El falso Dimitri

En la penúltima escena de la ópera que se representa estos días en el Teatro Real un agonizante Boris Godunov previene a su hijo del «poder» del monje rebelde que en 1605 ha irrumpido en Rusia al frente de un pequeño ejército, haciéndose pasar por el zarevitch asesinado 14 años antes: «¡Va armado de un nombre terrible!».

La Historia nos demuestra una y otra vez cómo en toda confrontación mucho más importante que la correlación de fuerzas de la que se parte, es la capacidad de arrastre que una bandera, enarbolada con convicción y audacia por una minoría, pueda tener en la psicología colectiva. Toda revolución consiste en suma en contagiar a la mayoría las ideas de unos pocos.

La atención de los titulares propios y ajenos sobre la encuesta que publicamos el domingo pasado se centró, lógicamente, en el aumento de la intención de voto de Artur Mas de cara a las elecciones de noviembre. Pero lo que a mí me causó más impacto es que el 46% de los catalanes tenga una opinión «buena» o «muy buena» de su gestión -sólo un 18% de los españoles dice lo mismo de Rajoy- y el conjunto de ellos le otorgue un 5,3 de valoración cuando ningún líder nacional llega al 4.

¿Cuál es la flor de su secreto? ¿Acaso ha logrado estabilizar las finanzas catalanas tras la orgía de despilfarro del tripartito? ¿Tal vez ha conseguido que los catalanes tengan servicios de mayor calidad pagando menos impuestos? ¿Ha mejorado la atención hospitalaria, los ferrocarriles de cercanías o la extinción de incendios? Nada de esto ha sucedido. Más bien todo lo contrario. Cataluña acumula una deuda de más de 45.000 millones, sus emisiones están calificadas como bonos basura y tiene todos los mercados cerrados. Por eso ha sido la primera comunidad en tener que acogerse al Fondo de Liquidez Autonómica para evitar la suspensión de pagos y lleva recibidos ya 11.000 millones adicionales del Estado para salir del paso. Además es el lugar de España donde se pagan más impuestos por culpa de los recargos autonómicos y el deterioro de sus servicios públicos brilla por doquier. Con esta tarjeta nadie pasaría el corte en ningún torneo de golf.

Sin embargo Artur Mas, «va armado de un nombre terrible». Los padres de la criatura dudaron durante un tiempo cómo bautizar al niño. «Autodeterminación» les pareció demasiado largo. «Soberanía», un poco blandengue. Les gustaba «Derecho a decidir», pero alguien dijo que convenía evitar los nombres compuestos. Por fin le pusieron «Independencia» y pasearon al bebé en loor de multitudes. El presidente de la Generalitat contempló el paso de la manifestación desde el balcón, mientras su esposa -de origen eslavo como la princesa polaca del falso Dimitri- le representaba en la cabecera. Hacía poco más de 10 años que, como nos explicó Arturo San Agustín en su brillante daguerrotipo del domingo, Artur había dejado de ser su estricto tocayo para catalanizar su patronímico y unir su suerte a la de la dinastía Pujol.

Lo bueno de promover la «independencia» es que implica al mismo tiempo la afirmación autocomplaciente de la identidad tribal, propia de todo nacionalismo, y la identificación hostil de un opresor exterior de cuyo yugo hay que liberarse. Todas las energías del pueblo deben ser canalizadas hacia ese fin, dejando de lado cuestiones banales que puedan distraer esfuerzos, como la catastrófica gestión de las cuentas públicas o la propia rampante corrupción política.

Es lo que le aconseja el Enrique IV de Shakespeare a su hijo en el lecho de muerte: «Therefore, my Harry, be it thy course to busy giddy minds with foreign quarrels». Algo así como «Empéñate, Harry mío, en ocupar a las mentes inquietas con disputas en el extranjero». Añadiendo su propósito al consejo: «That action, hence borne out, may waste the memory of the former days». «De forma que los actos que de ello se desprendan puedan borrar la memoria del pasado». No es difícil imaginar a Jordi Pujol dirigiendo así a su pupilo mientras el verdadero hereu, Oriol Pujol, evita dar explicaciones de por qué su mujer recibía dinero de un traficante de influencias en constantes tratos con la Generalitat o del resto de los tres por cientos convergentes.

Para poder desencadenar una huida hacia delante colectiva como la que está en marcha en Cataluña han sido necesarias tres décadas de manipulación de las conciencias a través de las escuelas y medios de comunicación subvencionados. Por eso los nacionalistas han saltado como panteras ante el certero diagnóstico del ministro Wert -que tras un comienzo vacilante va ganando enteros día a día- y ni siquiera están dispuestos ya a permitirle abrir liceos españoles que, según Mas, era lo pertinente, pues no en vano fue lo que «hicieron los japoneses». Ha llegado el momento de sacar la Alta Inspección del ministerio de su herrumbrosa funda e imponer el cumplimiento de la Ley y las sentencias del Supremo. ¿Le permitirá Rajoy hacerlo?

Sólo ese lavado de cerebro a gran escala, en base a los dogmas y falsificaciones históricas del nacionalismo, explica que una sociedad no ha tanto cosmopolita, pluralista y civilmente articulada esté asimilando sin pestañear una mercancía tan rancia y averiada como la del «déficit fiscal de Cataluña». El «España nos roba» es una majadería de tal calibre que cuando los catalanes del futuro recuperen su ancestral lucidez sentirán tanta vergüenza ajena como la que a los alemanes de hoy les produce recordar la teoría de la «puñalada por la espalda» -como imaginaria causa de la derrota en la Primera Guerra Mundial- que sirvió a los nazis y sus adláteres para destruir la República de Weimar.

Una bobada un millón de veces repetida no deja de ser una bobada. No son los territorios sino las personas físicas o jurídicas quienes tributan. Si de Madrid, Baleares y Cataluña sale más dinero del que entra es porque hay más ciudadanos con rentas altas que en Andalucía, Extremadura o Castilla la Mancha. El expolio, si hubiera alguno, sería por estratos sociales: los desempleados subsidiados nos roban, los estudiantes ociosos nos roban, los enfermos crónicos con rentas bajas nos roban… y así sucesivamente. Es obvio que debería ser la ideología y no el lugar de residencia lo que alineara a cada uno en este debate que no es otro sino el de cuál es el nivel de solidaridad justo en una sociedad desarrollada. Nada hay tan extravagante como que un socialista o comunista, por el hecho de vivir en Barcelona, se muestre menos dispuesto a mejorar la suerte de los desfavorecidos de Teruel o Cáceres que los liberales que vivimos en Madrid.

A todos los gobiernos autonómicos les interesa oscurecer la cuestión manejando complejos mecanismos de financiación, incomprensibles para el común de los mortales. No vaya a ser que los contribuyentes lleguen a darse cuenta de que lo insoportable no es que la redistribución de la riqueza sea mayor o menor sino que tengamos que cargar con un Estado despilfarrador e ineficiente, hipertrofiado por la clase política. Somos un mal ejemplo de libro del que ha terminado enterándose hasta Mitt Romney. Y mal que les pese a sus presidentes, el exceso de grasa se concentra mucho más en las autonomías que en la Administración Central del Estado. Somos uno de los países desarrollados que menos gasta en cosas importantes, llámese I+D o llámese Defensa, pero tenemos 17 televisiones autonómicas, 17 defensores del pueblo o 17 tribunales de la competencia.

Cataluña ya dispone hace tiempo de las «estructuras de Estado» que reclama Artur Mas, pues no se priva de nada si exceptuamos el Ejército y la Hacienda. Lo que ocurre es que con la llegada de la crisis no puede seguir pagándolas. Por eso, en vez de rebajar sus ínfulas a escalas más modestas, pretende recortar la aportación de sus ciudadanos a la solidaridad. Es un criterio como otro cualquiera -más embajadas catalanas, menos subsidios en Andalucía- pero el lugar idóneo en el que plantearlo era la Conferencia de Presidentes y allí nadie abrió la boca más que para pedir que todavía sea mayor la transferencia de recursos del escuálido Estado a las voraces Comunidades. Ni siquiera hubo recordatorio alguno de que la última reforma del sistema de financiación, de la que ahora tanto despotrica Mas, fue fruto de un acuerdo bilateral de la Generalitat con el Gobierno de Zapatero, que luego se hizo extensivo a las demás autonomías.

El contraste con la gestión austera de Feijóo en otra nacionalidad histórica como Galicia debería avergonzar a toda la clase política catalana. Sin embargo el glorioso empeño independentista exime ya de toda comparación odiosa. Ahora de lo que se trata es de llenar de esteladas el Camp Nou y de que esta noche cada espectador, cada catalán en suma, sea un minúsculo fragmento de una gigantesca senyera. ¿Dónde estuviste tú aquel 6 de octubre después del 11 de Septiembre? Yo en el borde superior de la penúltima franja amarilla a la altura del fondo sur. Será otro hito en la epopeya de un pueblo en pos de su destino manifiesto. Sobre todo si el marcador acompaña. Una lengua, una patria, muchas ligas, alguna champions.

Sólo faltaba el conducator providencial, capaz de guiar las emociones populares. Arturo-Artur ha cruzado el Rubicón al comprometerse a convocar un referéndum para la independencia con autorización legal o sin ella. Veremos hasta dónde llegará su riada. Seguro que, tras el plebiscito de noviembre superará los 10 días de Masaniello y también los 10 meses que duró el falso Dimitri una vez que la muerte de Boris Godunov, acosado por sus remordimientos, le allanó el camino hacia el Kremlin. Pero en este caso Rajoy no tiene ningún cadáver en el armario y no le quedará más remedio que cumplir sus obligaciones constitucionales. La duda estriba en saber cuánto tiempo arroparán los boyardos al aventurero que les ha prometido ventajas fiscales imposibles.

La ópera de Mussorgsky no cuenta el final del falso Dimitri. Sí lo hace el impactante cuadro de Karl Wenig que muestra cómo uno de los boyardos le indica el camino de la ventana bajo la que se intuye a la plebe, mientras en la penumbra queda el espanto de la princesa polaca recién proclamada zarina. Ricardo Martínez ha respetado escrupulosamente la composición, alterando de manera leve el guión. El falso Dimitri, en realidad un pope exclaustrado llamado Grigory Otrepyev con tanta sangre imperial como usted o como yo, saltó por la ventana, se rompió un hueso, fue abatido a tiros y quemado. Un cañón disparó sus cenizas en dirección a Polonia. A día de hoy nadie duda de que las de Artur Mas serán algún día esparcidas por toda Cataluña y veneradas como reliquia.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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