El Estatuto del nacionalismo

El 21 de julio de 1979 la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados y la Delegación de la Asamblea de Parlamentarios Vascos, reunidas en sesión extraordinaria, aprobaron por unanimidad el Proyecto de Estatuto de Autonomía para el País Vasco. Sometido a referéndum el 25 de octubre del mismo año, mereció la aprobación del electorado vasco, así como la posterior ratificación del Pleno del Congreso de los Diputados (29 de noviembre) y del Pleno del Senado (12 de diciembre). Las intervenciones parlamentarias de Xabier Arzalluz, Mitxel Unzueta y Julio Jáuregui en tales sesiones fueron supuestamente la manifestación más autorizada de la posición del PNV ante el nuevo régimen estatutario. Destaquemos algunos de sus puntos, siguiendo una trascripción cuasi-literal de los textos registrados.

Primero: La aprobación del Estatuto es motivo de gran satisfacción, todos estamos de enhorabuena, es un momento histórico increíble, la primera vez que una norma legal básica proclama la nacionalidad vasca, en el viejo roble se oyen trinos de alegría, por fin Euskadi puede encontrar su identidad y terminar con ello las tensiones durante largos años incubadas.

Segundo: Estamos hablando de un Estatuto dentro de la Constitución española, de una autonomía dentro de la unidad del Estado, del logro del objetivo autonomista fijado por Sabino Arana en 1902, de un paso hacia la recuperación plena del estatus foral perdido, con una cláusula que garantiza la reserva de los derechos históricos.

Tercero: Esta cláusula, contenida en la Disposición Adicional, no significa ni autodeterminación ni independencia (sería absurda cualquier sospecha en este sentido); no obstante, permite profundizar en la recuperación de los derechos de autogobierno, ya que la autonomía puede seguir perfeccionándose, pero siempre por la vía del diálogo, del pacto, la libertad y la democracia.

Cuarto: Además de enlazar con la legalidad histórica, el Estatuto contiene el germen del reencuentro de dos posturas ideológicas diferentes, defensoras ambas de las viejas libertades, la vía foralista de devolución de los derechos históricos y la vía autonomista.

Quinto: No es el Estatuto del PNV, ni de otros partidos, ni probablemente de nadie; pero ésta es su mejor virtud: ser el Estatuto de todos, obra del trabajo colectivo, de reparos mutuos, del consenso.

Sexto: El Estatuto vasco, como el catalán, tiene un carácter pionero, en el que pueden mirarse los demás pueblos de España; se ha alcanzado un techo de aspiraciones autonómicas, al que tienen derecho todas las demás comunidades autónomas.

Y séptimo: El pueblo vasco será fiel a la palabra dada, como fue fiel a la institución republicana; su colaboración será plena y leal, siempre que el desarrollo estatutario sea igualmente correcto, honesto y leal, diferencias interpretativas al margen; se trata de construir una comunidad no precisamente aislada en un privilegio, sino solidaria en una responsabilidad.

No es necesario realizar una tarea hermenéutica sofisticada para obtener un dibujo preciso del significado político que el PNV atribuyó en 1979 al Estatuto de Gernika: acuerdo entre vascos ratificado por el poder legislativo español, autonomía dentro de la unidad del Estado, pacto no soberano en el marco de un ordenamiento constitucional soberano, reconocimiento de derechos históricos de autogobierno y no de una soberanía preexistente. Ésta fue, en resumen, la apuesta de un partido del que tópicamente se dice posee dos almas: apuesta nítida y sin ambages, pero elección grave y trascendente, dado que, en buena lógica política, soberanía es el contradictorio, que no el contrario, del término autonomía. Victoria pírrica, en fin, del pragmatismo y la moderación sobre el maximalismo y la radicalidad; pues, si bien en esta ocasión se imponía el alma autonomista, lo hacía a costa de una hipoteca que el alma soberanista no estaba dispuesta a asumir. ¿Con qué argumentos?

El primero y más fácil de invocar es el incumplimiento estatutario. Se dice, no sin razón, que los sucesivos gobiernos de España han incumplido el pacto de 1979. ¿Quedan competencias pendientes de transferir? Ciertamente; y algunas de las resistencias de la Administración central carecen de fundamento. ¿Las leyes orgánicas y otras normas de ordenación general han recortado las expectativas iniciales de autogobierno de los políticos vascos? Cierto, también; y, en buena parte, porque la negociación estatutaria fue incapaz de prever en detalle los requerimientos de coordinación que el conjunto de un sistema federalizado conlleva. Pero lo que es innegable es que, a partir de entonces Euskadi ha dispuesto de una autonomía de primer nivel, que le ha permitido practicar políticas razonables en el ámbito cultural, económico, asistencial o de las infraestructuras. ¿Que hay discrepancias? Pues habrán de dirimirse por vías jurídicas o políticas, en el contexto de una estructura de poderes necesariamente asimétrica, propia de un modelo autonomista.

Pero no es éste el argumento de más calado para la sensibilidad soberanista del PNV. Ante todo, se pide contextualizar lo pactado hace treinta años. En efecto, la oferta autonomista que el nuevo régimen democrático español hizo al pueblo vasco representaba un cambio político de tal magnitud que el nacionalismo democrático no tuvo otra opción real (una mezcla de sentido de la responsabilidad histórica y de entusiástica ofuscación) que aceptarla. Sin embargo, se tuvo la prevención de pactar una Disposición Adicional que permitiese avanzar en el autogobierno; éste es el sentido de las propuestas de la era Ibarretxe, el nuevo Estatuto o el derecho a decidir. Pero, si la actualización de los derechos históricos ha de hacerse «de acuerdo con lo que establezca el ordenamiento jurídico», parece lícito concluir que el derecho a decidir no es la profundización del derecho al autogobierno reconocido en 1979 sino su ruptura, y que transitar desde la autonomía pactada a la soberanía implicada en las propuestas del anterior lehendakari sólo es posible por discontinuidad. Sólo resta, entonces, como último recurso dialéctico, la invocación metapositiva a una soberanía vasca originaria, si no amparada, tampoco rechazada por el texto estatutario; pero, justamente, es lo que el pacto se llevó, toda vez que la afirmación autonomista significa en sí misma la negación soberanista.

Autonomismo y soberanismo vienen cohabitando con dificultades, pero sin estridencias, dentro del PNV. Algunas crisis de convivencia significativas, como el abandono de Imaz, han sido digeridas sin traumatismos. No está claro si un cuerpo con dos almas es una malformación de la naturaleza o un regalo de los dioses; hoy es una exigencia de la aritmética electoral. En todo caso, nunca será vano el intento veraz de refrescar la memoria histórica, reflexionando acerca de compromisos, logros, potencialidades o frustraciones. Condenados a tener y ser historia, ojalá sepamos revivirla y, sobre todo, escribirla en ese color que -dicen- hace felices a los pueblos, el anodino gris.

Pedro Larrea