El éxito de las encuestas

Las elecciones andaluzas tuvieron un ganador inesperado: las encuestas. Los sondeos se enfrentaban a un escenario borroso y agitado por el surgimiento de dos partidos, Podemos y Ciudadanos, pero a la luz de las urnas sus pronósticos resultaron acertados. El sondeo de Metroscopia para EL PAÍS predijo el porcentaje de voto de cada partido con menos del 1,3% de error medio. Incluso el CIS, que realizó su trabajo de campo un mes antes de las elecciones, produjo una estimación con un error del 1,9%. La precisión de los sondeos es aún mayor cuando se agregan sus resultados: algo tan simple como una media de siete encuestas de la última semana reduce el error medio al 0,7% para los cinco primeros partidos. Por ejemplo, las encuestas daban un 35,7% de votos al PSOE y el resultado fue un 35,4%.

Esta exactitud en las predicciones no debería ser sorprendente, pero es seguro bienvenida. Y es que desde hace un año nuestro país compagina dos circunstancias. Por una parte, un interés inusitado por los resultados electorales; por otra, un relativo descrédito de los sondeos. Un descrédito que prendió tras las elecciones europeas del pasado verano, cuando los sondeos fueron incapaces de prever, ni siquiera aproximar, el éxito arrollador de Podemos. Se instaló entonces la idea de que las encuestas ya no funcionan, o peor aún, de que están manipuladas para servir a oscuros fines partidistas.

Desde ese día hemos escuchado una plétora de argumentos, muchas veces contradictorios, para ver decisiones interesadas y perversas donde solo había decisiones técnicas y resultados adversos. Hubo quien decía, por ejemplo, que las encuestas estaban siendo manipuladas para minorar a Podemos e impedir que fuese visto como una alternativa, pero también quienes sostenían justo lo contrario: que sus cifras estaban siendo hinchadas artificialmente para activar el voto del miedo y favorecer a los partidos tradicionales. El acierto de las encuestas no desarbola estas teorías —quizás imposibles de falsar—, pero servirá para reducir el ruido y recuperar la confianza en las encuestas como lo que son, un instrumento para entender la realidad social.

El éxito de las encuestas nos alegra por otros dos motivos. El primero es que servirá para reivindicar la mal llamada “cocina”. Los datos en bruto de una encuesta, y esto será sorprendente para muchos, no suelen transmitir con fidelidad el comportamiento de los entrevistados. Algunos entrevistados no tienen decidido su voto y prefieren agarrarse al “no sabe” antes que indicar su voto más probable, otros prefieren sencillamente no revelar cuál será su comportamiento. Pero en muchos de estos casos es posible una estimación fundamentada de qué ocurrirá cuando llegue el día de la votación. Es la responsabilidad del analista usar información auxiliar (como las simpatías partidistas del entrevistado) y su conocimiento sobre comportamiento electoral para predecir cómo votarán estos indecisos. La cocina, en esencia, es el procedimiento para combinar toda la información disponible y producir una predicción más precisa.

Y este procedimiento generalmente funciona. Basta revisar el sondeo CIS en las elecciones andaluzas para observar que su modelo de comportamiento —su cocina— mejoró la predicción de los datos en bruto. La intención directa de voto decía que el PSOE obtendría un 38% de votos, por un 19% del PP. Pero el modelo del CIS dio lugar a una estimación diferente, un 34,7% y un 25,7%, respectivamente, que ahora sabemos que resulto mucho más precisa. El voto directamente declarado por los entrevistados se desvió en un 4,2%, pero gracias a su modelado el CIS redujo sus errores al 1,9%. Es un ejemplo de las bondades de esos procedimientos que los analistas aplican antes de publicar los resultados, que ni son infalibles ni son imposibles de manipular, pero que normalmente mejoran las estimaciones.

El otro motivo para alegrarnos del éxito de los sondeos en Andalucía es que servirá para hacer mejores las encuestas de mayo y noviembre. El trabajo de cocinar es difícil y desde las elecciones europeas reinaba la incertidumbre. ¿Cómo de abstencionistas son los simpatizantes de Podemos? ¿Se ha reducido el voto oculto con la emergencia de nuevos partidos? Para responder esas y otras preguntas, las encuestas llevaban diez meses adaptando sus modelos en el vacío. Ahora por fin han podido salir de sus cocinas y servirnos un plato, sus predicciones para Andalucía, y el resultado ha sido positivo. No podemos confiar ciegamente en el resto de su menú —en un mundo estadístico, podrían haber acertado incluso por azar— pero su crédito sale fortalecido.

Por todo esto el éxito de las encuestas en Andalucía es, a nuestro juicio, una buena noticia. Nos retorna a un estado en el que el comportamiento electoral, si no predecible, al menos deja de ser inesperado. Y sin embargo, preferimos acabar con una nota de precaución. Las encuestas son un instrumento tan útil como delicado. Tarde o temprano volverán las predicciones erróneas y eso no implica ni manipulación ni falta de profesionalidad. Ocurre, simplemente, que las encuestas son falibles porque intentan algo complejísimo: anticipar cómo votarán millones de personas cuando ni siquiera esas personas lo saben con seguridad.

Kiko Llaneras es ingeniero, profesor en la Universitat de Girona y editor del colectivo Politikon; Gonzalo Rivero es politólogo y doctor en ciencia política por la Universidad de Nueva York.

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