El euro inacabado

La historia del euro es la de un gran proyecto de éxito aunque inacabado. De los 15 años transcurridos desde su puesta en circulación, una tercera parte han sido turbulentos y difíciles. Crisis económica y financiera, riesgo de desintegración, países más fuera que dentro, tensiones norte-sur… Pero la moneda común ha sobrevivido, con sus 19 Estados y los casi 350 millones de ciudadanos que la utilizan a diario y que de ninguna manera están dispuestos a renunciar a ella.

Una década después de la peor recesión de la historia moderna en Europa, estamos obligados a plantearnos si el euro ha sido parte del problema o de la solución. Hemos sufrido sobre todo una crisis de deuda, cuyo origen fue los elevados déficits, más la acumulación de desequilibrios externos en algunos países. La existencia de un tipo de cambio único e irrevocable y una política monetaria común, han limitado la capacidad de respuesta. Tampoco los ajustes fiscales han sido inocuos y absolutamente eficaces y ha faltado impulso reformista.

Lo hemos pagado en términos de crecimiento económico y desempleo. El ejemplo es Grecia, cuyo PIB se ha recortado un 25% desde el inicio de la crisis. El resto de Europa ha registrado tasas de crecimiento mediocres, de las que este año empieza a salir. Hay que aprovechar esta ventana de oportunidad para abordar reformas que profundicen en la Unión Económica y Monetaria y corrijan los fallos de diseño. Existe además el marco político adecuado, con el eje franco-alemán bien engrasado —más si la canciller Merkel consigue un acuerdo estable de Gobierno—, los populismos a raya y el Brexit como oportunidad para reforzar la integración europea.

Las piezas ya están en el tablero. Por una parte, los países del Sur o deudores quieren avanzar a hora de compartir riesgos. Los del Norte quieren garantías de que estos riesgos se minimizan. La advertencia está clara. Si no encontramos ese punto de equilibrio y no abordamos los cambios institucionales adecuados, no solo tendremos dificultades de política económica, sino que las tensiones sociales derivarán en crisis políticas. Y estas son aún mucho peores de manejar.

Hemos avanzado en esta dirección espoleados por la grave crisis financiera de hace apenas cinco años. La unión bancaria es el segundo gran proyecto de integración europea, después del propio euro. Su razón de ser es garantizar que los contribuyentes no asumen los costes de las crisis bancarias, sino los accionistas y acreedores. Prácticamente la totalidad de los bancos están bajo la supervisión del Banco Central Europeo (BCE) y se rigen por unos mecanismos de resolución iguales con un fondo mutualizado que se nutre de aportaciones del sector. La reciente crisis del Banco Popular en España ha sido el primer test para la unión bancaria, superado con éxito.

Pero la unión bancaria está incompleta sin el denominado tercer pilar, un fondo de garantía de depósitos común. Esta tercera pata es esencial para que la mesa se sujete bien al suelo. Los bancos tienen supervisión y reglas centralizadas y los depositantes deben contar en consecuencia con las mismas garantías, con independencia del territorio. Los países del Norte o acreedores quieren asegurarse de que los balances de los bancos están saneados y no se mutualizan errores del pasado. Piden una valoración adecuada de los denominados not performing loans o activos dañados y que estos se reduzcan. Y quieren también un sistema ágil y flexible para desprenderse de esos activos, estimados en torno al billón de euros. En el caso de España, desde el pico máximo de la crisis en 2013, la caída ha sido en torno al 50%, pero es cierto que otros países tienen un problema al respecto.

La mutualización de riesgos en Europa tampoco estaría completa si no se abordan los diferenciales de competitividad para reducir vulnerabilidades y, por tanto, riesgos. Si España, Portugal o Irlanda plantearon problemas para la zona euro hace cinco años, no fue por su déficit fiscal, fue por su desequilibrio exterior. Sin la posibilidad de ajustar el tipo de cambio, los países que comparten política monetaria pero no son además capaces de impulsar reformas estructurales están condenados a provocar shocks de competitividad con efectos letales en el crecimiento y el empleo. El impulso de una ambiciosa agenda de reformas estructurales en España nos permite hoy cerrar este año con el quinto superávit de balanza por cuenta corriente y es lo que debe marcar el camino de la nueva Europa.

La Comisión Europea acaba de presentar sus propuestas para el futuro de la Unión donde se pretende dar un impulso a las reformas estructurales a través de asistencia técnica y un nuevo instrumento financiero. Además, propone la utilización del Presupuesto como soporte de la estabilidad macroeconómica. Los países del euro tenemos una política monetaria común y normas de comportamiento sobre déficit excesivo que han dado resultados. Pero hay que tener algún instrumento para que, por ejemplo, se reserve un porcentaje de los presupuestos nacionales a inversión y hacer frente así a crisis en los mercados laborales de algunos países. La experiencia demuestra que no es suficiente con el presupuesto comunitario en su diseño actual.

El caparazón lo proporcionaría un Fondo Monetario Europeo (FME), como evolución natural del actual MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad). Sería el fondo de rescate europeo al que se podrían sumar competencias para valorar las decisiones de política económica de los países. Salvando los conflictos que pueda haber con la propia Comisión Europea e incluso el BCE, el nuevo FME debería dotarse de legitimidad democrática mediante el control del Parlamento Europeo. Lo mismo en el caso del nuevo ministro de Finanzas europeo.

El debate está abierto y no hay que dejar pasar la oportunidad de completar con diligencia el proyecto del euro. Hay que avanzar en la mutualización de riesgos en paralelo a su reducción para que Europa siga siendo el espacio de democracia y bienestar que queremos para las generaciones futuras.

Luis de Guindos Jurado es ministro de Economía, Industria y Competitividad de España.

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