El euro, la política y los mercados

¿Quovadis, euro? ¿Qué nos deparará el día después de mañana? Esta es una cuestión a la que no se puede responder ignorando las complejas interacciones entre la política y los mercados. Y es este desconocimiento un error que comparten tanto los entusiastas del euro como sus detractores.

De los primeros oímos consejos del siguiente tenor: «¿Terminar inmediatamente con la crisis de deuda soberana? ¡Fácil! Creemos un presupuesto federal y eurobonos». Como es natural, este tipo de propuestas suscitan rechazo inmediato en muchos sectores de opinión, lo que causa incertidumbre en los mercados. De los detractores recibimos ocurrentes recetas para deshacer el euro que ignoran no sólo la visión política que le dio aliento, sino también la imposibilidad de evitar una debacle de dimensiones incalculables.

Analizada en perspectiva, la interacción entre política y mercados ofrece al menos dos argumentos que sustancian la necesidad de profundizar en la integración y la gobernanza del área euro. En primer lugar, una buena parte de los defectos de diseño institucional del euro tienen su origen en una fe ingenua de los políticos de hace dos décadas en la capacidad disciplinadora del mercado. Se pensó entonces que los mercados discriminarían en contra de aquellos países con mayores desequilibrios financieros y fiscales y con peores indicadores de competitividad. Pero los mercados nunca jugaron este papel.

El error fue creer que la segunda área monetaria más importante del mundo podía delegar su gobernanza a las agencias de calificación y unos mercados procíclicos y siempre proclives a la sobrerreacción. La ausencia de una gobernanza propia ha forzado a los gobiernos a aprobar reformas apresuradamente, en reuniones dramáticas, lo que ha dificultado explicar las reformas a los ciudadanos, así como formar consensos. Todo lo cual no ha servido para contener los fenómenos de contagio. Es por ello que, frustradas las esperanzas puestas en el mercado, los políticos han comprendido que tienen que crear una gobernanza en buena parte inexistente. Y a fe que lo han comprendido bien si reparamos en el enorme salto cualitativo que representa la reacción coordinada a la crisis, que arranca en 2009 y nos llevará a un estado muy avanzado de integración, cuyas líneas maestras aprobó el Consejo en junio, y sobre cuyos detalles deberá pronunciarse en diciembre.

Pero si tanto se ha conseguido desde 2009, ¿por qué las autoridades europeas no han sido efectivas en poner fin a los ataques de los mercados y al contagio? La respuesta está en el funcionamiento de las instituciones políticas en el presente estadio de integración, en el que casi todas las decisiones de trascendencia las adoptan 17 democracias soberanas. A diferencia de un estado unitario, la eurozona tiene 17 jefes de Estado, 17 ministros de Economía e incontables parlamentarios nacionales. No es sorprendente que, en materias complejas como son las europeas, la cacofonía sea la regla. Y sus ecos adversos en los mercados siempre han terminado debilitando la eficacia de los acuerdos.

Hasta cierto punto, se trata de un problema de procedimiento: nuestras instituciones no son efectivas en asegurar que los líderes hablan con una sola voz. Pero a un nivel más profundo, es un problema que deriva de las diferencias fundamentales en las expectativas y las percepciones que tienen los ciudadanos y los mercados. De los políticos los mercados esperan mensajes de confianza, de inmediatez, y, en suma, de una capacidad de actuar ilimitada. Los ciudadanos de cada país, por su parte, quieren conocer los límites de las obligaciones tributarias a las que pueden quedar sujetos.

Una ilustración de esta divergencia la ofrece el debate sobre la participación privada en la reestructuración de la deuda. Para una audiencia doméstica, los bancos deben asumir las consecuencias de sus errores. Pero para los mercados, tal comunicación es desastrosa, pues indica a los inversores que unos activos soberanos previamente considerados libres de riesgo han dejado de serlo. Y como los mercados se mueven por expectativas, resuelven deshacerse de sus inversiones hoy. Este proceso inmediatamente debilita los logros en el frente institucional.

Otro ejemplo es la aplicación práctica de las decisiones políticas adoptadas en respuesta a la crisis. Los mercados esperan decisiones de efecto rápido, valientes y adelantadas a los acontecimientos. Se exasperan ante el hecho de que los acuerdos políticos puedan tomar meses en ser operativos. Sin embargo, las decisiones deben ser explicadas, los procedimientos de aprobación seguidos y los compromisos políticos han de ser negociados. Y todo ello dentro de un sistema de 17 democracias soberanas. Así, una vez aplicados los acuerdos, nos encontramos con que las expectativas han cambiado y las decisiones se dan por descontadas.

Esta dialéctica gobiernos-mercados ofrece una segunda justificación de lo esencial que es, para asegurar un futuro estable del euro, una unión económica y financiera más estrecha y profunda. La lógica del diseño original del euro —una política monetaria única o federal, coexistiendo con políticas económicas descentralizadas— estaba ligada a los principios de subsidiariedad y de rendición de cuentas democrática. Esto era coherente con el contexto vigente hace dos décadas. Pero estos mismos principios hoy implican más Europa. Porque el principio de subsidiariedad asigna a la autoridad europea aquellas tareas que no puedan realizarse efectivamente a nivel nacional. ¿Y puede alguien sostener, tras la intensa experiencia de la crisis, que el nivel europeo de gobierno no es el más efectivo para ejercer directamente, o al menos coordinar, ciertas políticas económicas y financieras?

Pero si necesitamos una autoridad europea más fuerte, el principio de rendición de cuentas exige una profunda mejora de la democracia a nivel europeo. Y cualquier reflexión sobre lo que esto implica debe partir de reconocer que la pertenencia al euro conlleva un significativo grado de unión política. Porque hoy ya debe resultar evidente que prevenir y corregir los efectos de la crisis en el área euro exige que las decisiones se tomen de forma conjunta, con una perspectiva de la eurozona en su conjunto y no de los intereses nacionales específicos.

La necesidad de procedimientos institucionalizados de toma de decisiones colectivas es lo que define una unión política. Esta necesidad ha sido sentida defacto por los países miembros de la eurozona desde el comienzo de la crisis, aunque su reconocimiento dejure ha sido algo más lento pero decisivo. Tenemos ya tratados, procedimientos, instituciones y propuestas de directiva que son la urdimbre de una genuina unión monetaria, financiera, fiscal y política.

Estos son claros exponentes de una dirección de avance que, aún lejos de la federalización que sí tenemos en la política monetaria, debe sentar con solidez los pilares de una unión más estable. Pero esto sólo lo veremos el día después de mañana. Porque retos inmediatos son poner nuestras casas en orden, recuperar competitividad y sanear nuestros balances. Y, por encima de todo, entender en los hechos que compartir soberanía en el área euro no equivale a perder soberanía. Antes al contrario, compartir soberanía es el único camino para ganar un futuro de estabilidad y de progreso.

José M. González-Páramo, profesor visitante del IESE Businness School y exmiembro del Consejo de Gobierno del BCE.

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