El extravío de Europa

Hagan suyo el estupor de los querubines mediterráneos en El rapto de Europa que pintó Tiziano y ha inspirado a Raúl Arias. Nada nuevo bajo la bandera estrellada de la Unión. Cuando hace más de medio siglo se negociaron los contenidos y reglas del juego de la Comunidad Económica Europea fue muy comentado el portazo euroescéptico de uno de los comisionados británicos: «Ustedes nunca se pondrán de acuerdo en nada y si se ponen de acuerdo no se cumplirá y si se cumple será un desastre».

Esta triple maldición de hada despechada parece haberse abatido sobre la eurozona desde el inicio de la actual crisis económica y muy especialmente desde que el primer rescate de Grecia abriera una etapa de convulsiones en el mercado de la deuda soberana que dura ya año y medio. Baste como último ejemplo lo difícil que resultó llegar a los acuerdos del 21 de julio sobre el segundo rescate griego y la compra de bonos de países en dificultades -Merkel no quería ni celebrar la reunión-; la frustración de nuestro gobierno y del propio Durão Barroso por la reticencia alemana a aplicar lo pactado; y los malos augurios que pronostican que eso tampoco servirá de mucho.

Han sido tantos los errores cometidos por el Ejecutivo de Zapatero, Rubalcaba y Salgado en la parte álgida de la crisis, pasando del negacionismo inicial al disparate del desaforado gasto público para demostrar que había una salida socialista que hacía innecesarios los sacrificios y desembocando en las trampas en el solitario de unas reformas tan trompeteadas como inanes, que la mayoría de los españoles no quiere ni oír hablar del contexto internacional.

«¡Que se vayan de una vez estos inútiles!», es la acuciante receta que brota estos días en cualquier debate de altos o bajos vuelos, sin reconocer siquiera el empeño de un presidente en retirada que ha pasado toda la primera semana de agosto en su despacho -cumpleaños incluido- tratando de mantener el barco a flote.

Pero estos «inútiles» desaparecerán dentro de poco más de 100 días de escena -esperemos que los tres- y el probable nuevo gobierno popular, más allá de cuán crítica sea la situación que herede, se encontrará ante problemas derivados de las equivocaciones cometidas en el proceso de construcción europea, de imposible solución unilateral.

Quienes hace 20 años advertimos de los riesgos que conllevaban unos tratados de Maastricht por los que se introducía la moneda única sin un proceso previo o al menos paralelo de unificación política, tenemos alguna legitimidad para la autocita melancólica.

El 6 de septiembre del 92 planteé en esta misma página la objeción de fondo a lo que estaba en marcha: «Hemos permanecido impasibles mientras Felipe González y el resto de los líderes europeos sustituían lo que debía haber sido un pausado proceso constituyente, en el que todo hubiera sido discutido con luz y taquígrafos, por un fulminante mecanismo de carta otorgada… ¿Se imaginan que en 1977 Adolfo Suárez se hubiera encerrado un fin de semana con González, Fraga, Carrillo, Pujol y Tierno en cualquier Casa de la Pradera y a la salida nos hubiera comunicado que España ya tenía una nueva Constitución y que tan pronto como las Cortes la ratificaran entraría en vigor?».

Y avisé de los riesgos concretos que se avecinaban en términos que ya entonces debieron atraer al menos la atención de Rajoy: «Cualquier aficionado al ciclismo sabe que cuando un corredor demasiado joven -o peor dotado, o menos disciplinado- trata de subir los grandes puertos al mismo ritmo que Indurain y Chiapucci lo normal es que termine reventado en la cuneta, llegue con el control cerrado y hasta arruine su futuro deportivo».

Porque -añadía dos semanas después, el domingo del apurado del referéndum francés- «cuando la moneda no es, en definitiva, sino el fusible de la economía de un país, resulta un sarcasmo escuchar que de haber estado en vigor el Tratado de Maastricht, ni la peseta se habría devaluado, ni la libra y la lira habrían tenido que abandonar el SME. Desprovistas de esa válvula de seguridad que es el control de cambios, España, Italia e Inglaterra tendrían antes o después la casa en llamas, a menos que recibieran de Alemania recursos mucho más ingentes de los que eran precisos para haber aplacado esta tormenta».

La experiencia de esa crisis de comienzos de los 90, resuelta dentro del Sistema Monetario Europeo mediante las preceptivas devaluaciones competitivas, fue definitiva para apuntalar la decisión británica de quedarse fuera del euro. España e Italia llevaban el mismo camino pero no porque no quisieran entrar sino porque no cumplían los requisitos para hacerlo. Prodi sugirió incluso a Aznar que apostaran juntos por la Europa a dos velocidades y salió malparado al encontrarse con un líder del PP resuelto a no dejar escapar de ninguna manera el tren del euro.

También Aznar sigue diciendo ahora las mismas cosas que entonces, y así en un reciente artículo en el Times ha situado el origen de todos los males de la UE en la ruptura del Pacto de Estabilidad que impedía a cualquier país de la eurozona pasar del 3% de déficit presupuestario. ¿Pero cómo iba a perdurar esa constricción cuando el G-20 apostaba por las políticas de estímulo y existía encima el precedente de que se había consentido nada menos que a Francia y Alemania soslayarla en los propios años de bonanza?

Es cierto que una cosa es incumplir el Pacto de Estabilidad y otra pasar en poco más de dos ejercicios del equilibrio presupuestario a un déficit del 12% como les ocurrió a Zapatero y este alter ego que ahora se presenta a las elecciones como si no fuera corresponsable directo de que los españoles seamos los ciudadanos del mundo desarrollado más castigados por la crisis y encima le dice al presidente que «pase lo que pase en el mundo» no haga nada de aquí al 20-N que pueda molestar a la UGT.

«La clave de todo está en que tú debes ser virtuoso aunque los demás no lo sean», me decía el otro día un Aznar consternado ante lo que ya ve como pérdida irreversible de la autonomía económica de España. Nunca sabremos cómo se las habría arreglado un gobierno presidido por él para mantener el crecimiento sin el tirón de la construcción, pero de lo que estoy seguro es de que no se le habrían desbocado el gasto público y la deuda. ¡Quién no habría prescindido de la sonrisa de Zapatero y mantenido su rostro avinagrado a cambio de haber conservado la disciplina fiscal en los peores momentos!

Pero el hecho de que el caso español pruebe que se pueden hacer las cosas regular, mal o rematadamente mal, y en definitiva sean decisiones españolas las que nos hayan hundido hasta el fondo del pozo en el que estamos, no empecepara que el erróneo diseño de la Unión Monetaria haya quedado en evidencia con motivo de estos shocks asimétricos. Porque si la moneda es de todos pero cada uno puede hacer su propia política económica, la divisa común queda al albur de la irresponsabilidad, la demagogia electoralista y los compromisos de cada cual. O mejor dicho es el resultante de lo que sumen los gobiernos austeros y eficientes y lo que resten los manirrotos y torpes.

A los pigs ahora nos llaman educadamente «países periféricos» pero la frivolidad del endeudamiento público y privado ha hecho honor a nuestra fama de suciedad y desaliño financiero. ¿Por dónde se han roto las costuras del euro? Pues por el mercado del crédito, o sea por la asfixia del crecimiento, o sea por el empleo. Cualquiera podía preverlo como de hecho yo lo hice en mi carta del 17 de diciembre del 95: «A falta de la capacidad de devaluar la peseta, las sucesivas pérdidas de competitividad de nuestras empresas sólo podrán desembocar en destrucción de empleos o recorte de salarios».

Había un antídoto, aplicado con intensidad durante los años de Aznar, que eran las reformas estructurales. La llamada «agenda de Lisboa» del año 2000 las convertía poco menos que en hoja de ruta de la UE para el siglo XXI y el resumen del resumen consistía en desmontar el insostenible Estado del Bienestar para impulsar el bienestar dentro de los estados, talando burocracia y favoreciendo el crecimiento.

Para un gobierno asociado durante seis años con los zopencos sindicales -¿se acuerdan del «vicepresidente Méndez»?- y obsesionado ahora por apaciguar a los enragés del 15-M eso era como hablar en chino. Lo que a Zapatero le ponía era implantar una Ley de Dependencia que con el motivo o pretexto de la atención a los mayores creara un segundo PER clientelar en la España deprimida. O el Plan E, o los cheques-bebé o las ayudas a parados de larga duración: gasto, gasto y gasto. Es sólo ahora, cuando ya tiene un pie en su casita de León, cuando Zapatero se lamenta -léase mi última conversación con Jano- de haber destinado cantidades ingentes a un seguro de desempleo que no estimula la búsqueda de trabajo.

El consejo de guerra sumarísimo al que le sometieron los demás miembros de la Unión Monetaria en mayo de 2010 -¿no se había dado cuenta de que estaba disparando con pólvora de Europa?- le hizo cambiar rotundamente de discurso pero sólo parcialmente de conducta. Superado el apuro a costa de funcionarios y pensionistas, Zapatero ha continuado atenazado por prejuicios ideológicos de forma que aunque su mente parecía estar en orden de combate sus pies se resistían una y otra vez a llevarle en la dirección que marcaba su inteligencia. La abdicación de facto en Rubalcaba cuando le nombró vicepresidente supuso el final de esa escapada apenas esbozada y ahí está la clave de las bofetadas que nos han dado esta última semana: es imposible hacer reformas impopulares y dar alas a la vez a la candidatura de un viejo demagogo.

Teniendo en cuenta que en países como el nuestro es mucho más probable que ganen las elecciones personajes amables y fantasiosos como Zapatero que personajes ásperos y rigurosos como Aznar -sin los crímenes de Estado, el latrocinio de los amigotes de Glez. y la ola de devaluaciones no se hubiera producido el milagro del 96-, si yo hubiera asistido a su encuentro del otro día en La Moncloa le habría dado la razón al actual presidente en cuanto al camino que debe adoptar Europa si quiere sobrevivir como Unión Monetaria.

Relanzar el compromiso con el Pacto de Estabilidad como sugiere Aznar sólo sería efectivo si cada miembro del euro lo incorporara drásticamente a su Constitución. Seguir fiándolo todo a un mecanismo de sanciones no serviría de nada. Y puestos a adoptar esa discutible autorrestricción de soberanía tendría mucho más sentido encaminarnos claramente hacia una confederación europea como propone Trichet con el aplauso de Zapatero, con su Ministerio de Economía común, su Tesoro común, sus eurobonos y su canesú.

Ésa sí que sería una criatura robusta capaz de tener algo que decir en un nuevo orden mundial en el que Estados Unidos -degradado por Standard and Poor's, para que digan de las agencias de rating…- ya nunca volverá a ser lo que era y el emergente poder de China necesitará contrapesos de mucha mayor envergadura que los actuales Estados-Nación.

Hay que dejarse de eufemismos: Europa no necesita «gobernanza», qué palabro, sino gobierno. Pero para relanzar esa Unión Política que quedó como asignatura pendiente en Maastricht es preciso que la señora Merkel asuma sus responsabilidades, ejerza su liderazgo y les diga a los alemanes la verdad sobre los riesgos y oportunidades de la construcción europea, en lugar de continuar dejándose arrastrar en medio de la ciénaga por el extraviado mugido de los acontecimientos.

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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