El fallido doctorado de Mario Conde

El consejo de Gobierno de la Universidad Complutense acaba de acordar, de forma casi unánime, la retirada de la condición de Doctor Honoris Causa a Mario Conde, "ante las graves acusaciones que pesan sobre él y que son contrarias a la dignidad que debe exigirse a quien ostenta esta distinción". La decisión, a propuesta del actual rector, se ha tomado según lo que expone el Reglamento de Ceremonias y Honores en su artículo 30.4, que admite que el honor concedido por la Universidad puede revocarse a causa de actos u otras omisiones que "desmerezcan de la distinción otorgada".

Por consiguiente, aunque se haya tardado más de 20 años, son evidentes las razones de la retirada de este honor a una persona que acaba de ingresar nuevamente en la cárcel. Ahora bien, lo que ya no está tan claro es el motivo de por qué y cómo se le otorgó esta distinción en junio de 1993, cuando precisamente seis meses más tarde se intervino Banesto, comenzando así su personal vía crucis. Pues bien, aunque el citado Reglamento es de 2005, las razones que se reconocen para conceder un Doctorado Honoris Causa, son prácticamente las mismas que estaban vigentes en 1993. En efecto, su artículo 7 indica que "la Universidad Complutense podrá distinguir con el título de Doctor Honoris Causa para reconocer la excelencia de personalidades nacionales o internacionales en los principales campos de la actividad humana, ya sean académicos, científicos o literarios, culturales o sociales, políticos o económicos".

El fallido doctorado de Mario CondeEl caso es que pocos se sorprendieron cuando se conoció que el rector de entonces, Gustavo Villapalos, deseaba otorgar el Doctorado honorífico al "hombre del momento", pues el presidente del Banesto había accedido ya a las más altas cotas de prestigio y popularidad en nuestra sociedad. Por supuesto, la motivación para su concesión se basaba en sus méritos económicos y financieros, aunque nadie discutía ya que la trayectoria que entonces se preveía para su futuro era sobre todo política. En sus memorias, Los años de gloria, así lo da a entender: "Imposible olvidarse de mi doctorado Honoris Causa por la Universidad Complutense de Madrid presidido por el Rey. Entre otras cosas porque tengo un libro editado, para consumo exclusivamente mío, que recoge el acto y mi discurso. Pero es que, además, y está mal que yo lo diga por la cosa de la modestia, conmocionó a la clase política española. ¿Conmocionó o asustó? Mirando atrás ya estaban asustados, porque nada más asustadizo que un político mediocre ante una inteligencia y capacidad de comunicación a la que considera superior. Una sociedad que fomenta descaradamente la mediocridad no puede pretender disponer de políticos que se salgan de semejante atributo". Conde, ciertamente, acierta en parte en su diagnóstico sobre la clase política española, pero se excede ampliamente en el juicio de su propia superioridad mental, pues aunque posea un cerebro privilegiado, muy bien amueblado jurídicamente, demostró, como señala Ortega, que siendo la inteligencia lo más sublime que tiene el hombre, es también lo primero que pierde.

En cualquier caso, Conde reconoce que ese día fue memorable para él. Era la consagración de sus éxitos financieros y el fogonazo de lo que todos intuían que sería el comienzo de su ascensión política. Precisamente así lo confirmó el hecho de que en el acto, haciéndole el vacío, no hubiese ningún político en activo, salvo Joaquín Leguina por ser el presidente de la Comunidad de Madrid, de la que dependía la Universidad. Pero eso no impidió, como recuerda Conde, que "en los estrados del salón de grados de la Universidad se sentara lo mejor y más granado de las fuerzas reales de España".

Sea como fuere, la idea de conceder el Doctorado a Conde, según él mismo reconoce, procedía del audaz rector Villapalos, al que le encantaba estar permanentemente en el candelabro, como decía aquella Miss en frase gloriosa. Ciertamente, si se concedía el Doctorado a una persona como Conde, era de suponer que el acto de su entrega podría estar presidido por el propio Rey Juan Carlos, el cual tenía amistad con el banquero.

Por tanto, manos a la obra. Así llegamos al día triunfal, esto es, al 9 de junio de 1993. Pocos días antes muchos profesores de la Facultad de Derecho nos habíamos enterado por la prensa de que se iba a otorgar esta distinción al ilustre banquero y fino jurista. Pero la sorpresa fue mayúscula cuando supimos que había sido gracias a "la iniciativa de nuestra propia Facultad", lo cual era algo inverosímil. Según los Estatutos de nuestra UCM, era necesario para conceder esta distinción que se diesen tres requisitos: la propuesta unánime de un Departamento; el informe favorable, por mayoría de dos tercios de sus miembros, de la Junta del Centro a que dicho Departamento estuviese adscrito; y, por último, la aprobación por idéntica mayoría de la Junta de Gobierno de la Universidad.

Pues bien, puedo afirmar que en mi doble condición de miembro de la Junta de Facultad de Derecho y de director de uno de sus Departamentos, no se había cumplido ni el primero ni el segundo de los requisitos mencionados. En consecuencia, ante una cacicada que me indignó, decidí escribir un artículo en este periódico, denunciando la ilegalidad de la concesión del Doctorado, porque incluso se me dijo que el Departamento de Derecho Constitucional, que yo dirigía, era el que estaba implicado en la decisión de otorgar el Doctorado. Por lo demás, en aquella época, EL MUNDO era una empresa con muchos accionistas y precisamente Mario Conde era uno de ellos con un 4% de las acciones, lo cual significaba que el director del periódico, Pedro J. Ramírez, podría oponerse a que se publicase una noticia que afectaba a uno de los accionistas. Por eso decidí hablar primero con él, antes de entregar mi artículo, pero Pedro Jota me dijo lo mismo que acaba de decir en una entrevista en Telecinco: «Siempre que sé algo y puedo demostrarlo, no dudo en publicarlo». Fueron numerosos los ejemplos que se podrían aducir en este sentido durante los 25 años en que dirigió de EL MUNDO.

Mi artículo concluía afirmando que de acuerdo con lo que dice el artículo 62.2 de la Ley del Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas de 1992 «son nulas de pleno derecho las disposiciones administrativas que vulneren la Constitución, las Leyes u otras disposiciones administrativas de rango superior». Por tanto, el Doctorado en cuestión era nulo de pleno derecho, por no haberse seguido lo que indicaban los Estatutos, norma suprema del autogobierno de la Universidad.

El impacto que causó mi artículo fue especialmente importante en el ámbito universitario y, especialmente, en la Junta de Gobierno de la UCM cuyos miembros, salvo alguna excepción, montaron en cólera hasta el punto de que, como me comunicaría más tarde el decano de Ciencias Políticas -era mi hermano Alfonso-, hubo alguno, como el decano de Medicina, Vicente Moya Pueyo, partidario de que se me expedientase, lo cual era un refinado dislate. Sin embargo, no llegaron hasta ahí, lo que me hubiese encantado para desenmascararlos, pero les obligué a que se inventasen una norma para justificar la concesión del Doctorado sin haber pasado por las instancias necesarias.

Sea como sea, el Doctorado fallido constituye un episodio modélico de aquel periodo de nuestra reciente historia, que también ha tenido amplio eco en posteriores generaciones. Por eso traigo a colación el testimonio de uno de los más brillantes periodistas de esta hora, David Gistau, el cual escribe lo siguiente: "El apogeo español que consagró a Mario Conde como un modelo social nos pilló jóvenes y fuera de la profesión. Este personaje no lo construyó un solo renglón nuestro. Esa mano no la estrechamos jamás. No lo hicimos nosotros Honoris Causa ni confidente áulico del Rey. No elogiamos sus zapatos. No estuvimos en su barrera en los toros, suponiendo que la tuviera, que seguro que sí. Por eso podemos contemplar con desdén cómo, estos días, los mismos que inflaron el mito, acudieron a sus fiestas y aceptaron sus sobornos, tratan de aislarlos como si se hubiera tratado de una anomalía criminal. Y no del arquetipo perfecto de una época, pensada por Scorsese, cuyas ramificaciones corruptoras lo alcanzaron todo (repito: todo) y que sólo ahora ha perdido una noción de la impunidad cleptocrática que llegó a formar parte de los equilibrios de Estado... La plata dulce de los 90, la apoteosis yuparra, lobuna de Wall Street: mortifíquese y disimule sus culpas aquella generación, que la nuestra suficientes problemas propios tiene como para encima hacerse cargo del pelotazo y de Conde en aquel país, el mejor de los posibles para hacer dinero fácil según el lema felipista de cuando la etiqueta de los trajes iba cosida por fuera en la manga".

Sin duda, el ambiente que describe Gistau facilitó la aparición del fenómeno Conde, pero eso no implica que nadie fuese culpable de las fechorías que se cometieron entonces, incluida la Complutense. Por eso, es muy revelador que Mario Conde adopte una frase del rector Villapalos, cuando le señalaba que "según algunos, los honestos son aquellos que no han tenido una oportunidad suficientemente interesante para dejar de serlo". A lo que el ex presidente de Banesto apostilla: "Es ácido el comentario, pero en demasiadas ocasiones arroja un porcentaje de verdad nada desdeñable". Precisamente por haber seguido esa frase lapidaria del sublime rector, Conde hoy se encuentra donde se encuentra.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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