El Estado residual en la Comunidad menguante

Por Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (ABC, 22/09/06):

ANTE las afirmaciones, reiteradas en sectores políticos diversos, de un Estado residual en Cataluña, una vez que se aplique el nuevo Estatuto, consulto el Diccionario de la Lengua Española y encuentro la siguiente acepción de la palabra «residuo»: «Aquello que resulta de la descomposición o destrucción de algo». Por tanto, quienes diagnostican que el Estado va a ser residual en Cataluña consideran que estamos asistiendo a su descomposición o destrucción.

Yo no participo de esa opinión, pues conservo mi confianza en la mayoría de los españoles, incluido en este sector amplio la mayoría de los catalanes. Las actitudes de los políticos, en cualquier lugar, preocupan cuando carecen de razón y se orientan por caminos disparatados. Pero el buen sentido terminará imponiéndose. Los españoles de mi generación hemos atravesado por momentos muy difíciles, que afortunadamente hemos superado. No sé por qué no hemos de salir triunfantes también del presente desorden.

Si el Estado se descompone, pierde eficacia, deja de ser la institución que protege y ampara. Hemos podido presenciar este verano espectáculos lamentables de sucesos mal afrontados y peor resueltos por la descoordinación de los servicios públicos. El Estado, tanto el denominado «unitario» como el «Estado de las Autonomías», tiene que funcionar correctamente. En los países donde el Estado apenas existe, o es residual, como ocurre en algunas Repúblicas iberoamericanas, la inseguridad predomina en todos los ámbitos de la vida social. Las crisis no son económicas -como a veces se dice-, sino crisis políticas por falta de Estado. La violencia en las calles, con el secuestro exprés frecuente, continuado, prueba la carencia de un Estado eficaz, independiente del título oficial de la República: federal o simplemente Gran República.

Cuando el Estado es complejo la lealtad constitucional entre sus componentes resulta imprescindible. Sin lealtad constitucional, en el caso español, no marcha el Estado de las Autonomías. Hay que comportarse con lealtad, que es un modo de actuar que considera y acata los fines y los valores que inspiran el Ordenamiento. No se satisface la obligación constitucional con la mera observación de lo que en la letra del texto constitucional se estipula. En la Constitución Española, que no menciona expresamente la lealtad, se hacen referencias a la solidaridad, destacando la dimensión económica de la misma. Sin embargo, la solidaridad, pese a su proximidad conceptual con la lealtad, es más restrictiva. Esta última, además, debe aplicarse en unas relaciones que no son sólo las de los poderes centrales y los autonómicos.
Es conveniente insistir en que el principio de lealtad no es una cláusula competencial, sino que, presuponiendo un sistema de competencias ya distribuidas, procura que su funcionamiento no se desvirtúe con el menoscabo de unas como consecuencia del ejercicio de otras, por más que ese ejercicio se ajuste a la literalidad de las normas distributivas o, incluso, a la lógica del sistema que forman todas las cláusulas competenciales. Por otro lado, no es un principio delimitador del terreno propio de cada cual en el marco de competencias compartidas, sino que justamente despliega su mayor virtualidad en el ámbito de las competencias exclusivas. Simplificando quizás las cosas en extremo, la lealtad constitucional, en su dimensión autonómica, se concreta en la obligación de ajustar la conducta propia a la idea de que las competencias nunca se disfrutan con carácter verdaderamente exclusivo, si con ello se entiende que su ejercicio puede ser excluyente. En definitiva, la descentralización del poder no sirve a la disolución del Estado, sino a su mejor ordenación y eficacia, desde el mayor respeto a la libertad del individuo. Libertad, a la postre, cuya defensa es tan inherente a la distribución vertical del poder como a la que en su día teorizó Montesquieu en su dimensión horizontal.

Por eso también la lealtad, como principio, no puede circunscribirse a la sola relación entre el Estado central y las Comunidades Autónomas. En la medida en que se trata de la distribución del poder, también ha de contarse con el que la Constitución confía a los Municipios y garantiza con la autonomía local.

Por último, el proceso de construcción europea, tan necesitado de pautas y directrices, puede encontrar en la idea de lealtad (ahora comunitaria) un valioso canon. Desde nuestra perspectiva nacional, la lealtad impone la obligación de conjugar con inteligencia la defensa de los intereses propios ante las instancias comunitarias, y ello, aunque a menudo se olvide, pasa por asegurar la continuidad del protagonismo del Estado en el proceso de construcción de Europa, única forma de dotar de alguna fuerza operativa a Regiones que por sí solas tendrían una presencia menos significada en ese proceso. En suma, damos un sí a la Europa de las Regiones, pero sólo si éstas se aglutinan en los Estados, verdaderos sujetos de la Unión. Resulta una frivolidad propugnar la descomposición de nuestro medio más eficaz de inserción en Europa: el Estado que todos, Comunidades Autónomas e instituciones centrales, configuran de manera indisociable.
La lealtad es un verdadero principio constitucional, con todo cuanto eso implica. En primerísimo lugar, su condición normativa, lo que lo distancia, por ejemplo, de la mera cortesía del Derecho Internacional y lo aproxima a la buena fe. Aunque sin confundirse con ésta, por cuanto el fin último de la lealtad no es otro que la consecución de una unión más estrecha entre las partes que conforman un todo, el Estado, yendo así más allá del aseguramiento de una expectativa en el cumplimiento del deber ajeno por parte de quien persigue sus propios intereses, sólo circunstancialmente coincidentes con los que defiende quien con él contrata. No estamos aquí en el terreno del Derecho Civil, atento principalmente a la satisfacción del interés particular, sino en el del Derecho Constitucional, consagrado a la conjunción de una pluralidad de intereses en un interés general, común y superior. Creo que ésa es la idea capital del concepto. Con la lealtad se persigue un fin aparentemente contrario al que parece propiciarse con la descentralización política: la comunión más estrecha entre unas partes que, si se relacionan en términos de un movimiento de suyo centrífugo, lo hacen con un evidente propósito de aglutinamiento, que resultará tanto más eficaz y beneficioso cuanto más se favorezca el desarrollo de las capacidades de las partes. Algo que, facilitado por el ejercicio autónomo de determinadas competencias, redunda en beneficio de todos cuando el fruto de esas capacidades ya desarrolladas se incorporan al proyecto común. Descentralizar no es separar o desmembrar, sino tomar lo mejor de cada fuerza para lograr una fuerza mayor, superior y distinta. Esta concepción no es otra, al fin y al cabo, que la que toma cuerpo en el principio de lealtad.

El anunciado Estado residual se proyectaría en una Comunidad menguante. Vuelvo a consultar el Diccionario: «Menguante: Decadencia o disminución de algo».

Efectivamente la trayectoria de Cataluña en los últimos años permite utilizar para ella el calificativo «menguante». Entre la Cataluña que conocí hace medio siglo, al incorporarme como catedrático a la Universidad de Barcelona en 1957, y la actual Cataluña se perciben las diferencias. En varios terrenos Cataluña ha perdido la posición destacada que entonces ocupaba en el conjunto de España. Es motivo de preocupación para quienes amamos a Cataluña. Yo mismo he trabajado allí la mayor parte de mi vida, he visto nacer allí a cinco de nuestros hijos, a alguno más de nuestros nietos y en Cataluña reside permanentemente la mitad de la familia. Con más de veinte mil alumnos en el aula universitaria, orientados con criterio democrático, asistimos a una disminución, o mengua, que en la década de los sesenta del siglo XX nadie vaticinaba.
Un Estado residual en una Comunidad menguante: el diagnóstico no puede ser más desolador.