El estigma del cazador

La premisa común que ayunta a hembrismo y animalismo -me niego a insultar a feministas y ecologistas asimilando aquellos doctrinarios extremos a estos imprescindibles y trascendentes movimientos- parte de la atribución global de una tacha original y criminal a todo hombre y cazador por el hecho de serlo. Per se, y por tal primigenia condición, son potenciales violadores y manifiestos asesinos, maltratadores de mujeres o de animales.

Esta estigmatización es la que subyace de fondo en el espíritu y principal impulso motivador de estas leyes que niegan y anulan de entrada hasta la presunción universal de inocencia a los afectados, aunque sean media humanidad, y los declara, sumariamente y sin derecho a defensa, culpables y reos del crimen universal. Criminales de y por origen.

Al añadir el sectarismo ideológico a las chapuzas jurídicas, el disparate acaba alcanzando efectos indeseables y estremecedores, como ya ha demostrado la bautizada como ley del sí es sí, que acabará por beneficiar a miles, serán miles, de delincuentes sexuales. Por esa misma trocha camina la también pomposa y proclamada así por sus inductores Ley de Bienestar Animal, y conducirá a parecidos despeñaderos a todos cuantos afecta y a quienes presupone proteger.

El estigma del cazadorEs ahora ahí donde se está librando la batalla y donde, de nuevo, toneladas de propaganda por metro cuadrado intentan ahogar y condenar a la exclusión y el oprobio cualquier intento de raciocinio y de verdad. El mantra recorre y anega todos los canales y vías de comunicación para convertir en apestado e inmundo a todo colectivo señalado por esta neoinquisición y que alcanza también a todo aquel que ose oponerse o criticar cualquier aspecto de estos nuevos mandamientos, ascendidos ahora a la condición de única y sagrada verdad, de preceptos absolutos e inquebrantables.

A la cruzada contra los infieles se han alistado fervorosos ayudantes de ocasión que claman y señalan con dedos acusadores por todo tipo de altavoces, pantallas, foros, tertulias, basureros televisados, columnas y viñetas a quienes consideran deben ser marcados como indeseables o, como poco, reeducados. El señalamiento como seres execrables de todo un colectivo compuesto por cientos de miles de personas, como el de los cazadores, no solo es permitido, sino que se utiliza y se exhibe como señal de pertenencia del señalador a los buenos y virtuosos, que cumplen con su deber delatando a los malvados. No importa que para ello, además de la iniquidad de la imputación global, no haya verdad que lo sustente y sí contumaces mentiras mil veces repetidas. Y eso sí que es un delito. Un gravísimo delito de incitación al odio y a la exclusión. Algo intolerable que viola todo derecho y toda dignidad personal. Si tal se hiciera en cualquier otro segmento de población supondría un escándalo y provocaría la mayor de las repulsas. Pongamos que hablo de emigrantes o que hablara de judíos.

En todo ámbito, condición, etnia, sector y colectivo hay canallas. Hay quienes abandonan a sus perros y hay quienes los hieren y matan. Y sobre ellos ha de caer con la mayor dureza la justicia y el castigo. Como individuos, como delincuentes, han de ser juzgados y, si culpables, condenados como responsables personales de unos actos infames. Pues claro. Pero cada uno, y uno a uno, y de todos lados. Campo o ciudad, monte o carretera, sean cazadores o no hayan tenido ni un tirachinas en su vida en las manos.

La mentira es su arma predilecta y la repetición sin tregua de la calumnia, la vieja fórmula para convertir las falsedades en consignas. Las cifras objetivas y contrastadas desnudan las falacias. En el abandono de manera estruendosa. El porcentaje de perros de caza en el total de casos resulta ser mínimo, aunque el colectivo cinegético tiene bajo su custodia una ingente cantidad de canes que salta el millón de ejemplares, comparado con el que se produce año tras año de mascotas. Los estudios y cifras están ahí para quien quieras verlos, aunque se prefiera seguir con la monserga.

La ley animalista goza del rechazo general de la comunidad científica y veterinaria a la que se ha excluido, ignorado y silenciado, al igual a que a los reos condenados ya de antemano. El aviso, como en el anterior ensayo, de que los daños para animales, domésticos, salvajes y personas concernidas pueden ser igualmente cuantiosos e irreparables no los detiene. Convencidos de estar en posesión de la verdad absoluta y ser portadores de la bondad universal, los partidarios del dislate animalista -dictado por la ignorancia y el sectarismo ideológico más extremista- no son siquiera capaces de deslindar entre las diferentes interacciones humanas con el mundo animal y lo que ellas delimitan y prescriben.

Están los animales considerados de abasto. La ganadería, cerdos, cabras o gallinas, y ahora ya peces (acuicultura), que no es sino caza (o pesca) estabulada, como la agricultura es cultivo de los vegetales recolectables y cuya función primordial es el alimento con añadidos de abrigo, ropa y calzado. Vienen después los de trabajo, ayudantes domesticados para tiro o carga -burros, caballos, camellos- o exterminio de plagas y molestias (el gato). Y antes que todos ellos, con el estatus anterior y paleolítico de aliado, que es donde se inscribe el vinculo más ancestral, sostenido y extraordinario, el del humano con el lobo, origen de todos los actuales perros y que ha creado un nexo de unión especialísima tras decenas de miles de años de convivencia. Y que ha dado lugar -amen de su utilidad esencial y primera en la caza, luego en pastoreo, vigilancia, defensa y hasta ataque y guerra- a una tercera categoría ampliada a otras especies, como animal de compañía, como mascota, que es la consideración de una creciente mayoría sobre todo en entornos urbanos y mas desarrollados.

El tratar de establecer normas e idénticos parámetros de comportamiento con y para las tres diferenciadas categorías convierte esta ley en algo estrafalario pero que puede ser letal. Un mastín que vive en el monte con su rebaño, del que se siente parte y protector, tiene que ver muy poco con un gozquecillo que habita en una gran urbe y en un piso de un edificio de diez plantas. Un perro de rehala, de rastro o muestra, un perro policía, un rescatista de la UME o un guía de invidentes no pueden ser asimilados a un delicado caniche o un amable perrillo compañía de una anciana o colega de juegos de un niño.

Todos estos pastores, policía y caza han sido excluidos, liberados mejor dicho, de esa ley y lo han sido por poderosas y serias razones. Una de ellas su propia supervivencia, pues de aplicarse estarían condenados a desaparecer.

Pero ya está en marcha la máquina de mentir a mansalva. El maltrato gozará de impunidad, claman y proclaman. Mienten a sabiendas. En absoluto los perros de caza están desprotegidos y desamparados. Todos por igual están bajo el paraguas del Código Penal, que ha aumentado, y lo suscribo con entusiasmo, las penas por ello. El avanzar en este sentido, el castigar el abandono, el extirpar prácticas violentas y crueles sí debe ser el objetivo.

Esta ley es y supondrá, por sus formulaciones y disparates, lo contrario de lo que anuncia, el bienestar animal. Y más allá de esta primera exclusión, lo que será preceptivo y positivo será derogarla y sustituirla por otra donde la comunidad científica y veterinaria, es decir los afectados en su conjunto, todos -y no como ahora los de la propia parva- tengan voz y aporten conocimiento. Y que lo hagan también juristas que den precisión y seriedad a las normas. Este es el camino de la protección y no por el que pretenden ahora llevarnos.

Antonio Pérez Henares es escritor, periodista y cazador.

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