El falso progreso

El lenguaje se utiliza en estos días con una especie de blandura, con escaso rigor, con toda clase de lugares comunes inaceptables. Cuando tal o cual personaje político de la Nueva Mayoría, que hace rato empezó a ponerse vieja, o del así llamado Frente Amplio, equivalente criollo del Podemos español, se presenta como encarnación del progreso, y argumenta, con curiosa pedantería, que todos sus adversarios son representantes del retroceso, debería decirnos con claridad de qué retroceso nos habla, y de qué progreso. Desde luego, lo sabemos bien, aun cuando el exceso de claridad no sea su lado fuerte. El progreso en la izquierdización del país no se identifica en propiedad, en rigor, con el auténtico progreso. Son conceptos esencialmente diferentes y demasiado a menudo divergentes. Desconocer esta noción esencial, analizada por los mejores pensadores modernos desde hace décadas, es ignorar la historia del siglo XX y del siglo XXI. Los dirigentes comunistas chilenos, que en esos días se encontraban de paso en el Moscú de Leonidas Breznev, fueron los primeros dirigentes marxistas del mundo conocido que aprobaron la invasión de Checoslovaquia por los tanques del Pacto de Varsovia. Nos tratan ahora como si fuéramos encarnaciones del retroceso social, pero no nos han dado nunca una explicación razonable sobre ese flagrante retroceso, provocado por la fuerza las bayonetas soviéticas en uno de los países más cultos del centro de Europa, con el aplauso de nuestros dirigentes y del entonces reverenciado e idolatrado Fidel Castro. Fue un retroceso brutal, un acto de barbarie, seguido de una represión bautizada con el nombre tramposo de «normalización». El héroe de la salida democrática de su país se llama Vaclav Havel, humanista, dramaturgo de talento superior, a quien sus enemigos soviéticos acusaban de provocar un «retroceso». Ahora conocemos mejor las cosas. ¿Quién provocaba un retroceso y quién un progreso, Fidel Castro, Vaclav Havel? Me gustaría mucho conocer la respuesta de la Nueva Mayoría, la del Frente Amplio.

El falso progresoEn estos días se publica en México un ensayo del gran historiador cubano Rafael Rojas sobre la censura intelectual en la revolución de Cuba: censura implacable, terrorífica, mantenida durante más de medio siglo. ¿Nuestros jóvenes comisarios, nuestros partidarios de aquello que Octavio Paz bautizó como el Ogro Filantrópico, entidad que se fortalece en la Venezuela de hoy y en otros lugares cercanos, no creen que nosotros, modestos electores chilenos, merecemos una explicación mínima? Octavio nos demostraba, con enorme paciencia, con profundidad, con estilo incisivo, que el marxismo, tal como se había desarrollado a mediados del siglo XIX, no era más que la crítica de la ilustración y del liberalismo burgués del siglo anterior, y que ya había llegado el momento de hacer la crítica de la crítica. Yo la hice después de estar tres meses en el interior de la revolución cubana, tres meses que me bastaron y me sobraron, y me cayeron encima los anatemas, las amenazas, los vetos de toda clase. Amigos comunistas franceses, italianos, sudamericanos, se me acercaban y me decían al oído: tú tienes razón, pero no conviene decirlo todavía. Me pregunto si estos jóvenes que nos descalifican con tanta arrogancia, con tanto simplismo, y agreguemos otra idea clara, con tanta ignorancia, han comprendido algo de los dilemas profundos, desgarradores, de las sociedades contemporáneas. Mariana Aylwin se da el trabajo de formar un grupo de «progresistas con progreso», que creen en el progreso efectivo de los países, no en el progreso de pura palabrería, de pura retórica. Me parece un trabajo interesante, de iluminación necesaria, de apertura de rumbos. Chile necesita pensar con honestidad intelectual, con amor a la verdad, sin propaganda ideologizada y barata. Sebastián Piñera nos anuncia que piensa crear 600.000 puestos de trabajo, y creo que lo dice con cautela, con seriedad, porque conoce el costo y la dificultad real de hacerlo, y Alejandro Guillier, de inmediato, sin hacer el menor cálculo, anuncia que él va a crear 900.000. Pues bien, confieso que esa respuesta rápida, fácil, utilitaria, no me convence. Piñera, después de conversar largo con Manuel José Ossandón, anuncia que tratará de «acercarse» a la gratuidad. Me parece correcto que cambie de orientación y que use el término «acercarse»; esto supone saber que es un objetivo enormemente difícil, y que alcanzarlo sin desmedro de la calidad de la educación es un tremendo desafío. Pues bien, Alejandro Guillier, sonriente, mira hacia las cámaras y pone la gratuidad de un golpe encima de la mesa, como si fuera una carta que tenía escondida debajo de la manga.

Yo me pregunto si los chilenos habremos recaído en el simplismo de hace algunos años, en esa antigua idea de la etapa del allendismo de «avanzar sin transar», que consistía, en la práctica, en avanzar sin pensar, o si actuaremos con madurez, con mirada lúcida, en el momento de depositar nuestro voto adentro de la urna. Mi ambición, después de una larga vida pasada en Chile y fuera de Chile, en contacto con el vasto mundo, pero regresando a cada rato al redil criollo, al cerro de Santa Lucía, a las costas, acantilados, edificios rocosos del Océano Pacífico, consiste en que el país se acerque al primer mundo, a la futura Argentina de Mauricio Macri, a nuestros vecinos de la Alianza del Pacífico, a Francia, Alemania, España, guardando todas las distancias, y no a la Cuba de los hermanos Castro, ni a la Venezuela de Hugo Chávez y de Nicolás Maduro, con perdón de mis numerosos, sufridos, acongojados amigos cubanos y venezolanos. Chile siempre ha sido un país de influencia superior a sus cifras, a su tamaño en el concierto internacional, a su número de habitantes. No me convencen mucho las actuales propuestas culturales de nuestros candidatos, inferiores, en líneas generales, a nuestro pasado como centro de cultura en Hispanoamérica, pero puedo conversar y discutir con los sostenedores de una democracia liberal, de un pensamiento abierto, de una revisión crítica de los grandes temas. Confieso que me cuesta mucho, en cambio, encontrar lenguajes comunes con populistas y voluntaristas variados. El único progreso real, a mi juicio, consiste en administrar el país en forma seria, con energía, con ideales y hasta con ilusiones, pero con una conciencia debida, necesaria, de los límites; acercarse a los objetivos mejores, más humanos, más justos, pero, además de eso, posibles. No tirar cartas encima de una mesa verde. No creer que se nos puede impresionar con cuentas de vidrio.

Jorge Edwards, escritor.

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