El excepcionalismo estadounidense contraataca

Una vez más, Estados Unidos destaca como líder mundial, pero no por ninguna razón que otros países quisieran imitar. En la mayor parte del Norte Global, la tasa de infección de COVID-19 se ha reducido a cerca de una por cada 5000 personas. Cuando surgen nuevos casos, en su mayoría se detectan rápidamente mediante pruebas, para ser contenidos con seguimiento de contactos y cuarentenas. Gracias a estos protocolos, muchos países han podido reducir la tasa de reproducción del COVID-19 a menos de uno, punto en el que el virus acabaría por ser eliminado por no tener nuevos anfitriones a los que infectar.

Más aún, en toda Europa, Asia y varias otras partes del planeta la mayoría de la gente reconoce la necesidad del distanciamiento social y el uso de mascarillas, sin ver estas precauciones como un atentado a su “libertad”. En los lugares donde estas medidas de sentido común se han convertido en la norma, se puede prever que la tasa de fallecimientos por COVID-19 pueda mantenerse por debajo de una por cada 1000 personas, lo que equivale a cerca de un décimo de la mortandad causada por la epidemia de “gripe española” a fines de la Primera Guerra Mundial.

Hay también muchas razones para predecir una recuperación económica relativamente veloz, siempre que los gobiernos recuerden que el mercado se creó para y por las personas, y no al revés. Tras hacer frente a la emergencia de salud pública, la gran prioridad debería ser lograr el retorno al pleno empleo, y esto no se debe sacrificar en el altar de la austeridad y la ortodoxia financiera.

Mientras tanto, la trayectoria de la pandemia en el Sur Global sigue siendo errática y riesgosa. A principios de la crisis, muchos temieron que la propagación de coronavirus en los barrios de trabajadores migrantes de Singapur augurara una catástrofe muchísimo mayor que en el Norte Global. Hasta ahora esos temores no se han materializado. Pero el futuro de la mayoría de los países en desarrollo sigue siendo sombrío, debido a sus pocos recursos de salud pública para combatir el virus y una muy escasa capacidad fiscal para amortiguar el golpe a la economía. Sin ayuda sustancial, los países (en particular aquellos altamente endeudados) pronto no tendrán más opción que reabrir la economía incluso sin haber contenido el virus.

Eso nos lleva a los EE.UU., donde el coronavirus está completamente fuera de control. Desde mediados de junio, a nivel nacional casi se han duplicado los nuevos casos por día, alcanz´ndose la cantidad de 145 por millón de personas. Y, no, esta alza no se debe meramente al aumento de la cantidad de pruebas, como proclamó el Presidente Donald Trump. Si ese fuera el caso, la proporción de pruebas positivas estaría bajando. Sin embargo, en las últimas semanas ha subido de uno en 22 a uno en 13. La tasa de nuevos contagios en Arizona ya alcanzó a la de Nueva York en su punto más álgido. Y, según lo analizado por el Financial Times, Florida está a cerca de una semana de Arizona en la curva, mientras que Texas está tres días por detrás de Florida.

Para los optimistas, el último rayo de esperanza está en la posibilidad de que este brote en los estados del suroeste se concentre en los jóvenes y los relativamente sanos, sin atacar a las personas de la tercera edad y otros segmentos vulnerables de la población. Pero, dado que muchos residentes de estos estados han tomado la decisión política de rechazar el distanciamiento social y negarse a cumplir los protocolos de uso de mascarilla, cada vez es menos probable que funcione la contención. Haciendo eco de los dichos de Trump, quienes niegan la pandemia creen que, si tan solo los profesionales de la salud pública dejaran de hacer tantas pruebas y si la prensa dejara de cubrir el asunto con tanto ahínco, los temores irían desapareciendo y la economía volvería a prosperar. Suponen que la enfermedad no sería peor que una mala temporada de gripe.

Este agarrarse a un clavo ardiendo podría funcionar. El mundo es un lugar lleno de sorpresas, y las terapias médicas para tratar pacientes de COVID-19 están mejorando a ritmo acelerado. Si se pudiera ocultar a la sociedad la mayoría de los fallecimientos que, después de todo, se concentran en personas mayores sin conexiones sociales más allá de sus familias inmediatas, seguramente los demás podríamos continuar con nuestras vidas. A fin de cuentas, los estadounidenses apenas prestan atención a las 40.000 muertes relacionadas con armas de fuego y las 40.000 muertes por accidentes de vehículos que ocurren cada año. Si la tasa de mortalidad del COVID-19 se pudiera bajar de 1% al 0,5% protegiendo a los vulnerables, y entonces de un 0,5% a un 0,25% con las próximas terapias antivirales, lograr la tasa de anticuerpos estimada en un 60% que se necesita para generar inmunidad de rebaño costaría solo 500.000 más vidas. Eso sería más que factible dentro de ocho meses, con solo 2000 fallecimientos por día.

“Solo”.

Desde 1776, cuando Thomas Jefferson cogiera la pluma para articular los principios fundacionales del país, Estados Unidos no ha estado completamente a la altura de sus ideales. Pero en la década de 1860, tuvieron que morir casi 400.000 hombres jóvenes para eliminar la abominación de la esclavitud, y el siglo pasado ha servido (en su mayor parte) como un modelo positivo para otros países del planeta.

Después de que el COVID-19 haya acabado con los Estados Unidos, habrá pocas razones para pensar que esto siga siendo cierto. La pandemia ha confirmado la verdad del excepcionalismo estadounidense. Pero ahora Estados Unidos destaca como un ejemplo global de lo que otros países deben evitar.

J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research. He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration, where he was heavily involved in budget and trade negotiations. His role in designing the bailout of Mexico during the 1994 peso crisis placed him at the forefront of Latin America’s transformation into a region of open economies, and cemented his stature as a leading voice in economic-policy debates. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

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