El factor inhumano

Se ha advertido por el presidente democrático de Ucrania que los ataques del Ejército regular ruso contra objetivos civiles en su país deben acabar ante el Tribunal de Justicia Internacional de La Haya. También, añadimos, los ataques contra objetivos real o presuntamente militares, que presuponen, y han causado en efecto la muerte de personas. Ninguna sensiblería pacifista en estos asertos.

Si una guerra se inicia sin causa es en sí misma un hecho criminal. No cabe excusarlo diciendo y documentando -como en días cercanos se ha hecho, por plumas acreditadas y con sólida y colorida argumentación- que Rusia y Ucrania son una misma nación porque tienen trazos comunes en su historia: desde esa perspectiva, el atentado a la humanidad que es ‘la invasión’ resulta incluso mayor, puesto que es hasta genéticamente fratricida. Y, aunque necesario, no es suficiente respuesta el cerco económico a Moscú: como dice el Calígula de Camus, «escúchame bien, imbécil, si el Tesoro tiene importancia, la vida humana ya no la tiene». En la revuelta de la plaza de Maidán, en Kiev, Putin no marcaba una línea roja a las opciones político-estratégicas de Zelenski, sino al marco territorial para sus relaciones comerciales.

La canción popular hispana recuerda, con base experimental, que «poco a poco, siempre arregla todas sus cuentas la historia». Es cierto en cuanto al equilibrio de los grupos sociales y de las relaciones humanas, los estratos se reajustan con el tiempo: pero no persona a persona. A Hitler se le podría haber sentado en el banquillo -de un hipotético Nüremberg- el mismo día que atravesó el pasillo de Danzig, y no solo ante el primer caso de un deficiente mental o de un no ario gaseado en el campo de Mathaüsen. La vida arrebatada -hoy lo reconocen todas las legislaciones democráticas, que eliminan la pena de muerte- no tiene posible y justa reparación. Remedios justos y convenientes, en todo caso.

Hay rasgos comunes con otros autócratas y rasgos singulares en el caso de Putin. Por ejemplo: suelen ser ‘conversos’. Roma era una civilización de distintas culturas a cuyos miembros integraba como ciudadanos: era precursora en resolver el problema de la inmigración, pues. Hasta que los marginados (esclavos) se sublevan capitaneados por Espartaco, y un tal Craso -prototipo del poder económico- obtiene poderes políticos absolutos y acaba con la rebelión en la batalla anárquica del río Silario. En ese momento, Roma comienza a no ser ‘res-pública’ o ‘demo-cracia’ y, con el autoritarismo se inicia la tiranía, en el gran César (releamos a Shakespeare), y se abre en rampa deslizante la decadencia del Imperio. Stalin era un pueblerino georgiano y un cura ‘rebotado’, imbuído por la obsesión de eviscerar el imperialismo zarista: y creó el imperialismo soviético, infectando de hambruna genocida, por cierto, a Ucrania. El gran reinventor del Imperio romano esparcido desde la Malmaison, París, un tal Napoleón de Córcega había dicho en su primera juventud «les haré a los franceses todo el daño que pueda» para, poco tiempo después y habiendo logrado ser admitido en la Escuela militar de París, asombrar al director, monsieur Valfort, y a su profesor Domairon contándoles su sueño en recidiva: «La patria se me acercaba en forma de mujer malherida y me alargaba un puñal diciéndome: ‘Tú serás mi vengador’». Pues bien: Vladímir Putin, trabajando en las entrañas del KGB, procuraba detectar a los enemigos ocultos de Rusia, para conservarla, hasta convertirse en el profeta de la nueva Gran Rusia, y para ello silencia a los rusos: desde luego a los opositores, caso de Navalny, y a los medios e investigadores libres, simbolizados por Politkovskaya o Skripal...

La otra inequívoca coincidencia es la sed de territorios en que ejercer mando. Bolívar sufrió la metamorfosis: de cadete en España y casado con española (creo recordar que en la iglesia de San Sebastián), voló con causa -América llegaba a su mayoría de edad, y España no entendida por Napoleón, como subraya Talleyrand, languidecía- hacia la independencia de ‘las Españas’, y luego, en seguida, hacia el sueño panamericano. Fracasó. En su viaje a Caracas, para morir, reflexionaba, según García Márquez, que «la vida le había enseñado que ningún fracaso va a ser el último». Si hubiese logrado su utopía ‘imperial’, tal vez habría asistido a un siglo XX de nacionalidades enfrentadas, a la europea. Es decir, a su gran fracaso póstumo. Napoleón, dice Talleyrand, en lugar de pensar en los peligros que amenazan a Europa desde Oriente (situación que llega hasta hoy mismo, según se ve), quiso crear una corona de Francias satélites ejerciendo el nepotismo familiar, claro, sobre las distintas naciones del continente. El resultado fue una Europa fraccionada en placas tectónicas, que, para desenmarañar el puzle, el Tratado de Viena trata de clasificar en «Estados conquistados y no vacantes, de los cuales hay dos clases: la primera, los Estados en litigio, es decir Estados sobre los cuales se ha reconocido derecho de soberanía a varias personas por las diferentes potencias..., y el segundo grupo incluye a los Estados o países cuya posesión ha sido perdida por el soberano sin haberla cedido y sin que otro se la haya atribuido». Esta especie de contrato de los hermanos Marx ha estado en el origen de dos guerras mundiales, y solo se ha recompuesto en la UE para la Europa del Oeste. Porque, luego del Tratado de Viena, fue diluyéndose ‘ancien régime’ al tiempo que florecían las nacionalidades, y en esa situación de podredumbre joven nació el nazismo, con ánimo reivindicativo y, sobre todo, alegando espacio vital para la gran Alemania. A la que se fue desconociendo como peligro -es el famoso artículo de Bertoldt Bretch- hasta que hubo que pararle con las armas.

Y en eso estamos: ante un sátrapa continental. Ignorando el buen sentido político de Gorbachov (que recogía una corriente importante del pensamiento ruso que miraba a Occidente), quiere descaradamente reconstruir ‘las Rusias’, derrocando por las armas y no en las urnas, e incluso llevándole a la condición de mártir a Zelenski, ya que no puede convertirlo en títere. El final de Zelenski, y de Ucrania con él, a pesar de los Pactos de Minks, está marcado por Vladímir Putin. Le será aplicable la frase de Chateaubriand en sus ‘Memorias de ultratumba’ (es decir, para su posvivencia: momento de la máxima lucidez y la menor cautela humanas) al enjuiciar el asesinato del duque D’Enguien: «Más que un asesinato, ha sido un tremendo error». Pero que se reconocerá tardíamente, la historia se recompone con pasos de tortuga, ya lo hemos visto. ¿Y esa justicia de la historia, qué le importa al oligarca, vivo o muerto?

A uno se le ocurre una utopía bárbara, solo comparable a la aberración del tirano Putin: que, mientras tenga aliento, la libre Ucrania solicite su incorporación a la OTAN. Que registre, ante la Historia y el mundo, su petición de libertad. El riesgo es mayúsculo: el de una guerra nuclear. Cierto. ¿Pero se atrevería la camarilla del Kremlin, cuando ya se remueven -como bajo una roca- voces discrepantes en las calles de Moscú? Y si creemos que ahora sí puede prevalecer el paroxismo esquizofrénico, ¿por qué no, cuando vuelvan a plantearse de nuevo sus ansias imperiales, habiendo ganado ‘posiciones’ contra el factor humano?

Santiago Araúz de Robles es jurista y escritor.

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