El Estado debajo de nuestra cama

¿A quién pertenece nuestro cuerpo? La respuesta varía según las épocas y las sociedades. Las controversias a las que dan pie el matrimonio homosexual, el aborto y el número de hijos autorizados ponen de manifiesto que no somos totalmente dueños de nuestro cuerpo y que sigue siendo un objeto tanto social como personal. Sin remontarnos demasiado a un pasado lejano en el que han existido todos los supuestos, recordaremos que en China sigue estando prohibido que un matrimonio se quede con más de un hijo. La cuestión es autorizar dos, pero eso está lejos de conseguirse. ¿Qué justifica esta represión? El hijo supone un coste para la sociedad, por lo que sería lógico que la sociedad, «representada» por el Partido Comunista, se encargase de lo que en economía se denomina «externalidades». Es un cálculo equivocado porque los hijos se convertirán en productores y aportarán a la sociedad más de lo que han costado. En realidad, este pseudo-cálculo económico oculta la voluntad de controlar a los ciudadanos en lo más íntimo que tienen.

Pasemos a las sociedades occidentales en las que el debate sobre el debate homosexual divide en estos momentos tanto a Estados Unidos como a Francia. El fundamento de esta controversia deja perplejo. En Francia, que fue cristiana y donde apenas el 5% de la población practica todavía su fe, la oposición al matrimonio homosexual, sinceramente, no debería ser religiosa. Los matrimonios homosexuales no cuestan nada a la sociedad, por tanto, la oposición no es económica. ¿Consideran los heterosexuales casados que la banalización del matrimonio resta valor a su propio compromiso? Pero los divorcios son más numerosos entre los heterosexuales que entre los homosexuales. El debate es aún más paradójico en Estados Unidos, ya que los ciudadanos estadounidenses prefieren por lo general que el Estado se mantenga alejado de su vida, salvo en el caso del matrimonio en el que los detractores y los partidarios de la unión homosexual cuentan con el Gobierno para hacer que triunfe su causa. Es evidente que en el futuro, en Estados Unidos, así como en la mayoría de los países europeos, el matrimonio homosexual se legalizará porque, en el fondo, no se trata más que de un contrato entre adultos que consienten.

¿No se debería seguir adelante con esta lógica hasta el final? ¿Por qué debería el Estado celebrar los matrimonios? Durante mucho tiempo, en Occidente, el matrimonio fue un acuerdo civil entre familias, entre personas, como un contrato personal o un compromiso religioso. Los Estados modernos solo se inmiscuyen en el matrimonio en la medida en que, de facto y legalmente, han sustituido a las Iglesias: la sacralidad del matrimonio ha pasado de la Iglesia, o del

Templo, al Ayuntamiento. Por tanto, sin duda, la legalización del matrimonio homosexual no es más que una etapa hacia el regreso al matrimonio certificado por un contrato puramente privado entre adultos consintientes. Estos contratos serán tan variados como las intenciones y el sexo de los cónyuges, siempre que su unión no perjudique a terceros. El Estado no desaparecerá totalmente, ya que controlará las externalidades, como por ejemplo los derechos de los hijos menores, ya sean biológicos o adoptados, o las cláusulas matrimoniales que vulneren el orden público. A las Iglesias les corresponderá celebrar o no los matrimonios de acuerdo con las exigencias de las religiones elegidas por los contrayentes. Así, el debate sobre el matrimonio homosexual desaparecerá a medida que el matrimonio salga del ámbito de la política.

Falta el aborto, que divide especialmente a los estadounidenses, a los polacos, a los irlandeses y, de nuevo, a los españoles. El Gobierno español no desea revisar la legalidad del aborto, sino que se plantea restringirlo para los menores. En Irlanda, en Polonia y en Estados Unidos, la intensidad de esta controversia refleja las convicciones religiosas de los cristianos, pero también un conflicto de poderes entre las Iglesias y los estados en el que el feto es un elemento espiritual y político. La situación española es más inesperada porque este país se ha vuelto poco cristiano y el aborto es legal en él desde hace 30 años. En la derecha, los partidarios que desean restablecer un derecho de supervisión de los padres sobre los menores actúan, sin duda, en conciencia («a favor de la vida»), pero también para volver a imponer una autoridad paternalista o estatal, o lo poco que queda de ella. Ahora bien, al igual que en el matrimonio homosexual, ¿en qué afectaría esto al Estado? Si el Estado moderno ha sustituido a la Iglesia, admitiremos que puede actuar en nombre de la moral, ¿pero de qué moral en unas sociedades ateas? Y si el Estado es laico y solo es un defensor de la ley, tanto el aborto como el matrimonio o la natalidad solo deberían depender de decisiones individuales. ¿Estamos a favor de la vida? Pues no abortamos y no es necesario llamar a la policía. ¿Queremos casarnos con un cónyuge de nuestro sexo? ¿Por qué razón hay que convocar al alcalde? ¿Queremos casarnos por la Iglesia? Ningún representante del Estado debería interferir.

En resumidas cuentas, es hora de que los Estados se conformen con ocuparse del orden colectivo y no de nuestras decisiones personales. ¿De qué sirve que haya un funcionario debajo de cada cama? Pero los partidarios de la izquierda y de la derecha son inconsecuentes en cuanto al papel del Estado moderno. La izquierda pide más Estado en nuestra vida laboral y menos en nuestra vida íntima; la derecha exige menos Estado en nuestra vida laboral y más en nuestras decisiones íntimas. Sería más coherente, tanto por parte de la derecha como de la izquierda, exigir a un Estado por fin desacralizado que se vuelva a centrar en sus funciones soberanas, lo más alejado posible de nuestros dormitorios.

Guy Sorman

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