El euro por receta y la cultura autonómica

Algunas de las disfunciones de nuestro joven estado autonómico seguramente tienen más que ver con la falta de práctica que con las limitaciones de una normativa a todas luces mejorable. Un estado descentralizado es una construcción compleja cuyo correcto funcionamiento exige, además de normas bien pensadas y tan claras como sea posible, una cultura compartida por todas las instituciones y por el grueso de los ciudadanos que no se forja en pocos años.

Dos ingredientes básicos de lo que podríamos llamar una cultura autonómica son el respeto a las competencias ajenas - aunque se ejerzan de una forma que no nos gusta-- y el consenso sobre las definiciones operativas de ciertos conceptos clave entre los que se encuentra el principio de igualdad. Me temo que en España aún nos queda mucho por hacer en ambos frentes. En relación con el primero, está claro que poco hemos avanzado cuando es la propia validez de las decisiones políticas lo que se cuestiona con una frecuencia preocupante y no sólo entre administraciones sino incluso dentro de cada una de ellas. Sirvan como prueba los más de 300 recursos de inconstitucionalidad y conflictos de competencias que el Tribunal Constitucional tiene pendientes de resolver, entre los que se encuentran los recursos de los partidos de la oposición contra la reciente reforma laboral y contra la decisión del Gobierno de no actualizar las pensiones por la inflación no prevista de 2012.

En cuanto al segundo frente, nos está costando mucho trabajo aceptar el hecho de que en un estado descentralizado la igualdad no puede reducirse a la uniformidad porque esto supondría anular en la práctica el derecho a la autonomía. Puesto que no tendría sentido haber creado las comunidades autónomas para después obligar a todas ellas a hacer exactamente lo mismo, tenemos que darles margen para adecuar su oferta de bienes y servicios públicos, junto con los impuestos y tasas que los financian, a las preferencias de sus ciudadanos, que no tienen por qué ser las mismas en toda España. Dado esto, la única garantía de igualdad que el sistema puede ofrecer es de carácter global y financiero. Con independencia de lo que luego decidan hacer con ellos, todas las comunidades autónomas han de disponer, a igual esfuerzo fiscal, de los recursos necesarios para poder ofrecer servicios similares.

Más allá de los estándares mínimos que seguramente conviene imponer en materias tan sensibles como la sanidad, el principio de igualdad así entendido no restringe la autonomía de los gobiernos regionales para decidir libremente la composición de su gasto y de sus ingresos. Este principio también permite la existencia de desviaciones al alza o a la baja en términos de presión fiscal y de gasto autonómico por habitante ajustado en relación al nivel común de referencia que se fije siempre que tales desviaciones se compensen entre sí. Esto es, una mayor oferta de servicios públicos en una región determinada no viola el principio de igualdad si ésta se financia con impuestos más altos que los que se aplican en otros territorios. Y a la inversa, la opción por mayores impuestos o tasas en una comunidad determinada no debería preocuparnos porque los recursos adicionales así obtenidos revertirán presumiblemente sobre sus habitantes en forma de mejores prestaciones públicas.

El respeto a las competencias ajenas y la existencia de una interpretación consensuada del principio de igualdad en la línea que acabo de sugerir habrían evitado muchos conflictos entre administraciones. El último de ellos es el que enfrenta al Gobierno central con las comunidades de Cataluña y Madrid en relación con el euro por receta, que amenaza por terminar, como tantas otras cosas, en el Tribunal Constitucional.

El Gobierno se inclina a recurrir la polémica tasa por un doble motivo. A su entender, ésta atenta contra el principio de igualdad e invade aspectos de la regulación del acceso a la sanidad que la Constitución reserva a la legislación básica del Estado (art. 149.1.16). A la luz de lo dicho más arriba, lo primero es cuando menos discutible. Lo segundo lo es menos. Y puesto que la tasa sobre las recetas invade un ámbito particularmente sensible de las competencias estatales, la decisión de recurrirla resulta perfectamente comprensible. Pero hay que decir también dos cosas. Primera, que para una vez que algunas comunidades no se esconden detrás del Estado a la hora de tomar decisiones desagradables, es una lástima tener que llevarlas al Tribunal Constitucional. Y segunda, que no parece razonable que la normativa básica estatal (a diferencia de lo que ocurre en otras áreas como la educación no obligatoria) no ofrezca a las comunidades autónomas ningún margen de actuación en materia de copago sanitario, privándolas así de una herramienta para la gestión de una de sus principales competencias que puede resultar muy útil por su potencial recaudatorio y por su capacidad de incidir sobre la demanda.

Una posible solución del conflicto pasaría por la retirada de la tasa en combinación con una reforma de la legislación básica del Estado que otorgue a las comunidades autónomas una cierta capacidad normativa sobre los instrumentos naturales de copago sanitario, como son las posibles tasas por visita médica y el porcentaje del coste de los medicamentos y servicios auxiliares que el paciente ha de pagar en función de sus circunstancias y su renta. Los cambios necesarios deberían coordinarse con la reforma del sistema de financiación regional, integrando los ingresos por copago (sanitario y de otros tipos) en el sistema y tratándolos de la misma forma que a los ingresos tributarios propiamente dichos. En particular, debería calcularse una recaudación normativa para los instrumentos de copago que aproxime los ingresos que se habrían obtenido por esta vía aplicando criterios uniformes en todas las regiones. Ésta sería la magnitud que se utilizaría a efectos de los cálculos del sistema, protegiendo así a las comunidades con menor potencial recaudatorio vía tasas, que recibirían más transferencias complementarias para cubrir sus necesidades de gasto. Las comunidades autónomas tendrían libertad para modificar al alza o a la baja sus tarifas, posiblemente dentro de ciertos límites fijados por el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud o por la conferencia sectorial que corresponda en cada caso, pero siempre asumiendo íntegramente las consecuencias presupuestarias de tales decisiones.

La reforma del sistema de financiación sería también la vía más natural y efectiva para encauzar la loable preocupación del ejecutivo por un principio de igualdad que nunca se ha aplicado de forma satisfactoria en la práctica. Como ya he defendido en estas mismas páginas, uno de los objetivos centrales de una reforma que comienza a ser urgente ha de ser la de reducir las grandes diferencias que ahora existen entre comunidades autónomas en términos de financiación por habitante ajustado. Si además se consigue iniciar un proceso gradual de reducción de los privilegios económicos de los que disfrutan los territorios forales, la cosa ya sería para nota.

Ángel de la Fuente es investigador en el Instituto de Análisis Económico, CSIC.

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