El Estado federal en el horizonte español

En un sector de la doctrina (así como en ciertos ámbitos políticos) se afirma que el Estado federal es nuestra meta, hacia la que ahora caminamos de modo imparable.

Se recuerda, con el fin quizás de suavizar el tránsito, que son varias las organizaciones denominadas federales. En los Estados Unidos de América, por ejemplo, el federalismo inicial se transformó en un federalismo dualista (1880-1940) y últimamente se habla allí de un federalismo cooperativo. ¿Cuál sería nuestro modelo? No pueden olvidar los defensores del Estado federal para España que presidentes norteamericanos tan distintos como Eisenhower, Kennedy o Johnson se vieron obligados a intervenir militarmente en diferentes Estados miembros (nuestras Comunidades Autónomas), poniendo bajo su mando a las «Guardias Nacionales» (policías autonómicas), en los momentos críticos de disturbios o de obstrucción a la aplicación de las leyes.

Y este control del poder central sobre todo el territorio nacional fue ya consagrado en leyes de los siglos XVIII y XIX. El texto de la ley de 29 de julio de 1861 –valga como ejemplo– es claro y terminante: «Siempre que en razón de impedimentos o combinaciones ilegales... a juicio del presidente se hiciese impracticable la aplicación de las leyes de los Estados Unidos por el cauce corriente de los procedimientos judiciales...» el presidente «podrá convocar legítimamente a las milicias de cualquiera o de todos los Estados, y emplear aquellas fuerzas navales y terrestres de los Estados Unidos que considere necesarias para lograr la fiel ejecución de las leyes de los Estados Unidos». Y la ley de 20 de abril de 1871 aumenta todavía más los poderes del presidente.

Tras el federalismo dualista, a partir de 1941, la jurisprudencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos de América establece que las medidas económicas necesarias para hacer frente a las crisis no pueden acomodarse a las autonomías locales. Renace la opinión del juez Holmes, se abandona la interpretación dualista y la norma que regula las relaciones entre los Estados y la Unión es el artículo VI, sección 2, de la Constitución: «Las leyes de los Estados Unidos... serán la ley suprema del país».

O sea, que un Estado federal que funcione correctamente no admite ahora la insumisión de las autoridades de uno de sus componentes ni la inaplicación de las leyes de la Federación.

Mis reparos al Estado federal, en el horizonte español, se apoyan en el difícil encaje del mismo, por no decir cabida imposible, en la Constitución de 1978. Pero hay que reconocer que tal vez con un federalismo auténtico quedarían fuera de la escena pública ciertas declaraciones y actitudes retadoras de políticos de las Comunidades Autónomas. Se ofrece en estos momentos un espectáculo que asombra a los observadores extranjeros, especialmente a los que viven en Estados federales.

La Constitución Española de 1978 establece que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» (art. 1.2). La autonomía de las Comunidades Autónomas no es soberanía. Así lo viene proclamando el Tribunal Constitucional. En nuestro ordenamiento jurídico-político, por tanto, se sitúa un poder fundamental, cuyo titular es el soberano pueblo español, donde tienen su origen los restantes poderes, que poseen la condición de poderes derivados.

La Constitución Española de 1978 formalizó jurídicamente una realidad compleja. Fue el Estado de las Autonomías. Pero la Constitución no admite un combinado de partes cada una de ellas con poderes originarios. No es un sistema compuesto el que los españoles decidimos instaurar. Realidad compleja, pero no compuesta. Igual que el árbol que es el resultado de un tronco y varias ramas. La soberanía, el poder originario, reside en el pueblo español. Ninguna de las fracciones de este pueblo posee poderes soberanos. Los que oponen resistencia a la obediencia debida son los rebeldes. En los Estados Unidos de América –modelo para los federalistas– no se toleran.

La igualdad formal de los Estados miembros en el sistema federal no satisface a algunos de los que se lamentan de la presente situación española. Se sueña con un «federalismo asimétrico» sin tener en cuenta que una cosa es la igualdad formal, principio respetado en los Estados federales, y otra cosa es la igualdad real, imposible de mantener en países de diversos desarrollos económicos, además de varias evoluciones demográficas y culturales.

Uno de los principios del federalismo –insisto– es la igualdad formal de las comunidades o Estados que lo componen. Se respetó la regla para que la confederación originaria, en tierras americanas, se transformase en la Federación de Estados Unidos de América. Sin embargo, la eficacia niveladora de las normas constitucionales no fue suficiente para que, dentro de la igualdad formal, surgiesen Estados con más fuerza y potencia que otros. Ante este panorama del federalismo norteamericano, un observador agudo, Ch. D. Tarlton, acuñó en 1965 la expresión «federalismo asimétrico», que ha tenido fortuna en los ámbitos científicos y paracientíficos, con estímulos políticos a veces descarados.

Era una evidencia lo apuntado por Tarlton. El Estado de California no resulta igual, valga el ejemplo, al Estado de Nevada. Frente al gigante económico, dotado además de un enorme poderío cultural y, por ende, político, no cabe oponer el precepto de la Constitución que lo considera igual a los Estados medianos y pequeños. El federalismo asimétrico se fija en la realidad resultante de la aplicación de las normas constitucionales. Los factores económicos, culturales, sociales y políticos entran en juego.

Ahora bien, esto que ocurre con los Estados miembros de una federación sucede igualmente con los ciudadanos de cualquier sociedad. La proclamación de la igualdad de todos ante la Ley no tiene como consecuencia obligada la igualdad real de ricos y pobres, sabios, doctos e iletrados, pudientes socialmente y marginados. El artículo 14 de nuestra Constitución, así como los mandamientos análogos de las otras Constituciones ahora vigentes en el mundo, nos pueden hacer soñar en una sociedad ideal. Es una ingenuidad dar por cierto y seguro lo que no lo es; en este caso, la igualdad de todos.

El federalismo asimétrico, en suma, no es una fórmula constitucional. Difícilmente los Estados medianos y pequeños admitirán que se plasme en el texto, como norma jurídica, la desigualdad real y efectiva. El federalismo asimétrico es una categoría de la ciencia política, en cuanto disciplina interesada por el funcionamiento práctico de las instituciones y la eficacia auténtica de las normas jurídicas.

La conclusión de cuanto queda dicho –que ya expuse con más detalles, el 19 de febrero de este año, en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas– es que el federalismo no es un régimen más descentralizado que el sistema español de las autonomías. De ahí el engaño que sufren los que, para alcanzar el pleno autogobierno, proponen como solución el Estado federal.

Manuel Jiménez de Parga es catedrático de Derecho Político y ex presidente del Tribunal Constitucional.

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