El faisán del 11-M

Quiero agradecer públicamente al presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, Javier Gómez Bermúdez, su decisión arbitraria -en el sentido de innecesaria, libre y personal- de trasladar a un pleno de 15 magistrados, que se reunirá pasado mañana en la pasarela mediática de San Fernando de Henares, la potestad de resolver sobre la calificación jurídica del caso Faisán. Máxime cuando el criterio del juez instructor, Pablo Ruz, de considerar los hechos como un caso flagrante de colaboración con banda armada aparece sólidamente fundado en todos sus autos en la jurisprudencia de la propia Audiencia Nacional y del Supremo y cuando la Sección integrada por tres magistrados a la que le correspondía revisar sus decisiones y a la que estaba abocado el caso, se pronunció ya en sentido coincidente.

Sobre todo quiero agradecer al juez Bermúdez que al elevar en julio el caso a esta última instancia de su Sala enfatizara el presunto carácter dudoso de la cuestión, dando así beligerancia a la tesis de las defensas de los procesados Ballesteros, Pamiés y García Hidalgo -Fiscalía incluida- según la cual el tipo delictivo de la colaboración, castigado con hasta 10 años de cárcel, requiere que exista «adhesión ideológica» a la banda armada en cuestión. Como es obvio que ni el director de la Policía ni el jefe superior del País Vasco eran militantes de ETA infiltrados en las Fuerzas de Seguridad ni abertzales reprimidos a la espera de su gran ocasión, aquí «hay partido», que diría Rubalcaba.

Mi agradecimiento al juez Bermúdez adquiere además su pleno sentido a la luz de la inequívoca contradicción entre esta alambicada tesis y la mucho más canónica y comprensible para el común de los mortales que él mismo dejó plasmada, con cierto adorno, en la sentencia del 11-M que redactó de su puño y letra en la serenidad de un entorno familiar laborioso y literario: «Nótese que al ser el delito de colaboración un tipo penal residual que sólo exige que se realice voluntariamente una acción o aportación a la banda terrorista que facilite su actividad criminal… y ello prescindiendo de la coincidencia de los fines, pues lo que aquí se sanciona no es la adhesión ideológica… ni siquiera exige que el colaborador comparta los fines políticos o ideológicos de los terroristas, sino que basta con saber que se pone a disposición de esos criminales un bien o servicio, que se les está ayudando o facilitando su ilícita actividad».

Cualquiera diría que estas palabras, dedicadas a trompicones a un minero asturiano esquizofrénico, condenado por facilitar explosivos a un grupo aparentemente yihadista, tenían el don premonitorio de describir la conducta ignominiosa de unos mandos policiales capaces de ayudar al aparato de extorsión de ETA a eludir el cerco de sus subordinados para contribuir al proceso de negociación articulado por sus jefes políticos.

¿Estamos por lo tanto ante un inusual brote de fair play del juez Bermúdez para proporcionar todas las oportunidades legalmente permitidas a una tesis extravagante, alejada de la suya y hasta ahora sólo defendida dentro de la Sala por aquel José Ricardo de Prada que poco menos que pedía condecoraciones para los autores del chivatazo? ¿O se trata por el contrario de una obscena voltereta del propio presidente de la Sala para tratar de ayudar al Gobierno socialista y especialmente al candidato Rubalcaba aun a costa de traicionar sus propias convicciones, tan inequívocamente expuestas en una ocasión nada banal?

Muy pronto lo sabremos a la vista de cuál sea su voto y el de aquellos magistrados sobre los que ejerce mayor patronazgo e influencia. Pero la propia duda, más que razonable, suscitada ya sobre la intencionalidad de la maniobra tiene un patente efecto beneficioso que es el que da pie a mi gratitud, en la medida en que pone en valor las turbias relaciones de Bermúdez con el Ejecutivo socialista y arroja una potente luz retrospectiva sobre su conducta como juzgador del 11-M.

Gracias a esta jugada, como mínimo equívoca, muchos españoles han podido volver a poner sus ojos en la foto que refleja aquel acto de concupiscencia en el que los brazos rígidos de Rubalcaba penetran en el torso replegado de Bermúdez para fecundarlo con la medalla pensionada que elevó su sueldo de por vida. Manda narices, por cierto, que con esa imagen sobre la mesa Rubalcaba aún se atreva a identificarse con las reivindicaciones políticas de unos indignados que, junto a cosas insensatas, exigen algo tan básico como la separación real de los poderes del Estado.

Pero la actualidad de lo que aparece revestido de todos los atributos de una infame devolución de favores nos ha permitido además rebobinar la moviola de la memoria desde la comida de camaradería con el propio ministro Rubalcaba en Currito hasta aquellos días inciertos en los que el riesgo de perder la presidencia de la Sala, cuestionada una y otra vez por los vocales del CGPJ afines al PSOE, disparaba la ansiedad social de la esposa del juez. ¿Qué sería de ellos si perdían una dignidad y rango que les permitía compartir el ascensor con las más altas autoridades del Estado en las grandes ocasiones? Sí, sí, el ascensor; Elisa Beni lo escribió tal cual y no como metáfora.

Al volver a darle al play aparece el relato bien encadenado de la metamorfosis oportunista de un juez que se reunía con miembros de la dirección de EL MUNDO para expresarles su identificación con nuestra actitud ante el 11-M y prometía a las víctimas actuar contra los policías que habían manipulado pruebas y cometido perjurio; y pasó sin solución de continuidad a transformarse en agente del agit-prop gubernamental, presentando su remendada y remendona sentencia como un ariete contra quienes no nos aquietábamos con la inconsistente versión oficial.

O sea, en el Bermúdez de mi Yo acuso de junio de 2009: «Yo acuso al juez Javier Gómez Bermúdez de negligencia profesional, al incluir en la sentencia graves errores materiales de carácter fáctico en relación al resultado de la pericia de explosivos; de inconsistencia intelectual, al no reflejar en la sentencia las consecuencias lógicas de la prueba pericial por él mismo encargada; de incoherencia personal, al defraudar las expectativas por él mismo alentadas cuando comunicó a las víctimas que algunos policías irían «caminito de Jerez»; de frivolidad, imprudencia y posible revelación de secretos al colaborar con el libro de su esposa sobre el juicio; y de manipulación política al hacer una presentación sesgada, tendenciosa y distorsionada de la sentencia. Vergüenza sobre vergüenza».

Que Bermúdez haya vuelto a ponerse ahora en el candelabro en una pose tan comprometedora tiene un valor impagable pues va a terminar de abrir los ojos a muchos ciudadanos que ya tenían dudas sobre la calidad de la justicia impartida en la sentencia sobre la masacre de Madrid. Máxime cuando en los dos años y pico transcurridos desde aquel acto en el que presentábamos el libro de Antonio Iglesias Titadyn y en el que lo más aplaudido por las numerosas víctimas presentes fueron esas críticas dirigidas al presidente del tribunal, han ocurrido unas cuantas cosas de enorme trascendencia.

Primero vino la desestimación de la demanda civil del jefe de los Tedax, Sánchez Manzano, que dio pie a que, tras una minuciosa instrucción, dos instancias judiciales acreditaran la «veracidad» de las revelaciones de EL MUNDO, pulverizando así gran parte de las pruebas en las que está basada la sentencia de Bermúdez. Casi inmediatamente llegó la querella criminal de la Asociación de Ayuda a las Víctimas contra el propio Manzano que yo mismo había alentado aquella tarde en la que de momento sólo podía acusarle «ante el tribunal de la opinión pública».

Poco después, tras un agónico forcejeo sólo saldado gracias a la determinación del presidente de la Audiencia, Ángel Juanes, se obtuvieron los ansiados vídeos de la pericia de explosivos en los que la elocuente mezcla de estupor y cabreo de los expertos ante la aparición del dinitrotolueno y la nitroglicerina echa por tierra la premisa de que en los trenes estalló Goma 2 ECO «y vale ya».

A continuación tuvo que intervenir el propio presidente Zapatero para que el Ministerio del Interior pusiera fin a un año de obstrucción a la Justicia y, compelido también por el ultimátum de 10 días de la tenaz y competente Coro Cillán, se aviniera a entregar la relación de miembros de los Tedax que intervinieron en la recogida de los restos de los trenes. Fue el momento en que Rubalcaba quedó en evidencia como el mentiroso compulsivo que ha sido, es y será: está en su naturaleza.

Y fue durante las semanas previas a las vacaciones, con todos esos elementos formando ya un sólido cañamazo sobre el que es posible construir graves acusaciones penales, cuando la instrucción de la causa contra Manzano, a la que al fin se sumaron la AVT y -atención- la activa y respetada Unión de Oficiales de la Guardia Civil, empezó a dar frutos espectaculares.

El más trascendente de todos fue la declaración del artificiero identificado por el carné profesional número 80.938, quien aseguró que cuando entró en la sala en la que otros policías examinaban el teléfono Trium extraído de la mochila de Vallecas «el terminal estaba ya sin batería». Como sus compañeros no habían logrado encenderlo con una tarjeta de Vodafone, él mismo sacó de su móvil una de Movistar, la insertó y consiguió que funcionara. Al margen de la anécdota berlanguiana de que en ese mismo instante recibió una llamada personal, lo decisivo es que este testimonio liquida la remota posibilidad de que el cambio de tarjeta se hubiera realizado en los 10 segundos durante los que la memoria de ese modelo retiene la programación de la hora de la alarma. Es decir, que queda acreditado más allá de toda discusión que es falso que el teléfono estuviera programado para las 7.40, tal y como informó por escrito el comisario Manzano al juez Del Olmo.

Teniendo en cuenta que fue ese detalle, junto a la creencia -igualmente falsa- de que los cables estaban preparados para que la mochila estallara, lo que llevó a detener a Jamal Zougam aquel sábado día 13 en el que desde la sede del PSOE se le dio la vuelta a la tortilla electoral, estamos ante un punto de inflexión crucial. Tan crucial como para que mis últimas dudas se hayan disipado -he pensado mucho en ello durante el verano- y haya llegado al convencimiento de que ese hombre que la víspera de la masacre había visitado el piso que quería comprarse con su novia y se había machacado en un gimnasio mientras sus presuntos cómplices -con los que nadie llegó a relacionarle nunca- montaban las bombas, ese hombre que ha sido condenado a tropecientos mil años de cárcel sobre la base de dos testimonios oculares tan interesados como dudosos, ese hombre que lleva ya siete años y medio en prisión sometido a un implacable régimen de 22 horas de confinamiento solitario al día -quizá para que se suicide o se vuelva loco- es totalmente inocente y fue elegido como víctima propiciatoria por la trama policial que manipuló la investigación.

Admito que es tremendo lo que acabo de escribir. Pero más tremendo es que un montaje policial basado en falsedades relativamente fáciles de desmontar pasara primero el filtro de la instrucción judicial y luego el de la vista oral. Si la patente incompetencia de Juan del Olmo explica lo primero, la conducta del inteligente Javier Gómez Bermúdez requería de otra explicación y no bastaba barruntarla.

Ya que esto va de faisanes, resulta relevante señalar que, según los zoólogos, se trata de un ave habitualmente entretenida en picotear el grano por el suelo. Sólo en un supuesto de extrema necesidad despliega las alas para emprender el vuelo, revelando su verdadera condición. Esto es lo que acaba de ocurrir ante el riesgo extremo que para el candidato Rubalcaba entraña que se juzgue a sus subordinados por colaborar con ETA. Bermúdez no ha tenido más remedio que retratarse para cumplir su parte de lo que se esboza como un trato infame y quienes nunca dejaremos de buscar la verdad del 11-M debemos de felicitarnos al ver así iluminados tanto su cráneo maquinador como su toga de guardarropía o tal vez de alquiler.

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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