El fantasma de Bin Laden

La muerte de Osama bin Laden en su escondite paquistaní es como la remoción de un tumor del mundo musulmán. Pero hará falta una terapia agresiva de seguimiento para impedir que las restantes células de Al Qaeda no hagan metástasis adquiriendo más seguidores que creen en la violencia para alcanzar la “purificación” y el fortalecimiento del Islam.

Afortunadamente, la muerte de Bin Laden se produce en el preciso momento en que gran parte del mundo islámico está convulsionado por el trato que exige la marca de fanatismo de Bin Laden: la Primavera Árabe, con sus demandas de fortalecimiento democrático (y la ausencia de demandas, al menos hasta ahora, del tipo de régimen islámico que Al Qaeda pretendía imponer).

¿Pero acaso las democracias nacientes que se están construyendo en Egipto y Túnez, y que se persiguen en Bahrein, Libia, Siria y Yemen, entre otras partes, pueden acabar con las amenazas planteadas por los extremistas islámicos? En particular, ¿se puede derrotar el pensamiento salafí/wahabí que viene alimentando a Osama bin Laden y los de su clase desde hace tiempo, y que sigue siendo la ideología profesada y protegida de Arabia Saudita?

El hecho es que antes del operativo estadounidense para matar a Bin Laden, la cabeza simbólica de Al Qaeda, las revoluciones árabes democráticas que estaban surgiendo en apenas unos meses ya habían hecho tanto por marginar y debilitar al movimiento terrorista en el mundo islámico como la guerra contra el terrorismo en una década. Esas revoluciones, más allá de su resultado final, han expuesto la filosofía y el comportamiento de Bin Laden y sus seguidores no sólo como ilegítimos e inhumanos, sino en realidad como incapaces de alcanzar mejores condiciones para los musulmanes en general.

Lo que millones de árabes estaban diciendo mientras se mantenían unidos en una protesta pacífica era que su manera de alcanzar la dignidad árabe e islámica es mucho menos costosa en términos humanos. Más importante aún, su manera en definitiva logrará el tipo de dignidad que el pueblo realmente quiere, en contraste con las guerras interminables de terror para reconstruir el califato que prometió Bin Laden.

Después de todo, los manifestantes de la Primavera Árabe no necesitaron usar el Islam –y abusar del Islam- para alcanzar sus objetivos. Ellos no esperaban que Dios cambiara su situación, sino que tomaron la iniciativa enfrentando pacíficamente a sus opresores. Las revoluciones árabes marcan el surgimiento de una pancarta pluralista y post-islamista para los fieles. De hecho, la única mención a la religión en las protestas provino de los gobernantes, como los de Bahrein, Yemen, Libia y Siria, que intentaron usar el miedo del “otro” chiita o sunita para seguir dividiendo y desgobernando a sus sociedades.

Ahora que Estados Unidos erradicó la presencia física de Bin Laden, necesita dejar de postergar el resto del proceso terapéutico. Porque Estados Unidos ha venido irradiando de manera selectiva –y miope- sólo partes del cáncer que representa Al Qaeda, permitiendo el crecimiento maligno descontrolado del wahabismo y del salafismo saudita. Por cierto, a pesar de la década de guerra contra el terrorismo de Occidente, y la alianza de más largo plazo de Arabia Saudita con Estados Unidos, el establishment religioso wahabí del reino siguió financiando ideologías extremistas islámicas en todo el mundo.

Bin Laden, nacido, criado y educado en Arabia Saudita, es un producto de esta ideología dominante. No era un innovador religioso; era un producto del wahabismo, y luego fue exportado por el régimen wahabí como jihadista.

Durante los años 1980, Arabia Saudita gastó 75.000 millones de dólares en la propagación del wahabismo, financiando escuelas, mezquitas y organizaciones de beneficencia en todo el mundo islámico, desde Pakistán hasta Afganistán, Yemen, Argelia y más allá. Los sauditas siguieron adelante con esos programas después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, e incluso después de que descubrieron que “el Llamado” es incontrolable, debido a las tecnologías de la globalización. No sorprende entonces que la creación de un movimiento político islámico transnacional, alentado por miles de sitios web jihadíes subterráneos, haya vuelto a imponerse en el reino.

Al igual que los secuestradores del 11 de septiembre, que también eran exportaciones ideológicas sauditas/wahabíes (15 de los 19 hombres que perpetraron aquellos ataques terroristas fueron elegidos por Bin Laden porque compartían la misma descendencia y educación saudita que él), el ejército de reserva de potenciales terroristas de Arabia Saudita sigue en pie, porque la fábrica wahabí de ideas fanáticas se mantiene intacta.

De modo que la batalla real no ha sido con Bin Laden, sino con la fábrica de ideología respaldada por el estado saudita. Bin Laden simplemente reflejaba la violencia arraigada de la ideología oficial del reino.

La erradicación de Bin Laden puede despojar a algunos dictadores, desde Muammar el-Qaddafi de Libia hasta Ali Abdallah Saleh de Yemen, del principal justificativo que utilizaron durante sus décadas de represión. Pero Estados Unidos sabe perfectamente bien que Al Qaeda es un enemigo de conveniencia para Saleh y otros aliados norteamericanos en la región, y que en muchos casos el terrorismo ha sido utilizado como un pretexto para reprimir la reforma. De hecho, hoy Estados Unidos está alentando la represión de la Primavera Árabe en Yemen y Bahrein, donde las fuerzas de seguridad oficiales matan como rutina a manifestantes pacíficos que reclaman democracia y derechos humanos.

Al Qaeda y la democracia no pueden convivir. Por cierto, la muerte de Bin Laden debería abrir los ojos de la comunidad internacional al origen de su movimiento: los regímenes árabes represivos y sus ideologías extremistas. De lo contrario, su ejemplo seguirá acosando al mundo.

Por Mai Yamani, autora de Cradle of Islam.

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