El estandarte medioambiental

No será porque el Gobierno español sea reticente al cambio energético; al contrario, el PNIEC (Plan Nacional Integrado de Energía y Clima) presentado con pompa y circunstancia en Bruselas es el más avanzado, el más comprometido y el más lustroso. A grandes rasgos, el plan se propone reducir los gases de efecto invernadero en un 23% en 2030 respecto a los vertidos en 1990; alcanzar un 42% de energía renovable en el uso final de la energía en la próxima década; y conseguir el 74% de presencia de energía renovable en la producción de electricidad. La revisión reciente del PNIEC sitúa las inversiones necesarias para concluir la transición energética en 241.000 millones; no hay, pues, proyecto económico, educativo o sanitario que pueda competir con el energético. Se nota que la ministra del ramo, Teresa Ribera, es una convencida de la urgencia de combatir el cambio climático y, de paso, de introducir con las energías limpias procesos productivos con más valor añadido en la economía.

Hasta aquí, el catecismo. Como es lógico, un plan que se propone invertir 241.000 millones requiere capacidad de gestión. Hay que coordinar muchas piezas, cambiar la regulación eléctrica, incentivar el cambio de costumbres sociales (el coche hasta la puerta de casa, la velocidad y la autonomía son fetiches identificados sin más con libertad) y hay que atraer inversiones privadas (el dinero público solo será el 20% aproximadamente de los 241.000 millones citados). También requiere pulso político para negociar con la oposición todas y cada una de las partidas que conducirán a la Expedición PNIEC a ese Xanadú donde solo existen las energías inmaculadas. Un escéptico diría que los precedentes políticos conocidos desde 1982 revelan que en España no existe ese depósito de capacidad de gestión y negociación. Y un economista se preguntaría si España tiene la capacidad financiera para hacer frente a los planes faraónicos que propone. Así que la respuesta es no en ambos casos.

Sí, España, esto es, su Gobierno, ambiciona ser el país estandarte contra el cambio climático. La cuestión es si puede hacerlo en los términos comprometidos. Ni la capacidad de generación de riqueza, ni sus condiciones de estabilidad financiera, ni la praxis política de los partidos con capacidad para gobernar permiten suponer que el país está en condiciones de pagar los costes de la innovación asociados a un esfuerzo de tal envergadura. Y aunque lo estuviera, la transición energética diseñada con un manifiesto voluntarismo, el plan pide a gritos precisiones estratégicas que no acaban de concretarse.

Pongamos, por ejemplo, dos. Financiar la nueva potencia renovable y los planes de rehabilitación de viviendas implica atraer inversión privada, hasta el 80% del total previsto. Ahora bien, la continua entrada de producción renovable en el mercado eléctrico a precio variable cero significa deprimir los precios finales de la electricidad de forma persistente. Los inversores potenciales bien pueden entender que con unos precios en situación de espiral a la baja puede resultar difícil mantener la rentabilidad. El Ministerio para la Transición Ecológica (hasta el nombre es un gonfalón) ha propuesto un sistema de subastas de electricidad con el fin de contener el precio en el que resulte finalmente ajustado. ¿Será suficiente esta válvula reguladora auxiliar para convencer a los inversores?

Tampoco es prudente desarrollar un plan de transición medioambiental sin entrar en un cálculo de la relación coste/beneficio de cada partida o decisión específica. Véase el caso de las inversiones en rehabilitación. Sin duda se ahorra energía con la preparación y aislamiento de viviendas, locales, industrias… Pero no son pocos los que piensan que en un país cálido como España la necesidad de impermeabilización térmica resulta menos perentoria que en otras zonas de Europa. Es aquí donde debería entrar el cálculo coste/beneficio para aplicar los objetivos más adecuados socialmente en cada país.

No tiene objeto insistir más en la dicotomía entre la avidez del Gobierno por convertirse en el estandarte de la defensa medioambiental y las dificultades evidentes para encajar un plan ambicioso en el modesto perímetro de las finanzas públicas. Porque el peligro principal que puede dar al traste con la transición energética es político. El PNIEC es un impulso gubernamental necesario, quizá desbocado, para cambiar la estructura energética española; pero no es suficiente para conseguir la aquiescencia política y social. Hace falta, también, un compromiso de todas las Administraciones públicas en la tarea medioambiental. De nada sirve proponer un cambio drástico del modelo energético si los Ayuntamientos no cierran el centro de las ciudades y orientan, con decisiones tajantes como esa, el uso de coches eléctricos, de forma que los fabricantes cuenten con un mensaje claro para construirlos. De poco vale rehabilitar edificios si los partidos que gobiernan la capital de España consiguen derogar el proyecto Madrid Central. Con todos los matices necesarios y a despecho de sus gratuitas declaraciones públicas (discursear nada cuesta), sucede que algunos partidos españoles (los dos principales que hoy están en la oposición), se comportan en la práctica como si fuesen negacionistas del cambio climático.

Jesús Mota

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *