El eterno malentendido

Tahar Ben Jelloun, escritor, premio Goncourt 1987 (LA VANGUARDIA, 25/07/05)

El pasado mes de marzo fui invitado a Estados Unidos por la prestigiosa Universidad de Princeton para dar una serie de conferencias. Subo al avión, sé que la compañía tiene que comunicar la lista de los pasajeros que se disponen a entrar en suelo estadounidense. Como todos, relleno los impresos que nos distribuyen y que hay que entregar a la policía de fronteras. Tengo un pasaporte francés. Lo presento. En cuanto el policía estadounidense ve un nombre árabe, se pone a teclear en el ordenador durante cinco minutos, entrega mis documentos a otro agente y luego me pide que lo siga a un despacho situado al final del aeropuerto. Me instalan en una sala donde observo la presencia de otros árabes. Angustiado, no digo nada. Espero. Lo sé, soy sospechoso. ¿ De qué? ¿ Qué he hecho? Empiezo a preguntarme qué puedo haber hecho. Me digo que quizá he cometido un delito y que mi memoria lo ha borrado. Espero. Pienso en K., el personaje de El proceso de Kafka. A veces basta con una nadería para caer en el absurdo. No es posible leer nada en el rostro del agente encargado de mis papeles. Lo miro y bajo los ojos. Empiezo a tener miedo. Me digo: ¿ y si me confunde con otra persona que se llama igual que yo, con alguien buscado? Para cuando se demostrara el error ya estaría en Guantánamo. Crece la tensión. Espero, no me atrevo a preguntar qué pasa. Me han dicho que nunca hay que protestar en estos casos.

Al cabo de cuarenta minutos, el agente me llama y me hace una serie de preguntas. Mi inglés es deficiente. Respondo en francés y luego en inglés aproximado. Me hace preguntas trampa: ¿ quién es Amin? Es mi hijo. ¿ Cuál es su fecha de nacimiento? De pronto sufro un lapsus de memoria. Doy la de otro de mis hijos. Le muestro la invitación de Princeton. No queda muy intimidado. Sigue escribiendo en el teclado del ordenador. Entonces me acuerdo de un artículo que escribí sobre la guerra de Iraq donde pedía que Bush fuera llevado ante el Tribunal Penal Internacional por haber matado a inocentes en Iraq. Me digo que la policía me retiene por eso. Tras un momento de silencio en que habla con otro agente, me devuelve el pasaporte. Salgo, veo mi maleta sola en la cinta. Los otros pasajeros, europeos, no han sido sometidos a interrogatorio alguno.

Eso es lo que temen los árabes que quieren viajar. Incluso inocentes, sienten que llevan en el rostro algo que los hace pasar por sospechosos. Es nuestra parte de Oriente en esta época de confusión, amalgamas y gran violencia.

Tras esta introducción, veamos lo que ocurre entre esas dos identidades ambiguas, Oriente y Occidente.

Entre Oriente y Occidente existen tantos malentendidos que hay que empezar por derribar los prejuicios, los tópicos, las ideas preconcebidas, las generalizaciones, y precisar las palabras y las cosas.

¿De qué se habla al evocar esos dos polos? Occidente es fácilmente reconocible, pero Oriente es un mosaico de países y pueblos que son situados a veces en Asia, a veces en Oriente Medio y Oriente Próximo o incluso en el Magreb. Magreb quiere decir en árabe poniente, es decir, occidente. Sin embargo, en la misma categoría se colocan tanto el Machreq (el levante) como el Magreb (el poniente).

Atengámonos al ámbito del mundo árabe, que abarca los cinco países del Magreb y los otros diecisiete países árabes. Se los agrupa porque en principio tienen en común una religión y una lengua. Sin embargo, al examinar las cosas de cerca, se ve que la lengua árabe que les es común es una lengua clásica, literaria, que sólo hablan las elites, la lengua de los libros y la historia, y que los pueblos utilizan dialectos derivados de esa lengua. Un intelectual egipcio y otro marroquí se comunican fácilmente hablando la lengua del Corán, pero dos campesinos o dos obreros de países árabes diferentes tienen muchas dificultades para entenderse. Sólo lograrán decir algunas palabras que no se alejan mucho de la lengua clásica. Este problema explica que la novela haya aparecido bastante tardíamente en el ámbito árabe. La primera novela árabe se llama Zainab y apareció en forma de folletín en un periódico egipcio en 1914. Su autor, Mohamed Haykal, influido por Gustave Flaubert, la subtituló Crónica de una mujer del campo, a sabiendas de que en esa época la novela era percibida como un género inmoral. Fue acusado de herejía y traición. Esta aparición tardía de la novela se explica por dos causas: la primera es el no reconocimiento del individuo en la sociedad árabe, donde se privilegia el clan y la familia; la segunda es que no resultaba realista hacer dialogar a dos personajes del pueblo en árabe clásico. Nadie se atrevía a utilizar el dialecto para no quedar aislado de los demás lectores potenciales del mundo árabe. Sin embargo, hay una excepción; en 1933, un médico y oceanógrafo egipcio, Husein Fauzi, publicó en árabe hablado el relato de su expedición en un velero que dio la vuelta al mundo por el ecuador.

El segundo punto común es el islam; de todos modos, más del 10 por ciento de los musulmanes árabes son chiíes, diferentes de la mayoría suní. Existen también minorías cristianas en Egipto, Líbano, Siria, Sudán e Iraq. El Magreb es la única zona que ha resistido los embates de la cristianización.

El mundo árabe no es una entidad unida, fuerte y armoniosa. Como lo definió el orientalista Jacques Berque, "el mundo árabe es parecido y diferente". El Magreb no fue árabe ni musulmán antes del principios del siglo IX. Sus habitantes eran bereberes. Se islamizaron, pero conservaron sus lenguas y tradiciones. El islam constituyó durante mucho tiempo el aglutinante cultural de esos diferentes países.

En 1932, la colonización francesa intentó dividir a los marroquíes árabes de los bereberes, intentando instituir al efecto una jurisdicción diferente; todos los marroquíes rechazaron ese proyecto y manifestaron en consecuencia su hostilidad gritando: "Todos somos marroquíes y todos somos musulmanes". Se trató del así llamado dahir bereber, que Francia retiró.

Con la revolución iraní de 1978 y también con la aparición del movimiento de los Hermanos Musulmanes en Egipto en torno a 1930, el islam se convirtió en una ideología política. Ese gran cambio provocó reacciones de inquietud en los países europeos y, más tarde, en Estados Unidos.

El movimiento de los Hermanos Musulmanes opuso la identidad y la cultura musulmanas a la colonización y también al nacionalismo laico de los jóvenes patriotas egipcios.

Para comprender la situación actual de rechazo de Occidente hay que remontarse a los orígenes de las humillaciones y las frustraciones padecidas por los pueblos árabes. Occidente mantiene con ese Oriente tan cercano y tan lejano unas relaciones tumultuosas desde hace siglos. La ocupación colonial seguida del expolio a los palestinos de sus propias tierras en 1948 son todavía heridas candentes en la memoria del mundo árabe, un mundo dirigido a menudo por personajes no elegidos democráticamente y que siguen una política que satisface los intereses de ese Occidente que los ha ayudado y sostenido. El ejemplo más flagrante es el caso de Saddam Hussein. Sin el apoyo de europeos y estadounidenses, no habría declarado la guerra a Irán. Sin las armas vendidas por Francia y Alemania, entre otros países, no habría podido ejercer una sanguinaria dictadura sobre su pueblo. Sus amigos europeos cerraron los ojos el día en que gaseó el pueblo kurdo de Halabya; y sus infortunados habitantes murieron mientras dormían con gas comprado a los alemanes y soltado por aviones franceses.

Como Iraq es una inmensa reserva de petróleo, la moral política no tenía derecho de supervisión sobre lo que hacía Saddam. Los intereses siempre han primado sobre los valores humanistas. Y eso, los pueblos árabes, quienes han sufrido esas dictaduras, quienes las sufren todavía, no lo olvidan.

La mirada que dirige el mundo árabe sobre ese Occidente, que es también diverso y semejante, es una mirada de reproche, descontento, atracción ambigua y rechazo. Las elites están decepcionadas. Cuántas veces se les ha oído reprochar a Francia, país de los derechos humanos,que privilegiara la razón de Estado en detrimento de los derechos humanos en su política exterior.

A partir de esa constatación y, más en particular, de las guerras árabe-israelíes de 1967, 1973 y 1982, así como de los diferentes enfrentamientos con armas desiguales entre la población palestina y el ejército israelí, no ha dejado de crecer el abismo entre ese Oriente y Occidente, percibido como el amigo y el protector del Estado de Israel. Las mentalidades tienen a menudo visiones binarias y maniqueas. No necesitan entrar en las sutilezas de los análisis geopolíticos.

Encontramos esa visión muy extendida en los nuevos medios de comunicación por satélite árabes, muy vistos por los espectadores. El papel desempeñado por una cadena de gran calidad técnica como Al Jezira, que emite desde Doha, capital de Qatar, es inmenso en la constitución y formación de esas mentalidades: se les muestra en directo cómo sus hermanos palestinos o iraquíes son víctimas de la barbarie de la ocupación. La cámara occidental es a veces pudorosa, no muestra imágenes horribles. La cámara de la cadena qatarí no tiene piedad, enseña lo intolerable, hace debates donde la agresividad es de rigor, interroga a los testigos con una eficacia temible y repite la emisión de imágenes brutales. Al Jezira ha cambiado de arriba abajo el sistema de la información y la comunicación en los países árabes. Ahora decenas de otras cadenas la imitan y le hacen la competencia. Los estadounidenses ya han sentido la necesidad de crear su propia Al Jezira, que, con el nombre de Al Horra (la libre), sigue las mismas técnicas de inmediatez informativa, pero aportando su propio timbre, sus propios análisis de la situación en Iraq.

En esta abundancia mediática y en estas heridas históricas se basa el terrorismo. Sus objetivos íntimos son desconocidos, pero los objetivos políticos son claros: desestabilizar los países árabes que se encaminan hacia la democracia y que mantienen lazos con Occidente, lazos económicos, lazos políticos e incluso lazos de protección.

Desde la invasión de Kuwait por Saddam, los países del Golfo necesitan la protección militar estadounidense. Han tenido que aliarse con esa gran potencia por motivos de supervivencia.

El otro objetivo del terrorismo es sembrar el terror en los países occidentales para que cambien su política en el mundo árabe. Sin embargo, detrás de esa voluntad destructora, el único objetivo que alcanzan los terroristas es perjudicar a los musulmanes y los árabes en el mundo, provocar una sospecha generalizada hacia todo ciudadano árabe que se desplace por el mundo, así como matar a inocentes.

El terrorismo siempre ha sido el arma de los desesperados. Los miembros de Al Qaeda no son desesperados, son agentes de los cuales no conocemos las motivaciones profundas, auténticas; disfrutan con la desgracia que causan. Están bien organizados, disponen de medios materiales y complicidades importantes. Nadie ha logrado todavía arrojar luz sobre las motivaciones complejas e incomprensibles del terrorismo internacional, el que ha golpeado Nueva York, Casablanca, Madrid y Londres, por no hablar de las explosiones cotidianas en Iraq o los atentados esporádicos en los países del Golfo.

Sería demasiado simplista reducir a los países de Oriente Medio al terrorismo o a una religión. Es cierto que existen antagonismos serios entre los modos de vida y las opciones políticas de las dos entidades. Sin embargo, el choque de civilizaciones es más un eslogan que una realidad, porque las culturas son móviles, viajan y se interpenetran. No avanzan como bloques de hormigón armado. Siguen un movi-miento f luido, contagioso. El choque de las ignorancias, por el contrario, es una realidad muy extendida. El terrorismo funciona, recluta, lava cerebros y actúa con toda impunidad en ese terreno porque es salvaje, se enmascara, desvía la religión con una facilidad desconcertante y consigue sustituir el instinto de vida por la pulsión de muerte, provocada o aceptada.

Para luchar contra el terrorismo, Occidente tiene que convertirse en el paladín de las causas justas y promover a bombo y platillo los valores de la democracia y la libertad de forma honrada y sin segundas intenciones. Tiene que colocar en segundo plano sus intereses. A buen seguro que haciendo justicia al pueblo palestino, una justicia que garantice la paz a los dos pueblos, cada uno con su Estado, el terrorismo perderá buena parte de su virulencia.

A continuación, habrá que solucionar la cuestión iraquí con la mayor rapidez posible. Para ello, habrá que acudir a Washington y exigir a Bush que repare los inmensos destrozos causados en ese país por su política.

Ese Oriente árabe conoce cultural y políticamente a Occidente. Lo inverso también debería darse. Conocerse es también reconocerse, aceptarse y respetarse.

Empecemos por la cultura, la política vendrá después. El Oriente árabe tiene tanto de Occidente en sí mismo, en su historia, en su saber, que le gustaría mucho que esos países europeos le dirigieran una mirada, no cauta y recelosa, no de intereses económicos y estratégicos, sino una mirada curiosa, interesada por su cultura y su civilización.