El Estado fragmentado

El debate territorial en España sigue y sigue y me temo que ni una catástrofe en el espacio sideral conseguiría paralizarlo: tal es el empecinamiento que entre unos y otros, aunque más unos que otros, hemos puesto en un asunto que logra arrinconar a los que tienen verdadera relevancia (me remito a la Tercera de ABC del día 6 firmada por Lamo de Espinosa, «El futuro nos arrolla»). De la misma manera que todo lo que arde es bueno para el poema, quiero pensar que todos los argumentos son buenos para el debate. Por eso aventuro la tesis del peligro que corren las estructuras políticas y administrativas con la reforma de los Estatutos de Autonomía.

Y esa aventura la hemos plasmado en un libro de reciente publicación (firmado con Igor Sosa Mayor, «El Estado fragmentado. Modelo austro-húngaro y brote de naciones en España», prólogo de Joaquín Leguina), escrito con deliberado tono polémico. ¿Por qué estudiamos esta experiencia histórica, aparentemente tan lejana? Pues porque, entre nosotros, ese modelo, muerto hace cien años, se ha manejado a lo largo del siglo XX como una fórmula para aglutinar las distintas «naciones» de que se compondría España. Las mismas ideas de «nación de naciones» o de «Estado plural», que tanto se airean, proceden del Imperio austro-húngaro. Hemos querido desmontar ese mito pues aquel pretendido modelo fraguó en un sistema político paralizado por los enfrentamientos «nacionales» y por los problemas lingüísticos.

De otro lado, Austria quiso resolver sus problemas internos privilegiando a uno de sus territorios, Hungría, creando una «dualidad» («Compromiso» de 1867) que se reveló como catastrófica. Estudiamos detenidamente el modo en que se alcanzaban acuerdos entre el poder austriaco y el poder húngaro en temas económicos, financieros, de competencias etc, y en relación con todo ello, el lector avisado sabrá advertir paralelismos con nuestra realidad de estos balbuceos del siglo XXI.
De otro lado, el paso de la «cooficialidad» a la lengua «propia», que se está admitiendo en las reformas, puede conducirnos a un embrollo similar al que padeció aquel Imperio. Parece mentira pero esas noticias referidas a Galicia, donde algunos quieren galleguizar los nombres o las inscripciones de las lápidas, dijérase que están sacadas de nuestro libro pues exactamente lo mismo, con los mismos ejemplos, ocurrió en aquellas latitudes.

Asimismo, y al hilo de las definiciones «nacionales» que se están introduciendo en los Estatutos, sostenemos que la idea de nación es un concepto político periclitado en la Europa Occidental y comunitaria. Fue un concepto revolucionario a finales del XVIII y principios del XIX que, sin embargo, acabó cayendo en las manos de fuerzas reaccionarias a finales de siglo. El hecho de que se mezclara más tarde con el de «patria» y luego con la idea funesta de la raza condujo a lo que todos sabemos.

Airear todo eso ahora es muy caduco y además entraña grandes peligros. España no es una «nación de naciones» pero, atención, si lo fuera, deberíamos callárnoslo y no decírselo a nadie porque las naciones de naciones han acabado como el rosario de la aurora: el citado Imperio austro-húngaro, Yugoeslavia, la URSS ...

A la vista de los textos legales que se están aprobando se corre el riesgo cierto de la fragmentación del Estado. El eslogan puesto en circulación por el PP según el cual «España se rompe» es equivocado porque España es un país serio, con gentes muy valiosas produciendo bienes, servicios, creando cultura, España, en definitiva, sigue siendo ese «asombro de esperanzas» de que habló Pablo Neruda. Pero, si España no se rompe, el Estado se fragmenta. El Estado será incapaz de hacer políticas de largo alcance, de verdadera transformación de la sociedad, o simples reformas, porque se queda sin competencias: lo estamos viendo con el agua, con las inversiones públicas, con la educación, es probable que con la ley-estrella del Gobierno, la de dependencia... Esto es lo que parece -en mi humilde opinión- contrario al pensamiento socialista que, si algunos lo tenemos asumido como propio, es porque siempre hemos defendido un Estado fuerte, único garante de la justicia y único lugar donde anida lo poco que de democracia existe en este mundo. No se entiende que al Estado se le vaya despojando de sus atribuciones y encima que se haga al amparo de esta ideología centenaria, debeladora de las estructuras locales y caciquiles. Tuve el honor de actuar desde un alto cargo en el Ministerio de Administraciones públicas en los años ochenta a las órdenes de los ministros Tomás de la Quadra-Salcedo y Félix Pons, y así veíamos las cosas entonces y así se ven por cierto hoy en el Dictamen del Consejo de Estado, emitido hace poco a instancia del propio Gobierno.

Esta nueva comprensión de los espacios territoriales que propicia el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, una persona a la que recuerdo -de joven- como un lector ordenado y concienzudo, precisamente de los clásicos del pensamiento político, confieso que no la entiendo.

Pero lo cierto es que en esta nueva situación estamos y algunos nos creemos en la obligación o simplemente nos tomamos la libertad de reflexionar sobre ella. El Estado ha sido introducido en un quirófano sin más luz que la de una vela. Y así se instauran mecanismos de bilateralidad que lo debilitan y lo entregan a poderes territoriales que se fortifican y se «blindan». El blindaje de competencias como la citada bilateralidad, que se «cuela» en las relaciones entre algunas Comunidades autónomas privilegiadas y el Estado, son contrarias al Estado federal. Cuando se ha estado aireando la fórmula federal como la mejor solución para articular nuestro Estado, hay que decir bien clarito que la bilateralidad es una amenaza para ese modelo, tal como se sabe en los países federales serios (los Estados Unidos, Alemania...). Pues tal bilateralidad, generalizada, lleva, no al federalismo sino a fórmulas confederales, y es triste que ya podamos empezar a decir en España que «hoy somos más confederales que ayer pero menos que mañana».

Porque tales elementos confederales son un retroceso en la historia y tendría gracia que los asumiéramos nosotros ahora cuando los norteamericanos, en la hora fundacional, es decir, a finales del siglo XVIII, los descartaron abiertamente. No estamos en condiciones de dar lecciones de federalismo a los Estados Unidos.

Me parece que en la hora presente se precisa de un espacio europeo fuerte, de un poder público fuerte legitimado democráticamente que ha de luchar contra aquellas resistencias sociales que son cápsulas donde anidan y se enrocan las injusticias sociales, hoy de alcance y dimensiones globales. Y de ahí, lógicamente, la reaccionaria aberración que supone el Estado fragmentado y las regiones con pretensiones de «Estaditos». Porque para los grandes poderes económicos, comerciales y financieros privados, que son inmensos y centralizados complejos, sometidos a «unidad de dirección», para esos potentes consorcios que atraviesan fronteras como la luz la superficie de un cristal y contemplan el planeta como una inmensa finca sin parcelar, nada resultará más beneficioso que disponer, como interlocutores, de poderes públicos «enanos», de Gobiernos y Administracionespúblicas «bonsais», con competencias falsamente «blindadas», fáciles de manipular y de conducir al huerto de sus propias aspiraciones e intereses. Me parece que la lucha por ese sagrado trofeo que es el interés general exige, tal como ocurre en toda lucha, contar con armas parejas.

Francisco Sosa Wagner, catedrático de Derecho Administrativo. Facultad de Derecho. Universidad de León.