El falso derecho a decidir

La cantinela nacionalista no tiene límite en sus megalómanas aspiraciones soberanistas, ni conoce restricciones en sus vías de espuria ejecución. Quizás la naturaleza de las pretensiones del nacionalismo actual le imposibilita poner límite político y constitucional a las reclamaciones de infinito autogobierno. La mejor prueba es la triste contumacia del Lehendakari en empeñarse en alucinógenas pesadillas de conformación de estatalidad. A tal fin, ahora tocaría la propuesta del «derecho del pueblo vasco a decidir» el próximo 25 de octubre que recoge la Ley 9/2008, de 27 de junio, del Parlamento vasco. Nada verdaderamente novedoso -recuerden el Plan Ibarretxe de 2004-, pero jurídica y políticamente inabordable en nuestro régimen constitucional.

A pesar de ello, y puestos a esgrimir la imposible independencia, es conocida la ductilidad para escoger las formulaciones más idóneas en cada momento. No importan sus groseras fallas de inexactitud o su íntegra falsaria construcción. Todo sea bienvenido en aras de la cruzada: la irrefrenable consecución de la bien hadada configuración en Estado. Para lo cual los conspicuos políticos y juristas en pro de la sagrada causa no dudan en valerse de las construcciones doctrinales que la Filosofía Política, la Política, la Sociología y el Derecho puedan tangencialmente brindarles.

Mientras tanto, todos los prevalimientos son ejercidos sin recato. Se nada a favor del poder normativo de lo fáctico. Se disfruta de los inmediatos réditos del principio de efectividad. Se fomenta el principio de equivocidad de los conceptos. Se cultiva el principio de cualquier apariencia que juegue a favor. Se rentabilizan las conquistas del principio de temporalidad. Se abusa del principio de tolerancia de un menguante Estado. Se fuerza la internacionalización del ficticio «conflicto vasco», al dar pábulo a organizaciones supranacionales mientras se ganan voluntades de seniles ex dirigentes políticos internacionales. Se ensalzan las no se sabe qué bondades de un «final dialogado». En el peor de los casos -la no consecución inmediata de la secesión- se van logrando dos batallas relevantes. La primera, la confusión en el uso del lenguaje. La segunda, la lluvia fina termina impenitentemente por calar. Todos lo sabemos: la percepción de la realidad forma parte de esa misma realidad.

Las categorías jurídicas se retuercen pues a voluntad. Si conviene se ensalza el «derecho a la independencia». Si interesa se alega el «derecho de libre determinación». Si procede se amenaza con el «derecho de secesión». Hasta se invoca -¡como Puerto Rico!- el caso del «Estado Libre Asociado». Lo que se pide ahora, «el derecho a decidir», carece asimismo de fundamento histórico, y no es político-constitucionalmente posible. Pues no. «Los españoles llevamos viviendo -dice Miguel Delibes- mucho tiempo juntos». Como afirmaba el Tribunal Supremo de Canadá en su Dictamen de 20 de agosto de 1998 respecto de la secesión de Quebec, «un Estado cuyo Gobierno representa, en igualdad y sin discriminación al conjunto del pueblo o de los pueblos que residen en su territorio y que respeta los principios de autodeterminación en sus arreglos internos, tiene derecho, en virtud del derecho internacional, a la protección de su integridad».

Aquí no estamos en un debate sobre los contenidos y la naturaleza de genéricos conceptos de la Ciencia Política y del Derecho Constitucional, sino lo que tales realidades significan en la Constitución de 1978, que es precisamente nuestro referente de ordenación político-jurídica. Así que no hablemos de la relatividad de las acepciones del vocablo Estado, del carácter difuso de la noción de soberanía, de la pérdida de relevancia de los Estados o de la equivocidad de la expresión Nación.

Nación en la Constitución no existe políticamente más que una, la Nación española, que es la que decide -desde el principio de libertad democrática- organizarse en su vigente Carta Magna: «La Nación española... en uso de su soberanía, proclama su voluntad... (Preámbulo)». Soberanía no hay tampoco más que una, y ésta se asigna al pueblo español en su integridad: «La soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado» (artículo 1.2). Las Autonomías, es decir, la forma de ordenación territorial de las nacionalidades y regiones que integran la Nación española, se asientan en el principio de autonomía: «La Constitución... reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran...» (artículo 2). Una autonomía verdaderamente política, más allá de la mera autonomía administrativa, pero construida desde el principio de unidad y con una referencia explícita al de solidaridad. Expresado en palabras del Tribunal Constitucional, «La autonomía hace referencia a un poder limitado. Autonomía no es soberanía» (STC 4/1981, de 2 de febrero). No cabe ningún derecho de secesión: «La Constitución se fundamenta -prescribe también el artículo 2- en la indisoluble unidad de la Nación española». ¡La Nación es un prius a la Constitución! Por lo demás, tales referéndums/consultas son de única competencia estatal: «El Estado tiene competencia exclusiva sobre... Autorización para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum»: (artículos 149.1.32 y 92.2 CE y 2,3 y 6 de la Ley Orgánica de Referéndum 2/1980).

Los vascos claro que disfrutan de un «derecho de decisión». Pero se trata de un derecho recogido en la misma Constitución y no en un fantasmagórico marco internacional habilitador de infundadas ansias independentistas. Un derecho que los vascos, como catalanes o riojanos, expresan dentro de los parámetros de constitucionalidad. ¿Saben cuál es su cauce habilitador? Se lo recuerdo: el Estatuto de Guernica de 1979. Las Constituciones son obra de las Naciones políticas, las únicas realidades soberanas conformadas hoy como Estados independientes. Lo otro se denomina deslealtad, salvo que se disfrute de las mayorías cualificadas para auspiciar, ¡cosa que no se tiene!, tan profundísimos cambios constitucionales (artículo 168 CE). El presidente del Gobierno acertó: «es innecesaria, es inconveniente, divide y confunde a los ciudadanos». «La mitomanía histórica -decía Vicens Vives- es la principal locura».

Además, en esa hipotética consulta, ¿quiénes estarían llamados a las urnas? ¿Cómo se van a expresar tantos ciudadanos vascos impelidos a abandonar sus hogares a causa de la extorsión y el crimen? Fernando Savater lo exponía bien: «Con una población atemorizada no puede haber consulta». Y por otro lado, ¿es que el resto de españoles no tenemos nada qué decir? El reciente Dictamen del Consejo de Estado de 3 de julio de 2008 lo señala certeramente: una fracción del cuerpo electoral -el vasco- no puede condicionar las decisiones del único poder soberano: el pueblo español.

¿Es tan difícil recuperar la cordura y hacer posible la aspiración de Claudio Sánchez Albornoz?: «Una España nueva que sepa escuchar los mandatos de la historia y sobre todo el más inexorable, que puede resumirse en tres palabras: paz en libertad». El ordenamiento jurídico dispone desde luego de la vía para abortar tales esquizofrenias: su presente impugnación suspensiva ante el Tribunal Constitucional (artículo 161.2 CE). ¿Es tan fatigoso convivir libremente respetando la Constitución y la ley? Recordaba el otro día la sabia admonición de Montesquieu: «La libertad es el derecho a hacer todo lo que las leyes permiten, de modo que si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohíben, ya no habría libertad, pues los demás tendrían igualmente esta facultad».

Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos.