El eterno Brexit

Los parlamentarios británicos pronto tendrán que tomar una de las decisiones políticas más difíciles de sus vidas. La elección será entre aprobar el acuerdo para el Brexit negociado por la primera ministra Theresa May con la Unión Europea, salir de la UE por las malas sin un acuerdo o tratar de revertir todo el proceso de salida. En relación con la tercera opción, ya pasaron dos años y medio desde que una escasa mayoría de los británicos votó por abandonar la UE, y las últimas encuestas ahora señalan que una mayoría preferiría quedarse.

La decisión de celebrar un referendo sobre la pertenencia a la UE la tomó el predecesor conservador de May, David Cameron, al parecer pensando más en consideraciones políticas que en el interés nacional. Cameron esperaba restar poder a una facción de su partido formada por oportunistas y nacionalistas ingleses de derecha, pero su inepta jugada le estalló en la cara y tuvo que renunciar al poco tiempo, dejándole a su sucesora la nada envidiable tarea de interpretar el verdadero significado del resultado del referendo. May decidió que “Brexit es Brexit”, y desde entonces ha liderado un proceso al que ella misma al principio se opuso.

Desde el inicio, tres factores complicaron la tarea de May. En primer lugar, los partidarios del Brexit habían tejido una red de mentiras y falsas ilusiones respecto de lo que verdaderamente implicaría abandonar la UE. Prometieron una salida fácil en la que el Reino Unido se quedaría con el pan y con la torta: ganaría mucho, no perdería nada y partiría en busca de una tierra prometida, libre de las regulaciones de la UE. Como amos de su propio destino, los británicos cerrarían nuevos acuerdos comerciales con quien quisieran. Pero para aparente sorpresa de los partidarios del Brexit, la UE no pudo ni quiso permitir que un país disfrutara todos los beneficios de la pertenencia sin aceptar las obligaciones que trae aparejadas.

La segunda complicación fue que a los británicos les faltaba aprender mucho en materia de soberanía. En términos generales, la soberanía permite a un país proteger sus intereses; pero normalmente esto implica colaborar con otros. Al parecer, los partidarios del Brexit no se dieron cuenta de que los 27 estados miembros que seguirán en la UE tienen mucho más poder para perseguir sus propios intereses colectivamente que el que tendrían por separado. Y es exactamente lo que han hecho a lo largo de las negociaciones para el Brexit.

Los críticos del acuerdo de salida de May se quejan de que con él, el RU tendrá menos poder todavía sobre sus propios asuntos que el que tiene hoy. Pero sería lo mismo independientemente de la UE. Que las normas que rigen las relaciones económicas, ambientales y sociales se escriban en Bruselas o en otra parte tiene muy poca importancia. Si el RU quiere comerciar con otros, tendrá que aceptar reglas comunes. Una vez fuera de la UE, tendrá que decidir con qué bloque económico alinearse y aceptar sus reglas.

No es un asunto de soberanía o satrapía. Es sólo una cuestión de si preferimos las prácticas de China sobre propiedad intelectual y transferencias tecnológicas a las de Occidente, o las normas alimentarias y agrícolas europeas a las de Estados Unidos. Si el RU insiste en seguir una definición purista de soberanía, sólo obtendrá tristeza y aislamiento.

La tercera complicación es creación de May. Inmediatamente después de iniciar las negociaciones para la salida, la primera ministra empezó a plantear condiciones innecesarias. En el referendo por el Brexit no se habló en ningún momento del mercado común y la unión aduanera de la UE, o del Tribunal Europeo de Justicia. Pero May anunció que el RU debía abandonar esas tres jurisdicciones.

Como era previsible, surgió enseguida la espinosa cuestión de la frontera irlandesa. Irlanda del Norte permanece en el RU, pero la República de Irlanda seguirá siendo miembro de la UE. Mientras ambas estén en el mercado común y en la unión aduanera de la UE, no hay ningún problema. Pero si una de las dos se fuera, habría que instaurar puntos de control aduanero en todos los cruces de frontera importantes, con consecuencias potencialmente peligrosas para el Acuerdo de Belfast, que restauró la paz en Irlanda del Norte hace una generación.

El acuerdo de salida negociado por May intenta resolver todas estas complicaciones apelando a la cuadratura de varios círculos y a hacer tiempo en torno de aquellas cuestiones para las que no hay respuesta posible. Después del 29 de marzo de 2019, el RU ingresará a una fase de transición en la que seguirá siendo miembro del mercado común y de la unión aduanera, con un “plan de contingencia” que evitará la creación de una frontera efectiva en Irlanda. Como era de prever, el acuerdo no satisface ni a los partidarios más extremos del Brexit ni a los millones de personas que votaron por quedarse en la UE.

May ahora pone al Parlamento ante la opción de aceptar su acuerdo o salir de la UE por las malas; insiste en que no hay ninguna otra solución intermedia, y que esta es la única forma de poner fin a un debate que dividió al país. Pero la exigua mayoría que tiene en el Parlamento pone en duda que consiga los votos que necesita.

Si la propuesta de May fracasa, los partidarios del Brexit querrán que el RU se vaya de la UE sin ningún acuerdo. Pero eso enfrentará mucha oposición. Otros quieren una salida basada en el “modelo noruego”, que implicaría la permanencia en el mercado común y la unión aduanera (con aceptación de las normativas de ambos), pero libertad para actuar por cuenta propia en otros ámbitos. Y hay quienes piensan (como las 700 000 personas que se manifestaron en Londres en octubre) que cualquier acuerdo final de salida debe someterse a una “votación popular”.

El argumento contra un segundo referendo es que sería profundamente divisivo, especialmente si revierte el resultado del primero. Pero este argumento no tiene en cuenta que los partidarios duros del Brexit rechazarán cualquier solución acordada con la UE. Como puristas ideológicos, no estarán satisfechos hasta que el RU abandone por completo la UE, incluso si eso implica un salto al vacío.

Felizmente, es improbable que la población británica acepte esta opción. Así que pase lo que pase, el debate por el Brexit no terminará. Entretanto, los británicos tendremos que pedir disculpas a nuestros amigos en todo el mundo: el espectáculo nacional de autoagresión que estamos dando ya ha de ser un poco cansador.

Chris Patten, the last British governor of Hong Kong and a former EU commissioner for external affairs, is Chancellor of the University of Oxford. Traducción: Esteban Flamini.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *