El fantasma de De Gaulle

Como cada año en febrero, los dueños de los destinos del mundo se reunirán en la Conferencia de Seguridad de Múnich. Emmanuel Macron también estará presente. Si se cumplen los pronósticos, el presidente de Francia utilizará la tribuna para volver a tomar la iniciativa en política exterior al más puro estilo Metternich, el político que se veía a sí mismo como un "médico en el gran hospital del mundo". Cabe esperar que el médico de Francia, como de costumbre, hable sobre el futuro de Europa y de la OTAN proyectando una imagen radiante de sí mismo. La pregunta es si va a ofrecer a los alemanes nuevos planes de colaboración.

Al igual que muchos de mis compatriotas, los franceses se lamentan de que Macron haya topado en Berlín con una canciller que se encuentra a gusto en el terreno de lo indeterminado. Y con razón. Cuando se trata de Francia, da la sensación de que los gobernantes de Berlín andan con pies de plomo.

En cualquier caso, ¿en qué consisten los planes de Macron, tan jaleados también en Alemania? ¿Son favorables a nuestros intereses? ¿Es posible que en nuestro país sus discursos topen con la incomodidad acompañada de fastidio del Gobierno por el mero hecho de que producen una sensación desagradable? Digámoslo claramente: no hay ni una sola iniciativa de Macron en materia de política exterior que no se conozca ya desde hace décadas, empezando por sus ideas sobre Europa, siguiendo por la política en África, y acabando por las relaciones con la OTAN. Macron posee el don de presentarse a sí mismo como un hombre que, partiendo prácticamente de la nada, se dispuso a hacer girar la rueda del destino. Sin embargo, la realidad es que se mueve por los trillados senderos de la política exterior de Charles de Gaulle.

Y no solo eso. Igual que De Gaulle en 1957,que tras su regreso a la política como carismático jefe único buscó el diálogo con el pueblo pasando por encima de los partidos para fundar con él la Quinta República, seis décadas después Macron traspasó las fronteras de los partidos para ser consagrado como salvador de la patria directamente por el pueblo. Su afinidad con el legendario General es tal que incluso ha organizado el palacio del Elíseo de acuerdo con sus principios del poder. Hasta los partidarios del presidente critican la corte de la que se ha rodeado en París, donde distintas camarillas de amigos, consejeros y cabilderos intentan ganar influencia sobre las decisiones del gobernante supremo.

Estas cosas pueden irritar a los franceses y serles indiferentes a los alemanes. Ahora bien, lo que a los alemanes no les da igual es que, detrás de cada frase de los discursos de Macron, asome De Gaulle. La política exterior del General se distinguía de la de la Cuarta República por la importancia del "rango" que este reivindicaba para Francia. Mientras que 10 años antes la política europea descansaba sobre el principio de la igualdad de los socios y la conciencia de la protección estadounidense, De Gaulle daba por sentado que a París le correspondía un papel de liderazgo en el continente, y que Estados Unidos no tenía ningún derecho a reclamar una influencia dominante. Pero puesto que Francia, a pesar de haberse dotado a toda prisa de armamento nuclear, no habría podido existir sin la protección estadounidense, el General puso en marcha un magistral juego del engaño. Con la ayuda de proyectos históricos, discursos cargados de significado y la idea de una Europa que abarcase desde el Atlántico hasta los Urales, supo ganarse a los franceses. El De Gaulle visionario se alternaba con el maquiavélico. Desde el punto de vista de la política del poder, siempre fue un don Quijote que sacaba de quicio a los estadounidenses.

Muchos discursos del actual presidente acerca de Europa y la "autonomía estratégica europea" podrían haber sido pronunciados por De Gaulle. Las palabras de Macron "la OTAN experimenta una muerte cerebral" se explican desde la visión del mundo del General. Aunque el jefe de Estado francés no hable del "rango" de su país, sus ideas sobre Europa persiguen el mismo objetivo: que el continente, encabezado por Francia, alcance el puesto que en su opinión le corresponde. Formulado de una manera más drástica: para lograr aquello de lo que cada vez es menos capaz, Francia necesita la ayuda de Alemania. Pero no en condiciones de igualdad, por supuesto.

París tampoco está dispuesto a compartir con Berlín su sillón permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, ni Berlín debe albergar esperanzas de tener voz en lo que al empleo de armas nucleares por parte de Francia se refiere. Los alemanes tienen que ayudar a los franceses compensando su creciente debilidad. Nada más.

El declive de Francia empezó en la década de 1990. Hasta entonces, el Estado francés había descansado sobre tres pilares: el crecimiento económico sostenido, que le permitía paliar las desigualdades sociales; un sistema de protección social muy desarrollado que resguardaba de los riesgos más importantes para la vida de los franceses, y un Estado activo que, gracias a su centralismo, desempeñaba un papel clave en todos los ámbitos nacionales y económicos. Estos pilares se están resquebrajando. Las consecuencias son el aumento de las tensiones sociales y una debilidad en política exterior más difícil de ocultar.

Es verdad que esta debilidad se podría compensar con la ayuda alemana, pero eso exigiría una relación de igual a igual. Si alguna vez Estados Unidos con Trump o con algún sucesor tan vociferante como él privase a Alemania del escudo nuclear, Berlín tendría que convertirse por su propio interés en uno de los actores del sistema de disuasión mutua. Si Francia pensase de verdad en clave europea, no le quedaría más remedio que facilitar que Alemania formase parte de la "fuerza de choque". Pero el país galo no está dispuesto a ello de ninguna manera. Si esto no cambia, la defensa común europea, que debe fundamentarse en el principio de la igualdad, será un fracaso.

También sería deseable que París se preguntase por qué iba Berlín a introducir cambios en su razón de Estado que quizá supusiesen un radical cambio de rumbo si el próximo presidente de Francia a lo mejor se llama Marine Le Pen. Desde el susto del 21 de abril de 2002 —cuando Jean-Marie Le Pen consiguió llegar por primera vez en la historia de la Quinta República a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales—, es decir, desde hace 18 años, Francia no logra contener el empuje de la extrema derecha. Todo lo contrario: con los tres pilares que dieron estabilidad al país hasta la década de 1990 tambaleándose, la fuerza de la derecha radical es cada vez mayor. En consecuencia, de momento, Alemania debe aplicar lo que hace décadas ya dijo Helmut Schmidt: París es nuestro aliado más estrecho, y Washington el más importante.

Jacques Schuster es periodista.

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