El Estado judicial de los partidos

Un jurista amigo mío me envió hace unos días este mensaje, cargado de humor, referido al ya famoso auto del Tribunal Constitucional (TC): «Artículo 1.3, nuevo, de la Constitución Española: La forma política del Estado es la Monarquía judicial». Me temo que esa humorada sobre la forma política del Estado judicial sea, en realidad, adónde ha llegado el Estado de los partidos que padecemos.

La mutación al Estado judicial de los partidos se inició cuando la mayoría socialista aprobó una enmienda del diputado de Euskadiko Ezkerra Juan María Bandrés por la que el Consejo General del Poder Judicial pasaba a ser elegido enteramente por las dos cámaras parlamentarias. En otras palabras, los partidos pactaban con las principales asociaciones judiciales quiénes entraban en el órgano de gobierno de los jueces. Desde entonces, hace casi cuarenta años, la relación político-judicial ha evolucionado al compás de la partitocracia dominante. En Europa, que importó las primarias estadounidenses tras el derrumbe ideológico del llamado socialismo real como lo hizo con muchas otras mercancías culturales. Los partidos políticos entraron entonces en una fase de personalismo y oligarquización.

Durante el franquismo final, los jueces, mayoritariamente, no eran del régimen. Los más eran conservadores, aunque existió una minoría de izquierdas, frecuentemente más a la izquierda de la socialdemocracia. Pero los miembros de la judicatura, y esta idea me la expusieron magistrados amigos, perdieron la oportunidad de convertirse en activos impulsores de la Transición democrática –mis amigos envidiaban a los jueces norteamericanos identificados con su Constitución de 1787–, cuando el Tribunal Supremo se abstuvo en la legalización del Partido Comunista en respuesta a la consulta del presidente Adolfo Suárez. Con lo cual, resumiendo y a grandes rasgos, los que procedían del antifranquismo desconfiaban de los jueces; la UCD, como en otras cosas, ni frío ni calor; y a su derecha, estos sí, sintonizaban con su mentalidad mayoritaria.

Cuando la lucha política se impone sobre cualquier obligación institucional, como hoy está sucediendo, los precedentes, y hasta el sentido del Derecho desaparecen. En estos últimos días se ha recordado que el TC ha cambiado de opinión en medio de polémicas partidarias, convenientemente jaleadas por unos medios informativos ávidos de conflictos. Por ejemplo, el 5 de febrero de 2007 el magistrado Pablo Pérez Tremps fue apartado por la mayoría de sus colegas del Constitucional de la sentencia sobre el Estatuto catalán con el argumento de que, actuando de catedrático, había trabajado en un estudio sobre ese Estatuto. Este criterio rogorista no fue precedente cuando el mismo TC, en septiembre de 2013, rechazó la recusación de su presidente, miembro activo de aquella mayoría rigorista, pese a que se descubrió que había ocultado su pertenencia al partido político que era parte de la causa que se juzgaba. En diciembre de 2021, el mismo TC decidió, por meritoria sumisión a los mandos partidarios, que «la asistencia reiterada a trabajos y sesiones de una misma fundación vinculada a un partido político o la publicación de innumerables artículos políticos sobre temas que el Tribunal iba a tratar, incluso con calificativos insultantes, no deslegitima a un miembro del Tribunal para fallar sobre esas cuestiones».

Esta cita se encuentra en el seminario titulado 'Debates sobre el Estado', que fue organizado el 26 de octubre de 2022 por las respetadas fundaciones Konrad Adenauer y Manuel Jiménez Abad. De la misma fuente obtengo dos datos, que fundamentan mi opinión. Primero, sobre el Consejo General del Poder Judicial: cuando el PP está en la oposición, el Consejo ha tardado, según las etapas, 22 meses, nueve meses o cuatro años en renovarse; pero cuando los populares gobiernan, ha tardado un máximo de tres meses. Segundo, una revelación de la conjunción partidaria-judicial: el portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó, escribió, con la simpleza impropia de quien había sido jefe de policías, la prueba empírica del dominio partidario sobre la cúpula judicial: «En otras palabras –escribió a los miembros de su grupo parlamentario– obtenemos el mismo numéricamente, pero ponemos un presidente (del Tribunal Supremo) excepcional, un gran jurista con una capacidad de liderazgo y auctoritas, que las votaciones (del Consejo del Poder Judicial) no sean 11-10 sino cercanas al 21-0. Y además, controlando la Sala Segunda (Sala de lo Penal) desde atrás y presidiendo la sala 61 (la sala especial que juzga a los partidos políticos y a los altos cargos de la Judicatura)».

Son ejemplos del pasado, pero las cosas van ahora a peor. En medio del estropicio institucional, el maltrecho Senado tuvo que acatar a ciegas el auto del TC, pues este no fue capaz de justificar su decisión. Mientras tanto, el Gobierno y la mayoría del Consejo del Poder Judicial siguieron pergeñando nuevas actuaciones defensivas, cada vez más temerarias. Y a todo esto, los independentistas y populistas creen que avanzan sin hacer demasiados esfuerzos.

¿Cómo es posible que las formaciones constitucionales no se den cuenta de esta situación tragicómica, protagonizada por personajes propios de la serie 'Better Call Saul' (sobre un exestafador convertido en abogado) que son votados ciegamente por los parlamentarios de ambos partidos? ¿Cómo es posible –repito– que los dos grandes partidos prolonguen esta situación destructiva, salvo que sean insensibles al hondo malestar de nuestra democracia? Este panorama desalentador ¿no debiera llevarles a poner punto y aparte a su inútil enfrentamiento?

La respuesta que encuentro es que se ha construido un sistema monstruoso, que automáticamente funciona solo y que pervierte a los representantes y a las instituciones constitucionales. Ante esto –ya sé que parece imposible–, un gran acuerdo político terminaría con ese malestar.

Juan José Laborda, expresidente del Senado e impulsor de la Red para el Estudio de las Monarquías Contemporáneas (Remco)

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