El estado de ánimo de la sociedad

Como recordaba en estas páginas José Álvarez Junco, febrero de 2011 fue el punto de arranque de una implosión de reivindicaciones democráticas en numerosos países del mundo árabe. Por aquellas fechas, muchos analistas y políticos miraban de reojo a nuestro país y se preguntaban: ¿y por qué aquí no pasa algo parecido? ¿Por qué la gente no toma las calles y las plazas ante las consecuencias de la crisis económica? Nuestro problema ya no era la transición de una autocracia a una democracia, algo por lo que ya habíamos pasado hace más de 30 años, sino más bien de orden social y económico. La Gran Depresión había devastado algunas partes de nuestra sociedad: el drama de los desahucios, desigualdades crecientes, desempleo asfixiante, una generación que no veía un futuro esperanzador, etcétera. Todo ello nos conducía hacia una creciente desafección ciudadana ante el funcionamiento de nuestra democracia. De hecho, en 2012 se alcanzó el máximo porcentaje de personas que en las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) declaraban estar insatisfechas con el funcionamiento de nuestro sistema político. Nunca tanta gente había estado tan descontenta.

Es en este contexto cuando llega el 15-M y las posteriores mareas de protesta. Solo por recordar unos datos. Según el recuento elaborado por las delegaciones de Gobierno, entre 2012 y 2014 hubo, de media, 130 manifestaciones al día en nuestro país. Y en estos datos no se incluye a Cataluña y País Vasco. Un año antes, en 2011, el número de protestas diarias había sido de 50. Por tanto, en la última legislatura la sociedad se ha movilizado.

El estado de ánimo de la sociedadEs cierto que algunas voces comenzaron a decir: “No es esto, no es esto”. Los jóvenes (y los no tan jóvenes) tomando las plazas o rodeando el Congreso el 25 de septiembre de 2012 hicieron saltar las alarmas. Algunos vieron en estas movilizaciones unos sentimientos de antipolítica, cuando era todo lo contrario. La gente reivindicaba una política distinta. Pero diagnosticar qué nos estaba pasando no era una tarea fácil.

De la misma forma que ha sido un error interpretar esta ola de protesta ciudadana como un ataque a la democracia y a la política, tampoco es correcto mostrar una imagen de la ciudadanía débil e inconsciente de sus derechos. O por lo menos los datos que acabo de presentar no dicen eso. Desde luego que hay recorrido para tener una sociedad mejor, como también lo hay para tener una democracia mejor o una economía mejor. Pero antes de buscar a los responsables de nuestra enfermedad y comenzar a operar, sería positivo saber qué le pasa al paciente.

El 15-M reveló que hay una serie de motivaciones que unen al conjunto de la sociedad. Así, al margen de la brecha generacional, de las distinciones de clase social o de la confrontación ideológica, la mayoría de los españoles está de acuerdo en algunas cosas. La primera es la simpatía que ha habido hacia estas movilizaciones. Como entonces reveló el CIS, el 70% de los españoles aprobaban lo que significó el 15-M. Y las distintas encuestas de Metroscopia han mostrado un grado de simpatía muy constante entre 2011 y 2014. Pero no solo eso. En una encuesta que realizó Metroscopia en junio de 2011, más del 80% de los entrevistados creía que los indignados tenían razón. Es decir, el movimiento del 15-M ha sido visto durante mucho tiempo como algo positivo. Además, esta percepción ha sido muy transversal en nuestra sociedad.

La segunda idea que comparten los españoles es que la política se ha debilitado en los últimos tiempos. En el año 2011, Metroscopia preguntó en sendas encuestas si los Estados tenían menos poder que los mercados. En torno al 80% de los entrevistados se mostraban de acuerdo con esta afirmación. Además, también se cuestionaba si la globalización había debilitado a los sistemas democráticos y casi el 70% se mostraba a favor. Al igual que sucedía con el 15-M, la percepción era muy transversal indistintamente de la edad, la ideología o la clase social. La mayoría de la ciudadanía veía algo que unos años después desarrollaría Ignacio Sánchez-Cuenca en su libro La impotencia democrática.

La tercera idea que está muy extendida es que estamos ante una crisis de representación. Una fractura de estas características se puede deber a diferentes motivos. Por ejemplo, la ciudadanía podría percibir que los principales partidos son indistinguibles en sus propuestas. No es el caso de España, donde todavía se observan claras diferencias ideológicas entre las formaciones. El problema de representación va en otra dirección. En los últimos años, solo el 19% de los españoles ha creído que los partidos han representado a la inmensa mayoría de la ciudadanía y un 25% concedía que podían representar a una parte de los españoles. El mayor porcentaje de personas ha considerado que las formaciones políticas representaban sus propios intereses. Esta opinión no solo es preocupante, sino que además estaba extendida en la población de forma transversal. Además, en el mismo cuestionario se interrogaba a los encuestados sobre el grado de representación del 15-M y el 84% consideraba que este movimiento sí que trataba los problemas que afectaban al conjunto de la sociedad.

En definitiva, los datos de opinión pública nos muestran un estado de ánimo que comparte la mayoría de la ciudadanía. Este estado de ánimo revela dos problemas de gran magnitud: la política (y por tanto las instituciones representativas) ha perdido su capacidad transformadora y los principales actores de una democracia, los partidos, no parecen representar el sentir mayoritario de la población. Estamos, pues, ante un problema político de gran envergadura.

Esta situación ha ido empeorando en la medida que el debate público ha presentado una imagen distorsionada de los representantes y conforme se han ido exponiendo reformas que pueden generar grandes titulares, pero que son poco eficaces para resolver las dificultades de la política. Así, por ejemplo, si parece evidente que las instituciones representativas se han debilitado al perder parte de su poder de influencia, no parece razonable que como solución se aporte reducir mucho más esta influencia o disminuir los recursos que disponemos los representantes para hacer política. Más bien deberíamos buscar un reforzamiento de las instituciones representativas.

Finalmente, lo que nos sucede a los españoles no es algo ajeno a lo que se viene observando en el conjunto de las democracias del sur de Europa. Desde que comenzó la crisis económica, la pérdida de confianza en los Gobiernos y en los partidos está muy extendida en esta parte del continente, mientras que entre los países del norte no observamos esta desafección. Por ello, podríamos pensar que una vez superemos la Gran Recesión el estado de ánimo de la ciudadanía cambiará. Pero, ¿y si no es así? ¿Y si la crisis política se queda con nosotros?

Ignacio Urquizu es profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid (en excedencia) y diputado por Teruel del PSOE en el Congreso.

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