El estado de alarma no debe seguir

Por un lado, ya, desde la penúltima comparecencia del presidente del Gobierno y los anuncios que manifestó en ella, el estado de alarma no tiene base constitucional, ni legal, ni, por tanto, política para mantenerse.

La Constitución (artículo 116) solo establece el procedimiento para declarar y, en su caso, alargar la duración de los estados excepcionales; pero el alcance concreto de su contenido y su justificación respectiva se recogen en la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio. Y, para que cualquiera de ellos (por tanto, también el estado de alarma) pueda decretarse -con más motivo, prorrogarse-, según su artículo primero, apartado uno, es imprescindible lo siguiente: «Procederá la declaración de los  estados de alarma, excepción o sitio cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes».

El hecho de que se ha iniciado la liberación de la reclusión general de la población, impuesta -anómalamente; pero esta es otra cuestión- al amparo del estado de alarma declarado el 14 de marzo y con vigencia, prorrogada sucesivamente, hasta el próximo 9 de mayo, evidencia aún más si cabe que el problema del coronavirus, que es solo sanitario -y así se ha sostenido desde el principio por el Gobierno y la mayoría parlamentaria que lo ha apoyado hasta ahora, e incluso se ha usado para defender que solo hemos estado en un estado de alarma y no de excepción durante 56 días-, es asumible, gestionable con las competencias de que disponen los poderes públicos de forma ordinaria («mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes», en el lenguaje de la ley).

Por tanto, política y constitucionalmente se debe operar ya con la legalidad ordinaria, cuyo marco parte de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública. Desde aquí, las «autoridades sanitarias competentes» (central, autonómicas, provinciales y municipales) pueden «adoptar medidas de reconocimiento, tratamiento, hospitalización o control cuando se aprecien indicios racionales que permitan suponer la existencia de peligro para la salud de la población debido a la situación sanitaria concreta de una persona o grupo de personas o por las condiciones sanitarias en que se desarrolle una actividad» (artículo 2) y hasta «las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible» (artículo 3).

Medidas, claro es, que han de adoptarse en perfecta coordinación de todos los entes involucrados, cada uno en el ámbito de sus respectivas competencias, y que tampoco se pueden tomar a discreción, esto es, sin discriminar los casos con base racional (por ejemplo, realización de test masivos). Y, por supuesto, dichos poderes públicos deberán ponderar con sumo cuidado el alcance de dichas medidas y su justificación en caso de incidencia en los derechos fundamentales, que no pueden ser en ningún caso suspendidos, ni deliberadamente lesionados.

Daniel Berzosa es profesor de Derecho Constitucional y abogado.

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