El Excmo. Sr. Pablo Iglesias Turrión

EL Boletín Oficial del Estado del pasado 29 de diciembre publicaba un real decreto por el cual Felipe VI concedía la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden de Carlos III a Pablo Iglesias, vicepresidente segundo del Gobierno de España entre 2020 y 2021. Despejado el chubasco desatado por dicha decisión en algunos medios de comunicación y redes sociales, creemos que la noticia necesita abordarse con un poco más de calma y perspectiva.

La verdad es que cuanto se ha dicho y escrito sobre este tema nos parece desenfocado. Casi todos los comentarios se han centrado en censurar, por lo general de manera bastante cáustica y destemplada, el acto mismo de la concesión, estimando que una persona como el señor Iglesias, que ciertamente se ha posicionado en tono avinagrado, y muchas veces inelegante, contra la Monarquía y los símbolos políticos patrios -la bandera y el himno nacionales, principalmente-, no merecía en modo alguno recibir la más alta distinción civil que concede nuestro país, situada en prestigio y raigambre histórica inmediatamente después de la Insigne Orden del Toisón de Oro. Si las reales órdenes y condecoraciones son, a la postre, una de las expresiones sublimadas del sentir de la nación, no resulta lógico, señalan los críticos, que se premie a una persona pública con algo tan íntimamente ligado a un sistema de valores que en el fondo detesta.

Este planteamiento no es acertado. En todos los países democráticos las distinciones oficiales acostumbran a distribuirse con criterios más o menos razonables y, aunque a veces no están exentos de polémicas, su concesión está sujeta a ciertos usos y convenciones o tiene establecidos ciertos mecanismos de control, de manera que la justicia premial llegue a todos los ciudadanos, sin distinción de su origen social, sexo, profesión o ideas políticas. Uno de esos usos o convenciones no escritas es que el Gobierno entrante condecore al saliente. Así se ha hecho en España, desde el siglo XIX, con muy pocas excepciones.

El meollo de la cuestión no radica en que el señor Iglesias haya sido condecorado por el Rey -por lo demás mediante un acto jurídicamente debido, pues Don Felipe está obligado constitucionalmente a refrendar la iniciativa del Gobierno-, sino en que la concesión de la meritada Gran Cruz se haya reducido a un aséptica disposición reglamentaria, redactada de forma estereotipada y despachada como si de una norma del catastro o una licencia de obras se tratase, ayuna por completo del rito de institución -empleamos la noción acuñada por el gran sociólogo Pierre Bourdieu (1930-2002)- que debiera acompañar siempre este tipo de actuaciones.

Efectivamente, la investidura con la máxima condecoración que otorga España, de la que Su Majestad es gran maestre, sólo puede tener éxito y cumplir la finalidad de recompensa de los servicios prestados y de emulación social para la que fue fundada si va unida al debido respeto a las formas y cortesía institucionales, respeto que ha de extenderse -es de sentido común- a la Corona que la creó en 1771 y que tiene atribuidas las competencias de ‘fons honorum’, según dispone el art. 62 f de nuestra Constitución. Dicho con otras palabras, solo si se concede tal reconocimiento bajo ciertas condiciones, que Bourdieu califica de «litúrgicas», puede ejercer una eficacia simbólica completamente real, en tanto que transforma a la persona consagrada.

En primer lugar, porque modifica la imagen y los comportamientos que de ella tienen los demás (siendo el más evidente de estos cambios el hecho de que, en este caso, reciba a partir de ahora el tratamiento de excelentísimo señor); y luego porque altera la apreciación que la persona investida tiene de sí misma y las actitudes que se cree obligada a adoptar para estar a la altura de su nuevo estatus. Aceptando esta premisa se puede comprender mejor el estimulante efecto de cohesión social y territorial que pueden desplegar las condecoraciones en las sociedades avanzadas si son sabiamente administradas por los poderes públicos. Es precisamente esta motivación utilitarista la que inspira la obra del filósofo y jurista turinés Norberto Bobbio (1909-2004), quien nos recuerda que el Derecho debiera cumplir también una función promocional, y no exclusivamente limitativa y prohibitiva, procurando un empleo mayor de las «técnicas de alentamiento» (premios e incentivos) que de las «técnicas de represión».

La concesión de órdenes y condecoraciones debiera ser una cuestión de Estado. No puede trasladarse a los ciudadanos la impresión de que se otorgan muchas veces por afinidades políticas o compadreos con el inquilino que ocupa La Moncloa en cada momento. Para ello nada mejor que vigorizar la presencia de la Corona en este tipo de asuntos y que fuera el propio Rey el que presidiera la ceremonia de imposición de las insignias de todas las órdenes y condecoraciones civiles nacionales, a celebrar en el Palacio Real cuatro o seis veces al año. Esta ceremonia -emotiva, armoniosa, sutil y espiritual- habría de conciliar solemnidad, sentido de Estado, fuerza simbólica y ritual, adecuada puesta en escena y proyección mediática, dando visibilidad a los fines de ejemplaridad social para los que fueron creadas las órdenes y condecoraciones y reforzando el papel psicológico y conciliador de la Monarquía.

Las distinciones son consustanciales al alma humana y han existido desde siempre, en todas las épocas y regímenes, con independencia de su particular orientación ideológica. No hay fundamento alguno, por consiguiente, para escandalizarse por el hecho de que el Sr. Iglesias haya aceptado ingresar en la Orden de Carlos III. Hasta un detractor tan visceral de los premios y dignidades de su país como fue el diputado laborista Willie Hamilton (1917-2000), hubo de reconocer, con ciertas dosis de cinismo, la satisfacción que percibía en la mayoría de sus compatriotas pertenecientes a las clases medias y menestrales cuando eran condecorados personalmente por la Reina Isabel: «Que una distinción, por fea que sea, pueda señalizar la culminación de las ambiciones de una vida humilde es cosa que debe obligarnos a pensar».

Fernando García-Mercadal es general auditor (R) del Cuerpo Jurídico Militar.

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