El estigma de los OMG

En agosto, en el Instituto Internacional de Investigación del Arroz en Filipinas, un grupo de activistas saqueó los campos de ensayo del llamado "arroz dorado", que ha sido modificado genéticamente para que contenga beta-caroteno, un precursor de la vitamina A. Algunos de los vándalos estuvieron incluso respaldados por la Agencia Internacional de Cooperación para el Desarrollo del gobierno sueco, a través de su financiamiento del grupo radical filipino MASIPAG.

Para la gente pobre cuya dieta está compuesta básicamente de arroz -una fuente de calorías rica en carbohidratos pero pobre en vitaminas-, las variedades "biofortificadas" son invaluables. En los países en desarrollo, entre 200 y 300 millones de niños antes de la edad escolar corren el riesgo de sufrir una deficiencia de vitamina A, que pone en peligro los sistemas inmunológicos, aumentando la susceptibilidad del organismo a enfermedades como el sarampión y trastornos diarreicos. Todos los años, la deficiencia de vitamina A le causa ceguera a aproximadamente medio millón de niños; alrededor del 70% de ellos mueren en el lapso de un año.

En septiembre, un grupo eminente de científicos instó a la comunidad científica a "unirse en una acérrima oposición a la destrucción violenta de los ensayos necesarios sobre avances valiosos, como el arroz dorado, que tienen el potencial de salvar a millones" de personas de "un sufrimiento y una muerte innecesarios". Pero este pedido apasionado no aborda el problema fundamental: la noción infundada de que existe una diferencia significativa entre los "organismos modificados genéticamente" y sus pares convencionales.

En verdad, los organismos modificados genéticamente (OMG) y sus derivados no responden a una "categoría" de productos alimenticios. No son ni menos seguros ni menos "naturales" que otros alimentos comunes. Por ende, etiquetar los alimentos derivados de OMG, como propusieron algunos, implica una diferenciación significativa donde no existe -una cuestión que hasta los reguladores han admitido.

Los seres humanos han practicado la "modificación genética" a través de la selección y la hibridización durante milenios. Como parte de un procedimiento de rutina, los cultivadores utilizan radiación o mutágenos químicos en semillas para decodificar el ADN de una planta y generar nuevas variedades.

Medio siglo de hibridizaciones "transversales", que implican el traspaso de genes de una especie o género a otro, ha dado lugar a plantas -entre ellas variedades cotidianas de maíz, avena, zapallo, trigo, grosellas negras, tomates y papas- que no existen, y no podrían existir, en la naturaleza. De hecho, con excepción de los frutos silvestres, la carne de animales de caza, los hongos silvestres, y el pescado y los mariscos, prácticamente todo en las dietas norteamericana y europea ha sido mejorado genéticamente de alguna manera u otra.

A pesar de la falta de pruebas científicas que justifiquen el escepticismo respecto de los cultivos modificados genéticamente -de hecho, no se han documentado casos de daño a seres humanos o alteración de los ecosistemas-, han sido los alimentos más escudriñados en la historia humana. La presunción de que "alterado genéticamente" o "modificado genéticamente" es una clasificación significativa -y peligrosa- ha llevado no sólo al vandalismo de los ensayos de campo, sino también a la destrucción de laboratorios y ataques a investigadores.

Es más, la clasificación OMG ha fomentado decisiones regulatorias no científicas que no son proporcionales al nivel de riesgo y que, al discriminar contra las técnicas modernas de ingeniería genética molecular, inhiben la innovación agrícola que podría reducir la saturación del entorno natural y mejorar la seguridad global de los alimentos. A pesar de que un estudio tras otro -tanto evaluaciones de riesgo formales como observaciones del "mundo real"- confirmó la seguridad de la tecnología, la presión regulatoria contra los OMG no paró de crecer.

Esta tendencia está tornando económicamente inviables las pruebas y el desarrollo de muchos cultivos con un potencial comercial y humanitario. Si bien existe una investigación sólida de las plantas en laboratorio desde el invento de las técnicas modernas de ingeniería genética a comienzos de los años 1970, la comercialización de los productos está rezagada.

Una atención no provocada de los reguladores inevitablemente estigmatiza cualquier producto o tecnología. Una discusión interminable de la "coexistencia" de organismos modificados genéticamente y "convencionales" ha reforzado el estigma, llevando a los activistas a iniciar un litigio frívolo pero nocivo. Por ejemplo, en al menos cuatro demandas legales presentadas contra reguladores en Estados Unidos, los jueces en un principio dictaminaron que los reguladores no habían cumplido con los requisitos procesales de la Ley Nacional de Políticas Ambientales de Estados Unidos. Y la comercialización como productos "naturales" que contienen ingredientes modificados genéticamente ha derivado en demandas legales por falsa etiquetación.

El trato discriminatorio que reciben los OMG crea un daño generalizado. En muchos lugares, ahora debe identificarse dónde se encuentran los ensayos de campo, incluyendo coordinadas de GPS -una práctica que facilita el vandalismo-. (Y los activistas frecuentemente destruyen plantas convencionales inadvertidamente, porque son difíciles de distinguir de las variedades modificadas genéticamente).

En 1936, el premio Nobel Max Planck observó que las innovaciones científicas rara vez se propagaron como resultado de la conversión de sus oponentes; más bien, quienes se oponen a la innovación "se extinguen gradualmente" y la próxima generación acepta el avance. Esto sucedió con las vacunas y el reconocimiento de que el ADN es el contenido de la herencia -y finalmente sucederá con la ingeniería genética.

Desafortunadamente, muchos sufrirán innecesariamente en el ínterin. Como escribieron el economista agrícola David Zilberman y sus colegas de la Universidad de California, los beneficios perdidos son "irreversibles, tanto porque las cosechas pasadas han sido peores de lo que habrían sido si se hubiera introducido la tecnología como porque el crecimiento del rendimiento es un proceso acumulativo cuyo inicio estuvo retrasado".

Mientras los activistas y reguladores de hoy sigan convencidos de que los OMG representan una categoría distinta y peligrosa de investigación y productos, la ingeniería genética no alcanzará su potencial. Esa es una mala noticia para los millones de pobres para los cuales la ingeniería genética en la agricultura, la medicina y la ciencia ambiental podría ofrecer un futuro más sano y más seguro.

Henry I. Miller, a physician and molecular biologist, is Fellow in Scientific Philosophy and Public Policy at Stanford University’s Hoover Institution. He was the founding director of the Office of Biotechnology in the US Food and Drug Administration and is the author of The Frankenfood Myth.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *