ellos en 1983. La intención era la de confrontar la política del Gobierno frente a las críticas de la oposición, pero con una perspectiva más amplia y profunda que el clásico debate de los Presupuestos Generales, también anual, basado generalmente en los detalles antes que en el cuadro del conjunto.

Ahora bien, en esos años iniciales el título del debate era completamente correcto, porque nadie ponía entonces en tela de juicio, salvo los extremistas vascos y catalanes, la Constitución como Norma Suprema que regía en todo el territorio español, ni tampoco se discutía que hubiese más que una sola nación, considerada en una acepción estrictamente jurídica y no sociológica o cultural. La nación, tal y como la entiende la Constitución, equivale al conjunto del pueblo español, que ejerce la soberanía a través de sí mismo, directamente por medio del referéndum o indirectamente por medio de sus representantes.

De ahí que no pueda ser reconocida en los textos legales más que una sola nación, porque únicamente puede haber un sujeto soberano, del que derivan todos los poderes del Estado. Así estaban las cosas hasta que el PSOE volvió a ganar las elecciones en el año 2004, convirtiéndose José Luis Rodríquez Zapatero en presidente del Gobierno. Y entonces con él llegó el escándalo, se podría decir, utilizando el título de aquella famosa película de Vincente Minnelli, a efectos de señalar que con él empezaron los líos jurídicos y políticos, a causa precisamente de dos frases desafortunadas que pronunció entonces y que estamos pagando todavía. Por un lado, antes incluso de ser presidente, dijo aquello de que aceptaría, si ganase las elecciones, un nuevo Estatuto catalán que aprobase el Parlamento de Cataluña, lo cual era una verdadera barbaridad, porque ni se necesitaba un nuevo Estatuto, ni tampoco dijo que, en todo caso, un Estatuto está siempre circunscrito y limitado por la Constitución.

Pero, por otra parte, siendo ya presidente acabó por complicar más las cosas, cuando expuso que «el concepto de nación era un concepto discutido y discutible», echando así por tierra todos los fundamentos del constitucionalismo moderno que se basa justamente en el concepto jurídico de nación, considerada como sujeto soberano, y que obviamente nadie discute. Otra cosa es que se hable de nación plural, o de nación en sentido cultural, pero sin poner nunca en entredicho que la nación, en una Constitución, y en las leyes que la desarrollen, como ocurre con los estatutos de autonomía -y no de soberanía-, no puede ser más que una, porque de lo contrario el edificio constitucional se viene abajo. Basta con echar una mirada a cualquier Constitución europea, para comprobar como el único sujeto soberano es el pueblo o la nación, y como se habla constantemente, por ejemplo, de los símbolos «nacionales» o de la independencia «nacional». En ningún país europeo, incluido los que son Estados Federales, no existe más que un sujeto soberano, una única nación, considerada, como ya he dicho, en su acepción estrictamente jurídica.

Pues bien, en la España actual, las cosas han cambiado radicalmente, porque cuando se está debatiendo sobre el «estado de la Nación», no sabemos realmente si sigue existiendo todavía una sola nación o ya hay por lo menos dos, en espera de que el Tribunal Constitucional, que lleva tres años sin decidirse a pronunciar ni siquiera aquello de que «esta boca es mía», acabará respetando el Estatuto de Cataluña en lo que se refiere a la proclamación de su aspiración nacional, que está incluida con fórceps en el preámbulo y también, subrepticiamente, en muchos artículos en los que se habla de los símbolos «nacionales». En semejante caso, en España habría ya, por lo menos, dos naciones, contradiciendo lo que señala la Constitución. Porque éste es uno de esos casos en que el Tribunal tiene que decidir si la cuestión de la que trata es blanca o es negra, sin que quepan las medias tintas o, dicho en términos técnicos, la sentencia del Tribunal sobre el Estatuto de Cataluña debe ser resolutoria y no interpretativa.

Precisamente, uno de los ya varios ex presidentes del Tribunal Constitucional acaba de escribir un artículo, publicado en la revista Claves, en el que dice que «hay un límite a las sentencias interpretativas, como lo hay para cualquier razonamiento de un tribunal de justicia», porque «cuando un tribunal adopta un discurso tan arriesgado, dicho sea con todo respeto, el daño causado es díficil de calcular». Además, conviene recordar igualmente que el margen de flexibilidad que ofrece la interpretación de toda norma, puede servir a veces para eludirla.

Por consiguiente, esperemos que el Tribunal, en su formación actual, muy discutible, y con una presidenta que está gozando de una prórroga que no reconoce la Constitución, sepa reparar el daño que está haciendo con su tardanza a nuestro sistema jurídico, y deje, de una vez por todas, las cosas bien claras. Pues cada minuto que pasa lo aprovecha el Gobierno catalán, basándose en el controvertido Estatuto, para tomar una medida más, como, por ejemplo, la totalitaria Ley de política lingüística, que una vez adoptada, si se comprueba su clara inconstitucionalidad, supondrá un enorme coste político. Es más: medidas de este tipo se están tomando también en Baleares, y se tomaron en Galicia, porque el ejemplo catalán es nefasto como modelo de emulación, y todo ello, hay que decirlo, se está haciendo con la complicidad de los socialistas.

Un comentarista político, cuyo nombre no recuerdo, señalaba hace meses en una revista extranjera que el problema mayor de España, era que su presidente de Gobierno, salvo la intención de mantenerse a toda costa en el poder, no tenía una idea clara de qué Estado quería. Alguien avanzó que el deseo de Zapatero no era otro sino construir un Estado confederal en la España actual. Pero eso es igual que pedir peras al olmo, porque no existe ningún caso de Estado confederal actualmente en el mundo y, por tanto, en este sector, más vale seguir la famosa consigna de Unamuno de «¡qué inventen ellos!». Es más: si este proyecto bullía en la cabeza de Zapatero, ya ha sido abandonado, dejando paso en su lugar a una esquizofrenia jurídico constitucional.

En efecto, aunque no lo hará, debería dar cuentas en este Debate del estado de la Nación, de cual es su postura con respecto a la forma de Estado para el futuro de España, porque da la impresión de que tiene su mente dividida entre dos modelos. Por una parte, el constitucional ortodoxo, que está encarnando con gran sentido común Patxi López en su primeras andaduras como lehendakari vasco y, por otra, el inconstitucional, de corte confederal, que patrocina el socialista Montilla. López, en su discurso de investidura, tras haberse superado ya las ensoñaciones separatistas de Ibarretxe, ha adoptado una posición sensata, comenzando por declarar su lealtad a la Constitución y al Estatuto de Gernika, para pasar despues a exponer los objetivos que persigue para la sociedad vasca: pluralismo, solidaridad, bilingüismo integrador, respeto a todas las opiniones, derecho a no ser como los demás, etcétera. En otras palabras, precisamente lo contrario de lo que se está haciendo en Cataluña y en Baleares, en donde se puede afirmar que ya no rige la Constitución.

Scott Fitzgeral decía que el hombre era capaz de dar cobijo en su mente a la vez, a dos ideas contrarias y contradictorias. Puede ser que sea así, pero desde luego tal hazaña no debería adueñarse, en ningún caso, de la cabeza de un político. No se puede ser a la vez moro y cristiano, o moro en Alcoy y cristiano en Elche. No se puede ser a la vez constitucionalista en el País Vasco y confederal en Cataluña.

El Debate sobre el estado de la Nación era un magnífico escenario para que Zapatero, poniéndose de acuerdo consigo mismo, definiese de una vez cuál es su proyecto de Estado para España. Sin embargo, su discurso se ha basado, como no podía ser menos, en cuestiones económicas y sociales, en un momento en que la crisis tiene atenazado al país. Pero de nada serviría intentar resolver la economía, si no se tiene antes una idea de adonde nos dirigimos, después de tantas vacilaciones, en la cuestión territorial, porque es fácil borrar las huellas de lo andado, pero caminar sin pisar el suelo es materialmente imposible.

Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.