El excepcionalismo de EE.UU.

La inmediata, y más vehemente, reacción a la condena del excepcionalismo estadounidense por parte de Putin en la sección editorial de The New York Times quedó ilustrada por las palabras del senador Bob Menéndez: “He de decírselo con sinceridad, era la hora de comer y casi sentí ganas de vomitar”. Parece un ejemplo especialmente ofensivo de exageración retórica, pero de hecho fue totalmente sincero, Una cuestión, cabe decir, de trayectoria personal: nacido en 1953 de inmigrantes recientemente llegados de Cuba, Menéndez fue criado por un padre y una madre de modestas ocupaciones y nunca habló inglés correctamente antes de abrirse camino en la universidad, en la facultad de Derecho, para convertirse posteriormente en un político de nivel local y, luego, nacional. Es un relato típico de “sólo pasa en Estados Unidos” y, para personas como Menéndez, la idea de que EE.UU. es como otros países es a un tiempo increíble y profundamente ofensiva (no eran conscientes de los propios mecanismos con que contaba la URSS en el sentido de una movilidad al alza). La creencia de que EE.UU. actúa en un plano moral más elevado que otros países porque ofrece ilimitadas oportunidades a inmigrantes sin dinero es una fuente importante de excepcionalismo estadounidense que no tiene nada que ver con la política internacional. Pero otra cosa es la creencia de que EE.UU. es un país exento de numerosas normas internacionales que predica a otros países porque sus intenciones son básicamente de tipo benevolente, contrarias a la preocupación egoísta por la seguridad o a los objetivos económicos de otros países. El destacado discurso de Obama sobre Siria el 10 de septiembre contenía una versión bastante moderada de esta afirmación: “Mis conciudadanos estadounidenses, durante casi siete décadas EE.UU. ha sido el pilar de la seguridad mundial. Ello significa hacer algo más que forjar acuerdos internacionales; representa hacerlos respetar y cumplir. Las cargas del liderazgo suelen ser pesadas, pero el mundo es un lugar mejor porque las hemos asumido”. La referencia a los acuerdos implica un rechazo del unilateralismo pero, por supuesto, es difícil ser a la vez excepcional y multilateral.

A diferencia de la creencia en el estatus excepcional de EE.UU. como tierra de oportunidades, esta afirmación de excepcionalismo no se remonta a 1776, sino sólo al siglo XX; de hecho, a 1917, cuando EE.UU. intervino en la Primera Guerra Mundial para apoyar a británicos y franceses contra Alemania, el imperio austrohúngaro y el imperio otomano. Ninguno de los tres amenazaba a EE.UU., salvo en el caso del hundimiento de navíos estadounidenses por submarinos alemanes que podría haberse evitado con mejores procedimientos de identificación. EE.UU. tampoco tenía aspiraciones internacionales, ni siquiera intereses económicos en juego que se consideraran importantes. La expedición estadounidense a Europa fue considerada como una conducta desinteresada y motivada por causas totalmente idealistas: apoyar a las democracias británica y francesa contra las menos democráticas Alemania e imperio austro-húngaro y el no democrático imperio otomano, así como defender el derecho internacional, violado por la invasión alemana de Bélgica sin que mediara provocación. Fue una actitud idealista y aún más cabría decir si se aplica a un creciente número de estadounidenses, sobre todo cuando el coste en sangre y dinero de la intervención estadounidense empezó a aumentar, provocando al final una reacción aislacionista plenamente establecida hacia 1920 que dominó la política estadounidense hasta el ataque de Pearl Harbor en diciembre de 1941. Tal fue la traumática experiencia que relanzó el excepcionalismo intervencionista y lo mantuvo vivo y activo a través de la Guerra Fría hasta la actualidad (las “siete décadas” de Obama), porque la lección aprendida de Pearl Harbor fue que si EE.UU. no se enfrenta a la agresión en su origen, la agresión, alcanzará a Estados Unidos.

Sin embargo, ahora EE.UU. ha alcanzado otro momento decisivo esencial, ejemplificado por la popular reacción al discurso de Obama del 19 de septiembre. Obama está bien considerado por una mayoría de estadounidenses y habló muy bien, pero los sondeos de opinión revelaron que una mayoría de estadounidenses se opone a una intervención del tipo que sea en Siria, y además esta mayoría sigue aumentando. Los análisis de opinión han mostrado que las causas de este rechazo no son efímeras ni superficiales, sino que reflejan las duras lecciones de las guerras estadounidenses en Iraq, Afganistán y Siria,

Los estadounidenses no se han convertido en aislacionistas; una neta mayoría está totalmente dispuesta a defender los intereses estadounidenses y las democracias aliadas, incluyendo en concreto a Israel y Japón. Lo que no están dispuestos a hacer es emplear sangre y dinero en países como Iraq, Afganistán y Libia, donde los conceptos estadounidenses de libertad y democracia quedan excluidos por la presencia dominante de una ideología rival: el islam en todas sus diferentes formas. Las intervenciones estadounidenses en Alemania y Japón rehicieron estos países como aliados estadounidenses que comparten los valores estadounidenses tras la eliminación de sus propias ideologías rivales. Cosa que no puede suceder en las tierras del islam, y la sociedad estadounidense ha asimilado ahora esta lección. El resultado no es el aislacionismo, sino un intervencionismo selectivo que refleja un nuevo “excepcionalismo, versión 2” como dicen en Silicon Valley: las tropas estadounidenses sólo pueden actuar donde los valores estadounidenses puedan ir con ellas; y, por tanto, no en Siria ni en ningún otro país musulmán.

Edward N. Luttwak, Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de Washington. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.

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