El Estado y el sentido (de lo) común

El Estado y el sentido (de lo) común

Cuenta un colega que en una Universidad española han recibido un grupo de alumnos entre los cuales figura un estudiante «gato», y que su Universidad de origen anexa un protocolo con indicaciones sobre el tratamiento que debe recibir como tal. El asunto no es tan complejo como podría ser porque, al parecer, se trata de un gato de la variante bípeda. No debería extrañarnos. Es obvio que si hay humanos que pueden hacerse gatos, los gatos pueden hacerse bípedos.

La incredulidad de mi colega, y la mía, deriva de que todavía no hemos extraído todas las consecuencias de la evidencia de que vivimos en Estados que se proclaman como el espacio institucional donde ninguna condición previa a la de ciudadano resulta no ya respetable, sino siquiera apreciable como real. Todo, ya sea la pertenencia a la especie humana, la dualidad sexual, la condición de padre o el hecho mismo de estar vivo está disponible como opción para la nueva criatura engendrada en el Estado. Este es el sentido antropológico que tiene definir como derechos el cambio de especie y de sexo o el suicidio asistido estatalmente. Todos son aspectos coherentes de una misma idea: el Estado es el artefacto institucional que genera la realidad.

Ignatieff señalaba con acierto que la idea de que todos somos iguales ante la Justicia sin diferencia de sexo, religión, raza o clase es una abstracción artificial de la que depende nuestra idea de igualdad ante la ley. Esa abstracción hace efectiva la idea de universalidad e igualdad que la tradición occidental alumbró. Lo que no pudimos prever es que el individuo que comparecía despojado de toda particularidad ante el Estado se dejaría seducir hasta creer que es exactamente eso: un sujeto cuya identidad no está vinculada a su especie, su patrimonio genético o su sexo, sino a su elección y el marco institucional que la hace posible, el Estado.

Es claro que cuando alguien dice «yo soy gato» lo que evita que sea un mero delirio es que en su voz resuena la voz y el poder coercitivo del Estado como garante de que la realidad es exactamente así. Es el Estado y su poder el que pretende que ciertos dichos producen lo que significan, sin que sea un límite respetable al respecto la fisiología o la identidad misma de nuestra especie. De ahí que no solo se le pueda ocurrir a alguien que tiene sentido decir que es gato –esto ha ocurrido en todos los tiempos–, sino que lo insólito es que los demás tenemos que hacer como si lo fuera. En esto, nuestros Estados quieren emular –tal vez mejor, suplantar– al Dios que crea la realidad diciéndola, pues convierte el decir en lo que significa. De ahí que los partidarios de semejante concepción del Estado profesen un estatalismo convertido en religioso por megalómano y demiúrgico.

Por eso, mientras todavía no sea formalmente una sedición, uno de los principales servicios públicos que los creyentes pueden prestarles a nuestras sociedades es evitar que la política se confunda con la religión. Es difícil quedar a salvo de esa confusión en el Islam o en cualquier forma de teocratismo. Pero, más allá de las apariencias en contra, el peligro hoy estriba en que es muy difícil no confundir la religión con la política cuando se niega a la primera cualquier clase de relevancia pública.

Este nuevo dios artificial en que ha derivado el Estado, mediante sus pretensiones de suspender toda clase de realidad prepolítica, implica una ruptura del sentido común y del sentido de lo común entre quienes reconocen al Estado semejante capacidad y quienes no se la reconocemos. Se trata de una línea de ruptura en el núcleo mismo de nuestra convivencia y la viabilidad de nuestros sistemas políticos. Negarlo es, en el mejor de los casos, confiar en que las cosas no lleguen a donde se dirigen.

El Estado se sostiene y da forma al sentido de lo común que deriva de un cierto sentido común en el que caben las discrepancias y desencuentros, incluso las posiciones antagónicas, pero en cuyo seno hay un acuerdo mínimo y tácito que hace posible entender el sentido de lo que dicen aquellos con los que no estamos de acuerdo. Por eso se puede discutir. Pero cuando lo que alguien dice nos parece un sin sentido, entonces la discusión se hace imposible y empezamos a disputar para imponer nuestro punto de vista, sin más.

De hecho, hoy el problema no es solo que carezcamos de un sentido común, sino que la transformación del sentido común se ha convertido en el objetivo político de una revolución operada desde las instituciones. Una revolución que concibe el poder del Estado como el criterio de lo que es real y debe ser asumido y afirmado por los ciudadanos como un deber cívico y legal, cuya mera discusión recibe sanciones penales y los linchamientos sociales menos indulgentes.

Esta pretensión política de dominar el sentido de la realidad no es del todo nueva. Todos los sistemas políticos totalitarios han aspirado a ejercerla. Tampoco es del todo nueva la pretensión de lograrlo mediante una revolución cultural en el seno de estados democráticos y mediante su poder. Gramsci nos ilustraría al respecto. Lo nuevo, me parece a mí, es el globalismo del movimiento y su radicalidad, junto al hecho de que ambos tengan como agentes precursores a buena parte de las élites culturales, mediáticas, plutocráticas e interestatales.

Higinio Marín es filósofo.

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