El euro, Grecia y el proyecto europeo

La crisis ha llegado, finalmente, al euro. Esta es la primera recesión que azota a la unión monetaria y, al mismo tiempo, el primer compromiso serio que afronta su moneda. Así, estas últimas semanas, los mercados han puesto la proa a nuestra divisa, cebándose en los países con elevados volúmenes de deuda y déficits públicos. Grecia reúne ambos requisitos y, por ello, se encuentra en primera línea de un ataque que se basa en razones objetivas. Y ello porque el nacimiento del área monetaria arrastra el pecado original de la ausencia de una política fiscal común. Así, desde 1999 hemos estado conviviendo en un sistema en el que un banco central definía la política monetaria, mientras que los países miembros mantenían sus soberanías fiscales.

El pacto por la estabilidad, que teóricamente obligaba a mantener el déficit público por debajo del 3% en épocas de recesión y a presentar superávit en las de expansión, ha tenido menos incidencia de la que se le supuso inicialmente. Su falta de operatividad ha sido expresión, por un lado, de los intereses nacionales de cada Gobierno europeo, más preocupado por la marcha de su economía y de su propio provecho electoral que por el bien común. Y, por el otro, de la dejación de responsabilidades de Alemania y Francia que, en los años centrales de la pasada década, superaron con creces los límites establecidos en el pacto.
Además, el límite de deuda pública establecida en Maastricht (60%) se dejó inoperante cuando se aceptó que Bélgica e Italia accedieran a la unión monetaria superando el 100%, situación que después volvió a repetirse con Grecia.
En suma, si en la creación de la zona monetaria común hubo la generosidad suficiente para ceder la soberanía nacional en materias tan delicadas como la moneda y las políticas cambiarias y monetarias, este proceso no continuó con la política fiscal. Además, el diseño institucional del área prohíbe que ningún país que se encuentre en dificultades financieras como consecuencia de un comportamiento imprudente sea rescatado por los demás.
En este contexto es donde hay que inscribir el impacto de la crisis y de las dispares respuestas de cada Gobierno: déficits por encima del 10% en Irlanda, Portugal, España y Grecia, cercanos al 9% para Francia y no muy alejados del 5% para Alemania. Si a esta respuesta asimétrica se añaden distintos volúmenes de deuda pública se entiende que los especuladores financieros puedan detectar con facilidad que algunos países, por ahora Grecia, tienen una mayor probabilidad que otros de suspender los pagos de su deuda pública.

Esta equívoca definición del área refleja, también, unos orígenes igualmente problemáticos. Alemania, la base material del euro, no era partidaria de la unión en estas condiciones. A lo más que había accedido era a la creación, en 1979, del Sistema Monetario Europeo, en el que sus divisas se obligaban a mantener determinadas paridades fijas entre ellas, con márgenes de fluctuación reducidos. Este sistema tenía la virtud de que, aunque se establecían precios fijos de las monedas, sus valoraciones eran ajustables. De esta forma, en los 20 años que duró el modelo, en numerosas ocasiones se efectuaron devaluaciones (entre ellas, las de la peseta entre 1992 y 1995) o revaluaciones (básicamente, del marco alemán). La caída del Muro de Berlín, en 1989, supuso un giro radical a esta situación. El canciller Kohl abanderó desde el primer momento la unificación de las dos Alemanias, frente a las posiciones británica y francesa contrarias. Finalmente, Mitterrand aceptó la unificación a cambio de fijar a Alemania en el seno de una Europa monetariamente unida: fue el nacimiento del euro. Pero Alemania siempre ha sido reticente con la divisa común: justo antes de su inicio, cerca del 70% de sus ciudadanos se mostraban en contra de perder el marco. Y ello, básicamente, por el temor de que los países del sur, indisciplinados fiscalmente y con una crónica tendencia a la inflación, acabaran afectando al sacrosanto valor de su divisa.

Ahora emergen los problemas de aquel diseño institucional. Y, para resolverlos, Alemania ha lanzado la propuesta de un Fondo Monetario Europeo, capaz de establecer la disciplina fiscal entre los socios del euro, imponer multas e, incluso, expulsar temporalmente del área a los reincidentes. Francia y otros países, como Gran Bretaña, que no ven con buenos ojos nuevos avances políticos en la unión, se oponen, quizá porque temen el excesivo rigor fiscal alemán. Y, ante esta resistencia, Alemania comienza a considerar la posible intervención del Fondo Monetario Internacional. Lo que sería un bochorno para los gobiernos del área del euro.
Toda crisis es una oportunidad. Y, en esta, el dilema es avanzar hacia la unión política, a través de un Fondo Monetario Europeo con poderes por encima de los estados, o retroceder no se sabe bien hacia dónde. Si no avanzamos en el sentido que Alemania propone, quizá la unión monetaria sea otro experimento fracasado, pero no porque salgan de ella algunos países del sur. Sino porque la misma Alemania la abandone. Son tiempos de tribulación.

Josep Oliver Alonso, catedrático de Economía Aplicada, UAB.