Mi generación leyó y devoró a los clásicos de la novela norteamericana moderna: John Dos Passos, William Faulkner, John Steinbeck, Ernest Hemingway. En muchos casos, los clásicos nos llevaron a conocer a los antiguos, los precursores: Melville, Hawthorne. Walt Whitman fue una lectura frecuente, y parece que todavía lo es en alguna parte. En cambio, en mi caso, por lo menos, la lectura de los actuales ha sido irregular, espaciada, más bien esporádica. He leído de cuando en cuando a Philip Roth y a veces vuelvo a esa lectura. Conocí a la familia Portnoy a su debido tiempo, leí con atención y con momentos de horror, de emoción intensa, La mancha, y ahora acabo de terminar un libro que se me había quedado en el tintero, Adiós.Colón que sue-mucho mejor como Goodbye, Columbus. En realidad, en ese goodbye, en esa despedida de todas las ilusiones de lajuventud, en ese choque despiadado con el clasismo, con la indiferencia profunda, con la insensibilidad radical, con la crueldad de una forma de vida, se encuentra el germen de toda la obra futura de Roth. Roth escribió siempre, con singular intensidad, con pasión no extinguida, a partir de una memoria lacerada, memoria convertida en ficción, en mito particular, en fantasma, en espiral, construyendo temas y variaciones.
En la medida en que lo leo y lo releo, me asombra la diferencia entre su escritura y la de William Faulkner. I Faulkner era lector de Shakespeare y era lector de la Biblia. No sé si era un lector deliberado de la Biblia o si los aires bíblicos flotaban alrededor suyo y entraban por el aire, con la respiración, en un proceso de osmosis. Ese monólogo de Macbeth, el del sonido y la furia, el de la vida como historia contada por un idiota, no discordaba con los acentos de la tradición bíblica. Tenía una visión amplia, casi desesperada, reivindicada en último término por el instinto de vida, pero volcada, por eso mismo, hacia la muerte, hacia el drama inevitable. Kafka, en otra cuerda, pertenece a una especie humana parecida, aun cuando su escritura es otra: detallada, lenta, densa, cuajada de símbolos, llena de metáforas crueles, de fragmentos de profecía.
Quizá lo central en Philip Roth sea un proceso —y uso la palabra proceso a sabiendas—, de secularización, de abandono deliberado, y apasionado, de los tonos religiosos, de entrada en un laicismo no menos apasionado, proclamado con rabia, esgrimido. El niño Portnoy ha vivido en un ambiente de religiosidad congelada, represiva, hipócrita, manipulada para convertirla en norma de conducta. Su madre es un emblema, un icono, un castigo permanente. Sigmund Freud observó y a la vez profetizó la proliferación de las figuras maternas de esa especie. Hay, en la narrativa de Roth, una vida natural, por un lado, un paraíso perdido, y por el otro un conjunto de normas represivas, una cárcel mental: necesidad de vestirse, de ponerse una corbata, de no reírse, de hablar de una manera y no de otra, a fin de asistir a rituales, a ceremonias, a confirmaciones religiosas y no religiosas. En las mejores novelas de Faulkner se respira el aire bíblico, la distancia en el espacio y en el tiempo, los grandes conflictos de la vida y de la muerta. Mientrasyo agonizoes una epopeya, una marcha por vastas llanuras, por interminables planicies inundadas, por ríos crecidos, torrenciales, en busca de la tierra prometida o de la tumba definitiva. En los textos de Roth, los espacios se han reducido al detalle, a la realidad mezquina: un cuarto de baño, una cocina, una calle de suburbio, en el mejor de los casos, un techo. La extrañeza, el misterio de los grandes personajes clásicos, el de un Macbeth o un Hamlet, de un coronel Sartorius o de uno de la tribu de los Snopes, se transforma en Roth en perplejidad frente al hormigueo sin sentido de la existencia cotidiana: al enigma de una gota de sudor, de unos pezones femeninos, de una mancha de sangre o de materias fecales.
No sé en que consiste, con mediana exactitud, la mancha que corresponde al título de una de sus mejores novelas: ¿el origen de la desgracia, el pecado original, la caída? Una definición posible sería la siguiente: esa mancha es la caída, la pérdida, una forma de maldición, el pecado original, pero degradado, despojado de su misterio, traído a tierra. Coleman Silk, judío, especialista en lenguas clásicas, maravilloso profesor, héroe universitario, comete un error fundamental. El hombre tiene la acidez, la ironía, el látigo, de los auténticos, insobornables, implacables, líderes intelectuales. No disimula su desprecio, como suele ocurrir en casos como el suyo, de los alumnos aprovecha-dores, cínicos, sacadores de vuelta. Pues bien, a propósito de dos de esos estudiantes que nunca se presentan a clase, se permite hacer una pregunta pública: ¿quiénes son esos zombis? Y ocurre que los supuestos zombis son dos estudiantes negros, que recurren a sus asociaciones, a sus abogados, y convierten la pregunta despectiva en acusación. El novelista Nathaniel Hawthorne, a mediados del siglo XIX, había señalado que su país tenía el «genio de la persecución». Los hechos están narrados poco después del episodio de Bill Clinton y la joven universitaria de la Casa Blanca, de la transmisión por los medios de los detalles eróticos ocurridos en el mítico salón oval. Todas las furias censoras del país, latentes, agazapadas, habían ocupado los primeros lugares del escenarios. Y Coleman el profesor, viudo reciente, de setenta y un años de edad, era visitado en su casa por una amante de treinta y cuatro años, modesta encargada de la limpieza en un establecimiento cercano. La narrativa norteamericana, en sus diversas formas, con más propiedad y más intensidad que otras, es arte de lo particular. Conocemos el pecado de Coleman, o la mancha de Coleman, a lo largo y hacia el final de su amargo desarrollo. Amargo y placentero, desde luego, sin que falten los detalles sadomasoquistas (Sigmund Freud, una vez más).
En cada una de sus novelas, en el conjunto de su obra, Philip Roth construye una sinfonía del dolor, de la rabia, de la frustración de cada día. La búsqueda de la tierra prometida se transforma en caminata a la intemperie, en el asfalto, en laberintos urbanos de mal augurio. Todo termina mal y parece que el destino de todo consiste en terminar mal. La escritura es rítmica, llena de explosiones de ingenio callejero, sinuosa, soberbia. Si uno tiene buen oído, la música se escucha a pesar de todo, a cada rato.
Jorge Edwards, escritor. Premio Cervanrtes.