El Estado del bien/malestar

Las elecciones españolas 2011 giran, como una ruleta, en torno al Estado del bienestar, con todos los contendientes proclamándose defensores del mismo y acusando a sus rivales de intentar destruirlo. Quienes van más lejos en tal comportamiento son los socialistas, que llegan a presumir de implantarlo en nuestro país y haberlo llevado a su máxima expresión bajo Zapatero. Forma parte de una de las grandes mentiras de la izquierda, pues el Estado del bienestar —básicamente, garantizar por ley la sanidad, el trabajo, la educación y el retiro de todos los trabajadores— no lo creó ella. Lo creó uno de los políticos más conservadores que haya tenido Europa, Otto von Bismark, que ya en el siglo XIX instituyó el seguro de enfermedad, el de accidentes laborales y el de vejez, aparte de la instrucción pública, para los obreros alemanes. Me atrevo a decir incluso que a la izquierda-izquierda tales reformas no le han importado en absoluto, y para demostrarlo ahí tienen la forma como Stalin y Mao trataron a sus campesinos y trabajadores. La izquierda, en su búsqueda de la utopía, del «nuevo hombre», quiere la revolución, despreciando las «reformas burguesas», tal vez por temer que encandilen a quien cree le pertenece: el proletariado.

En nuestro país tenemos que el Estado del bienestar empezó en los años sesenta del pasado siglo, cuando los obreros españoles empezaron a tener un piso, un coche y un trabajo asegurado, algo que, curiosamente, tienen hoy cada vez menos. La Segunda República, ocupada en que «España dejase de ser católica», en cambiar su «alma», en buscarle una nueva estructura territorial y otros grandes proyectos, se olvidó de ellos. Y para ceñirnos a nuestros días, ¿cuáles son los cambios introducidos por el Gobierno Zapatero que le autorizan a proclamarse padrino del Estado del bienestar español? Pues el matrimonio gay, la píldora del día después, el aborto a discreción, el divorcio exprés, el pasar curso con cuatro asignaturas pendientes, el acampar en la calle y, si me descuido, «el botellón». ¿Qué tiene que ver todo eso con el Estado del bienestar, con la política económica, con la social incluso? Todos ellos son derechos individuales, demandas de minorías, no de la sociedad en su conjunto. Estamos, por tanto, ante un travestismo de la política, ante un fraude democrático, al no afectar a la mayoría. Nada de extraño que la poca izquierda que queda acuse al PSOE de imitar al PP. Con una diferencia: el conservadurismo del PP es auténtico; el del PSOE, falso. El domingo sabremos si los españoles se dejan engañar una vez más por sus falacias.

Pero la cuestión de fondo no es esa. La cuestión de fondo a día de hoy es si el Estado del bienestar puede sostenerse. Bastantes dicen que no, que resulta demasiado costoso, dadas las dimensiones que ha alcanzado y las nuevas circunstancias que reinan. Y ponen como ejemplo las pensiones. Estaban estas diseñadas para una población con expectativas de vida de 75 años y una edad de retiro de 70, lo que arrojaba entre cuatro y cinco contribuyentes por jubilado. Pero hoy nos encontramos, por la baja natalidad, el aumento de las expectativas de vida y el recorte de la edad de jubilación, con que cada jubilado tiene que ser sostenido por algo más de dos cotizantes, que pronto serán menos, de seguir las cosas como van. Si a ello se añade que los últimos años de vida son los que más atención médica requieren y que los tratamientos han hecho avances tan espectaculares como costosos, tendremos que también el coste sanitario resulta cada vez más difícil de sostener. Otro tanto puede decirse de la educación y otros servicios sociales, como la dependencia. En una palabra: el Estado del bienestar se está devorando a sí mismo.

¿Es verdad? Solo a medias. Que el Estado del bienestar es sostenible lo demuestra que hay países donde lo es: los escandinavos, Alemania, Holanda, la misma Austria. ¿Por qué es sostenible en esos países y no en el resto del llamado primer mundo? Pues porque esos países han venido ajustándose a los cambio ocurridos en las últimas décadas en demografía, jubilación, productividad, enseñanza y estructura social. Mientras, en el resto se tomaba el Estado del bienestar por una especie de lámpara de Aladino, que bastaba frotarla para que el genio en su interior produjese lo que deseábamos. Que su expansión no es indefinida ni automática lo demuestra que el genio maligno nos ha llevado a la bancarrota. El Estado del bienestar necesita, como todo en este mundo, continuos reajustes para acomodarlo a los cambios que se producen en la sociedad y en el mundo, últimamente vertiginosos. Y si no se le hacen esos reajustes, dicho Estado se convierte en algo tan anticuado como lo son hoy el feudalismo o la monarquía absoluta, es decir, en un freno del desarrollo. Algo parecido ocurre a los «derechos adquiridos», que son coyunturales, y no digamos ya a los «históricos», que ni siquiera son históricos en la mayoría de los casos.

Cuando los alemanes, tras la unificación, se encontraron con que tenían que absorber a 17 millones de compatriotas que llegaban del Este con una mano delante y otra detrás, en un mundo donde las potencias emergentes iban a ser pronto competidoras, acordaron, primero, un Gobierno de coalición entre los dos grandes partidos, y luego un plan para afrontar el nuevo desafío en todos los campos, desde el laboral al social, pasando por el económico y el educativo, que les ha permitido llegar a esta crisis con su capacidad económica e industrial intacta. Naturalmente que tuvieron que hacer sacrificios. Los alemanes llevan ya años jubilándose a los 67 años y han tenido las pensiones congeladas durante varios ejercicios. También han prescindido de aquellas deliciosas «curas» del estrés en los balnearios a cargo de la Seguridad Social y han aceptado el copago en la sanidad pública. Si eso ha tenido que hacer la mayor potencia económica europea, ¿qué hubiéramos tenido que hacer los que vamos muy detrás de ella?

Aunque de poco sirve llorar sobre la leche derramada, como dicen los norteamericanos, y la pregunta del momento es: ¿estamos todavía a tiempo de hacerlo? Pienso que sí. Y no solo porque en este mundo todo tiene arreglo menos la muerte, que en este caso sería despeñarnos por el camino que vamos, sino también porque los españoles hemos pasado por pruebas tan duras o más. Pero para ello necesitamos aceptar la realidad. Y la realidad es que el Estado del bienestar no es una fórmula mágica para crear riqueza de la nada. La riqueza hay que trabajarla, y lo primero que tendrá que hacer el nuevo Gobierno será separar los gastos imprescindibles de los que podríamos llamar suntuarios. Imprescindibles son la sanidad, el fomento del empleo y la educación, único modo de que seamos competitivos. Todo el resto es prescindible, al menos en los tiempos de crisis que atravesamos. Quiere ello decir que no todas las ciudades españolas podrán tener tren AVE, ni aeropuerto, ni palacio de congresos, ni museo diseñado por un arquitecto famoso, ni festival de cine internacional ni premio literario de campanillas, y los españoles tendremos que prescindir de los «puentes», «acueductos», «moscosos» y otras canonjías que hemos ido acumulando en estos años de vacas gordas, pero que no tienen razón ni sentido en los de vacas flacas actuales. Por no hablar ya de las ínfulas de Estado que se dan ciertas autonomías, imitadas paletamente por las restantes. Por ahí se han ido en los últimos años ríos de dinero, y por ahí habrá que cortar, para sostener el Estado del bienestar sobre bases firmes y mantenerlo en sus justos límites.

¿Seremos capaces? Sinceramente, no lo sé. Lo que sí sé es que, de no hacerlo, de seguir como hasta ahora, nos vamos de cabeza a lo que temían nuestros abuelos: a África.

Por José María Carrascal, periodista.

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